Carlos Zamora (Matanzas, 1962) es, en principio, poeta. No sólo porque su debut en la literatura nacional haya sido precisamente con un libro de ese género, sino porque, además, su visión del mundo, su manera personal de estar en éste, pasa por el filtro y los designios de la poesía en tanto emanación y elemento constitutivo del ser. También es autor de varios títulos de prosa narrativa que han caminado con solvencia entre lectores y críticos. En su catálogo destacan los siguientes volúmenes:
Estación de las sombras (poemas, Sanlope, 2001); En la mañana viva o Tan cerca hemos dormido (novela, Unión, 2012); La noche de Judas (cuentos, Ediciones Matanzas, 2012), A Puerto Blanco no llegan las lluvias (noveleta para niños, Ediciones Matanzas, 2013); Cada día la eternidad (poemas, Unión, 2011), y El amor como un himno. Poemas cubanos a José Martí (antología, Centro de Estudios Martianos, 2008).
Ha recibido diversas distinciones literarias, como el Premio de Narrativa Guillermo Vidal (2011), Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas (2012) y el Premio La Rosa Blanca (2022).
He aquí nuestro diálogo.
¿Cómo y cuándo adquiriste el virus de la literatura? ¿Hubo alguien que influyera decisivamente en tu orientación vocacional? Háblanos de las primeras lecturas, cómo influyeron en ti y cuéntanos si algunos de esos autores aún hoy son de tu preferencia.
Soy de origen muy humilde. Los primeros años de mi vida transcurrieron en el campo, en un lugar donde no había siquiera luz eléctrica. Ese lugar se llamaba Naranjal, no sé si aún existe. Vivíamos con mis abuelos.
Cuando tenía cinco años, mis padres se mudaron al pueblo de Jovellanos, y allí nacieron luego mis dos hermanas. La economía familiar era bien estrecha, parecía un lujo adquirir libros, así que no tuve contacto alguno con ellos hasta que comencé la escuela. Mis abuelos, siguiendo la tradición campesina, me habían enseñado las primeras letras, y ya casi sabía leer, de forma que pasé directo al primer grado. Mis pésimas habilidades manuales tienen ahí su origen. Seguramente el preescolar me habría sido útil.
El encuentro con los libros fue una fascinación. La Biblioteca Pública de Jovellanos, mi lugar preferido. Desde que aprendí a leer y comprendí que en casa no podía saciar esa avidez que nació muy pronto, el camino a la biblioteca fue el más transitado. Leía un libro diario. Al principio, las bibliotecarias se extrañaban de la rápida devolución y dudaban cuando les confesaba que ya lo había terminado, luego se convencieron y me convertí en su mejor lector. Todo Verne, todo Salgari, la gran mayoría de los clásicos infantiles que habitaban aquellos anaqueles maravillosos, pasaron por mis manos, y sus personajes se convirtieron en mis héroes y en mis villanos, con una carnalidad que solo la edad pudo atenuar. Y no tanto. Robinson Crusoe, Odiseo, Aquiles, Caupolicán y Meñique se turnaron su protagonismo en mi infancia y se instalaron definitivamente en un lugar del corazón y de la memoria del que no soy capaz —ni aunque lo pretendiera— de sacarlos.
Preferí las letras desde entonces, aunque fui un alumno destacado en todas las materias. Gané concursos; mis composiciones se ponían de ejemplo y eso me llenaba de rubor; ayudaba a mis compañeros menos aventajados con la ortografía. Me reconocían, al punto de dejarme jugar a la pelota en sus equipos, a pesar de mis escasos méritos deportivos.
Supongo que la poesía fue el primer género con el que cruzaste armas como autor. ¿Cómo se dio ese encuentro? ¿Qué lugar tiene la poesía dentro de tu trabajo literario? En tu caso, ¿la poesía es un prisma, un género, una presencia, un ejercicio, un desgarramiento? ¿Tal vez un ejercicio de desgarramiento?
Entre mis primeras lecturas, salvo aquellas alentadas por los docentes, sin mucho entusiasmo, además, la poesía tuvo muy poca representatividad. He insistido en otras ocasiones en que nuestro modelo educacional debería acoger una disciplina, en alguna estructura, que tribute a una didáctica de la poesía.
En nuestras escuelas no se enseña a leer el género. Aprenderse un poema de memoria para recitar en un acto patriótico o preguntar qué quiso decir el poeta en el noveno verso contribuye muy poco a disfrutar de la esencia de un texto que ha nacido del alma del artista, de una profunda introspección, casi siempre dolorosa, de la que quiere hacer partícipe al lector. Pero no se puede enseñar poesía sin amarla. Y apenas recuerdo algún maestro que en mi infancia y primera juventud me insuflara ese entusiasmo sincero. Debí llegar a la universidad para encontrarlo. Allí, una lectura me llevó a otras y un autor me sugirió escuelas y tendencias. Un día encontré dos paradigmas que siguen estando muy cerca de mi corazón: José Martí y Eliseo Diego. Cuando comencé a escribir poesía, con una pretensión más seria que enamorar a las muchachas, esos poetas me ofrecieron un camino. Transitar por ese camino, arrancarse las espinas que el riesgo de andar significa, darse sin pretender otra satisfacción que compartir el ruedo, anunciar con nuestras huellas el itinerario que puede aligerar la pesada carga; eso pretendo desde entonces.
A riesgo de caer en el lugar común, acepto que la poesía me funciona como una suerte de confidente muy especial, capaz de aceptar con indulgencia toda mi catarsis y a veces la mirada reflexiva y sosegada que dedico a mi entorno y que rara vez comparto en otros escenarios.
Algún crítico ha hecho notar el tono melancólico —amargo muchas veces— de mis versos. Un gran profesor que tuve en la universidad me dijo a propósito en una ocasión y con cierta ironía, que la gente feliz no escribe poesía. He asumido muchas veces, cuando estoy en trance poético, aquella frase angustiosa de Barbusse: sufro un poco el dolor enorme de los que no sufren. No concibo la literatura sin ese desgarramiento que significa la insatisfacción por un mundo que a todas luces sabemos que puede ser mejor.
Entendida la poesía más allá de lo meramente literario, ¿cuál crees que haya sido el mayor hecho de trascendencia poética de tu vida?
La perspectiva con la que asumimos la vida cambia con el paso del tiempo y también de los escenarios. Si podemos parafrasear, con todo el respeto que merece, la sentencia bíblica de que Dios está en todas partes y asumimos que otro tanto sucede con la poesía, es comprensible que pasados los sesenta años, ese impacto, ese deslumbramiento que significa la poesía como exaltación inefable de los sentidos, me haya sucedido muchas veces, aunque no necesariamente haya trascendido al plano literario, al menos directamente, a pesar de que el placer o el dolor que ese hecho haya producido lo haga inevitablemente memorable. El nacimiento de mis hijos; la primera vez que vi una nevada en el Moscú de 1988; mi primer viaje a España y el reencuentro con mi mejor amigo, emigrado muchos años antes; la primera visita al Alhambra en 1998; el día que Judith aceptó ser mi esposa, hace ya 24 años; la contemplación de la Torre Eiffel por primera vez; la emoción cuando escuché a un poeta ruso recitar a Pushkin, sin saber yo una sola palabra de ese idioma; el abrazo y la sonrisa de mi abuela la víspera de su muerte; la primera vez que mi padre no me reconoció, destruido por la larga enfermedad que lo conduciría a la muerte; una bandera cubana ondeando en una fría plaza de Brujas; una canción de Silvio coreada por jóvenes españoles en el Parque El Retiro en Madrid; la primera vez que mi hija Amaia leyó en público un poema que le escribiera; y algunas otras cosas, más íntimas, que prefiero no publicar.
Estudiaste Filología, una carrera por la que, hoy por hoy, en Cuba los jóvenes no se interesan mucho. Relátanos brevemente cómo fue tu paso por la universidad; cuáles crees que fueron las fortalezas de los planes de estudio y cuáles sus carencias.
No estaba en mis planes estudiar Filología. Dada la pésima preparación vocacional en el preuniversitario, debo confesar que apenas conocía esa carrera. Quería estudiar Periodismo, tenía el promedio requerido y cumplía los parámetros exigidos entonces, de forma que ni me interesé por otra especialidad. No contaba con que ese año no otorgarían plazas a Matanzas. Quedé absolutamente consternado. Tenía diez opciones para estudiar en la Universidad y no me interesaba ninguna. Estuve a punto de pedir una carrera de Economía o Estadística, solo porque se estudiaba en Alemania y era una forma de escapar de mi frustración.
Un antiguo profesor de Literatura de Jovellanos al que le confesé lo ocurrido me informó sobre la carrera de Filología y me alentó. Luego, mi amiga Charo Guerra, que me guardaba sus libretas de apuntes de su primer año de Periodismo, terminó de convencerme. Me animaba la posibilidad de estudiar en la capital y participar de las ventajas de la vida cultural allí, inéditas para un pueblerino como yo. Y entonces sobrevino la otra sorpresa: por primera vez los matanceros estudiarían Filología en la Universidad Central de Las Villas. No me decepcionó, sin embargo, el encuentro con Santa Clara, y mucho menos la universidad, una de las más lindas del país. Guardo los mejores recuerdos de esa etapa de mi vida. Conservo amistades que allí nacieron, y el recuerdo de nuestros profesores, sus enseñanzas y consejos, me han servido hasta hoy. El cariño del que han dado muestras sus ex discípulos, tras tantos años de graduados, revela una capacidad pedagógica superior.
El programa de estudios de entonces de la especialidad de Literatura Cubana me parecía muy tentador y algunas asignaturas tenían el atractivo de contar con profesores de larga experiencia y respetable personalidad, como Ordenel Heredia, Hernán Venegas y Arnaldo Toledo, por solo citar tres nombres, y otros más jóvenes, pero no menos capaces, con los que logramos mantener una relación incluso camaraderil.
El programa obligaba a volúmenes de lectura prácticamente imposibles, distribuidos entre conferencias, seminarios, trabajos escritos, que impedían muchas veces abordajes más profundos, pero los interesados terminábamos motivados y conseguíamos leer más tarde la mayoría de lo recomendado, aunque ya hubieran pasado las evaluaciones.
Tras graduarnos y pasar a la vida laboral, muchos lamentamos la inexistencia de talleres de edición de textos, encuentros con escritores contemporáneos y otros tantos no tuvieron en toda la carrera participación en talleres literarios, por ejemplo, que sería una actividad muy común luego entre los egresados. Por mi vocación poética participé en el taller literario de la universidad y esa experiencia fue de gran utilidad en mi desempeño profesional.
El perfil ocupacional de los filólogos, aunque en teoría parecía bastante generoso, era ya en la mitad de los ochenta muy limitado, y muchos egresados terminaban como profesores de preuniversitarios internos, asesores de programas radiales, instructores de Literatura en modestas casas de cultura, y en numerosos casos, en entornos muy poco favorables para la lectura. Sin embargo, otros, los de vocación más sostenida, lograron trabajos muy destacados y originales.
Hoy, con la grave crisis del país, la precariedad material de las instituciones culturales, el déficit de publicaciones impresas, entre otros problemas, los retos son mayores y los incentivos muy discretos. Pero he considerado siempre que la vocación se impone y hay otras satisfacciones que nunca ofrecerá el dinero. Al final es un problema de elecciones.
¿Cómo era el ambiente cultural de Matanzas cuando comenzaste tu vida literaria?
Al egresar de la universidad, en 1985, me ubicaron nada menos que como jefe del Departamento de Literatura de la Dirección Municipal de Cultura de Matanzas. Estaban conscientes de que aquel nombramiento era una violación, porque estaba recién graduado, pero, al parecer, faltaba personal calificado o interesado. Así que asumí, a sabiendas de que había plazas mucho menos atractivas entre las opciones.
La vida cultural de la ciudad me deslumbró; nunca había tenido la oportunidad de experimentarla, porque vivía en un municipio. Pasé de Santa Clara a Matanzas, entonces, como de una fiesta a otra. Y tuve dos primeros anfitriones de lujo: Charo Guerra, mi amiga y compañera de estudios del preuniversitario, y Alfredo Zaldívar, que desde el primer día me abrazó con toda su sapiencia y generosidad, y me ofreció la Casa de Ediciones Vigía como centro de aprendizaje y despegue de la actividad literaria.
No tardé mucho en desprenderme del cargo impropio asignado, aunque cumplí cabalmente mi tarea, y me fui a trabajar en Ediciones Vigía, que aglutinó desde el inicio todo el talento cultural de la ciudad, y que tenía un enorme poder de imantación para el resto del país. No tuve mejor escuela. Gracias a estos dos amigos y a los muchos que sumé a partir de esta fecha, mantuve una vida muy activa y disfruté de un ambiente incomparable en términos culturales. Literatura, trova, música de cámara, artes plásticas, teatro, cine… No sé si me traiciona la nostalgia, pero no recuerdo una etapa tan febril en mi vida profesional hasta muchos años después.
Mi paso por Matanzas decidiría, en buena medida, mis derroteros como escritor y como promotor cultural y esa deuda la asumo con mucho orgullo, porque es mi ciudad natal y los matanceros somos fieles.
¿Tu trabajo en bibliotecas públicas lo asumiste como un perfil ocupacional posible como filólogo? ¿O cuando estudiabas la carrera pensabas que tu vida laboral tendría otra orientación y al insertarte en una biblioteca te sentiste defraudado?
Ya comenté de mi fascinación por las bibliotecas desde mi niñez, de forma que me parecieron siempre una opción laboral muy atractiva y honorable. Dirigí la Biblioteca Municipal de Puerto Padre y luego la Biblioteca Provincial de Las Tunas, y fueron experiencias muy importantes para mi vida. Desde ellas propicié un acercamiento de los escritores y otros artistas a esas instituciones y los hice partícipes de proyectos culturales muy diversos, que consiguieron reconocimiento social y que hoy muchos recuerdan con orgullo. Luego laboré, durante catorce años, en la Biblioteca Nacional, y allí desempeñé numerosas funciones, la mayoría con mucha pasión. He mantenido un vínculo afectivo con ese centro hasta el día de hoy.
En una ocasión la Biblioteca Nacional de Colombia me invitó a impartir un taller de escritura creativa. Mi contrapropuesta fue dar un taller de lectura creativa, partiendo del principio establecido de que un buen lector no tiene que ser necesariamente un buen escritor, pero un buen escritor no podría de ningún modo dejar de ser un buen lector. ¿Qué piensas sobre esto? ¿Cómo se ha dado en ti el par dialéctico lectura-escritura? ¿El hecho de ser un promotor de la lectura, que tiene que dotar a los jóvenes de ciertas herramientas teóricas para la mejor comprensión de los textos, disminuye o acrecienta tu capacidad de disfrutar los libros en esa momentánea supresión de la incredulidad que toda obra de arte exige a su consumidor?
La lectura y la escritura han formado parte indisoluble de mi vida. Con los años uno tiende a ser más selectivo. Por mucho distanciamiento que se pretenda, es imposible evitar el ejercicio crítico frente al texto, y hay que discriminar, también por un problema de tiempo: no podemos leer todo lo que quisiéramos. En ocasiones, luego de una jornada de lectura, de revisión de textos propios o ajenos, escribir puede conducir al agotamiento. Así que, como casi todo, hay que lograr un equilibrio, porque ambas actividades se complementan. He impartido talleres y otras formas de promoción de lectura para grupos etarios muy diversos, y estoy convencido de que la creatividad es la clave del éxito de ambos procesos. Asumir la lectura y la escritura desprejuiciadamente, con espíritu explorador e impuesto de la condición multidimensional de todo arte, te libera en lo esencial de algunos esquematismos. El placer de la lectura tiene escalas, puede variar entre una y otra obra, entre una y otra edad, entre una y otra situación. Es un proceso que se enriquece continuamente.
Tu novela En la mañana viva o Tan cerca hemos dormido cuenta con tres ediciones. ¿El título es así o es que se ha publicado con ambos?
Ese fue el título original y así salió en la primera edición de Unión. Tenía la intención de sugerir una lectura desde dos perspectivas, las de sus personajes principales: Celso y Abelardo, heterosexual y homosexual, residente y emigrado, respectivamente; pero era una intención lúdica, porque la novela, justamente, pretende enfrentar esas y otras etiquetas. Las ediciones posteriores, de España y Guatemala, han preferido, con mi anuencia, el título Tan cerca hemos dormido, que parece más comercial, aunque mis bolsillos lo desmientan, pero que no traiciona mi propósito esencial.
Aparte de recibir el Premio Guillermo Vidal, que por su solo nombre es ya un honor increíble, por lo que ese autor tan querido significaba para mí, la novela me granjeó muchas simpatías entre lectores muy diversos. Recibí cartas y mensajes muy elogiosos y emotivos desde varias latitudes y algunas de las presentaciones que se hicieron en el país llegaron a ruborizarme. Fue mi primera novela. En ella traté de exponer, desde una historia muy cercana a mi generación, las complejidades de nuestra sociedad y las consecuencias, a veces irreparables, que los prejuicios pueden conllevar. Pero lo que defiende la novela, en definitiva, es el derecho a elegir.
A Puerto Blanco no llegan las lluvias es una novela pensada y escrita para el público infantil. ¿Habías tratado antes, como escritor, con este segmento de público? ¿Qué diferencias hay entre el autor de En la mañana y el de A Puerto Blanco…?
Solo había publicado un cuaderno de poesía para niños. Escribí esa novela en respuesta a una solicitud de mi hija más pequeña, Amaia, que quería que le escribiera un cuento, pero que fuera largo. Nació pensando en niños como ella entonces —ya tiene 21— pero soñaba que fuera una lectura cómplice entre padres e hijos, como lo fue para nosotros. Mi estimado amigo, el escritor y periodista Agustín Labrada, que escribió una linda reseña sobre el libro, considera que no es propiamente una obra para niños, sino para todas las edades. Y debo admitir que la mayoría de los elogios han venido de los padres. El tema de la ruptura familiar es realmente doloroso, y visto desde la perspectiva de los pequeños, pareció interesar a los jurados que le otorgaron en diferentes momentos el Premio de la Ciudad de Matanzas y el Premio La Rosa Blanca.
En esta novela, como en Tan cerca hemos dormido, como en mi libro de cuentos La noche de Judas, como en mi más reciente novela, aún inédita, la familia cubana es el gran tema, con sus luces y sombras. Protagonista sin discusión de todos los avatares de nuestra sociedad; a ella dedico mi atención, con la esperanza de que los lectores posibles, de hoy y de mañana, puedan entender el protagonismo que le corresponde.
¿Qué hacer para que el en otros tiempos vigoroso movimiento de talleres literarios vuelva a cobrar importancia en la política cultural del país? ¿A qué se debe su estado actual, tan deprimido?
Quizás no tenga suficiente información sobre esto, pero presumo que muchos talleres literarios colapsaron por causas naturales. Ha habido demasiado esquematismo en algunos de nuestros propósitos culturales, alentados por políticas de masificación que estaban condenadas antes de nacer. Sin embargo, a lo largo de todo el país se mantienen y proponen modalidades diversas de agrupación alrededor de escritores prestigiosos, de instituciones especializadas, de bibliotecas y centros de información, de revistas y publicaciones digitales que, con propósitos afines a la escritura y a la lectura, han encontrado formas no convencionales, en medio de la crisis que afecta al país en todas las esferas. Llámense o no talleres literarios.
Comparte con nuestros lectores cinco poemas en los que crees que está el Carlos Zamora esencial. Lo mismo pueden ser textos publicados o inéditos.
Allá voy.
Razones
Porque mi nombre es oscuro
como la hondura del salmo,
porque toda fe que calmo
sigue escrita en el futuro
y no hay huella de mi duro
soñar. Porque nada queda
sino aferrarse a la veda
del corazón y ser casa
de otra luz, de otra amenaza.
Porque cedió ya mi rueda.
Diálogo
La oveja contempla el agua que le ofrezco. Sus ojos esperan la señal y no la martirizo: bebe despacio, atenta a las pulsaciones escapadas al oasis de mis manos, turbada apenas por mi rubor de complacencia.
Miro cómo desciende, al impulso de la sed, toda esperanza de infinitud. Se extinguen de su frente las gotas mínimas, los últimos signos de la necesidad. Y cuando parece marcharse, cuando el aire comienza a copar las paredes húmedas de mis palmas, ella desliza su lengua por los surcos rosados y siento que se ha desprendido en mis entrañas una víscera y que debo enmendarlo, porque ahí está la clave, el mensaje cifrado de la oveja.
Biografía
Las flores que olvido;
los nombres que tuve en otros labios;
el cuerpo
donde crecieron las palabras
como hierbas silvestres.
Huellas.
Sólo el corazón, al fondo.
Como un oscuro mástil
en tierra prometida.
Itinerario
Alcé la vara y dije: esta es mi vida
y comencé a calcular cada pisada.
Me cuidé del error
como del tifus, el ciclón o el oro.
Donde debí torcer me arranqué un tajo.
Pacté cada ventaja hasta llegar…
Pero nadie aguardaba.
Primera cita
He visto la nieve
susurrar el misterio
cuando todo caía sobre mí.
La he mirado vagar
del infinito al asfalto
al pie extranjero y mortal
al silencio.
He visto la nieve
en la noche de Minsk
desde un piso de hotel
salpicado de vodka y de adiós.
He visto la nieve
tejiendo mis huesos
casi a punto de hacerse familiar
su magnífica herida
su tentadora palidez.
He visto la nieve
sobre un hombro dorado
que olvidé.
Madrigal en la alhambra
para Judith
Fue la ruta del agua
que detuvo en mis ojos
la mañana.
O la luz del naranjo:
un beso anticipado
que me alcanzó,
sediento.
El grito ya de nadie, quizás,
que adopté
sin saber.
Tan oscura esperando,
tan huidiza
en tus alas de antes,
que no sabías
tenerme.
Fue una vez,
un descuido,
pero vi tus pisadas
y no supe volver.