Este año me tocaba cenar solo. Ya pueden imaginar. Lo de siempre. La familia dispersa por el planisferio, amores fracasados, etc.
Los amigos que quedan de este lado del mar me han insistido para que vaya a sus casas. Los alimentos que puedan procurarse, me dicen, por modestos que sean, tendrán mejor sabor en compañía. No he escrito “amigos” a la ligera. Es una palabra que tiene mucho peso para mí. La amistad es la única religión que profeso: esa amalgama de ternura, comprensión, solidaridad, complicidad, afinidades políticas y estéticas, sentido crítico, generosidad y admiración recíproca que se amasa con el paso de los años. La amistad no se construye con dogmas, sino con la constatación permanente del cariño.
Pero he declinado.
Mi ánimo sombrío encaja a la perfección en la tipología inicial del pariguayo. El término viene de la expresión anglo “party watcher”, data de los años de la ocupación estadounidense a Santo Domingo (1916-1924), y se refería a aquel que no participaba en la fiesta, el que no bailaba, el que quedaba para cortar leva. Así es que me he excusado con unos diciendo que tengo ya una invitación de los otros desde hace semanas; y viceversa.
En cambio, he decidido convocar a un grupo de amigas escritoras a mi mesa imaginaria. Como es habitual en estos casos, haremos bromas, brindaremos con un optimismo que estamos lejos de sentir y terminaremos contándonos historias de navidades pasadas. Relatos sobre todo tristes, porque, entre nosotros, la Navidad es una celebración de cara al pasado, cuando la utopía parecía posible, y la discreta cena familiar nos sabía a gloria porque disfrutábamos a tope del calor de los seres que amábamos, todos al alcance de un abrazo.
Son once escritoras cubanas que irán de la mano de once artistas nuestras. Textos e imágenes no se ilustran, se acompañan con idéntica jerarquía, se reflejan como dos espejos enfrentados. Los testimonios fueron escritos expresamente para OnCuba; las imágenes las tomé —con el consentimiento de las autoras— de mi archivo, pues a todas les he dedicado un espacio en De otro costal, mi columna de cada semana.
Y aquí los dejo para que puedan leer, con la misma fruición que yo lo he hecho, este puñado de memorias.
Tengan todos y todas una Navidad feliz, con honda y serena alegría.
Diciembre sin ti
En mi casa no creemos en nada, pero lo celebramos todo; y un festejo que incluye luces, comida, feriado y un poco de reconciliación (aunque concluida la cena familiar volvamos a ser perros y gatos) nos gana. Jamás hemos tenido arbolitos, porque nos parece inútil comprar algo artificial carísimo para usarlo apenas un mes cada año, y más talar un árbol para tales propósitos, aunque vivamos en la Isla de Pinos. Lo que hacemos siempre es colocar los bombillitos de colores, que reciclamos de diciembre a diciembre, en la mata de mamey del patio, debajo de la cual cenamos, con el sonido de los grillos como villancicos.
No vamos a misa, aunque sí hay gallos en nuestra fiesta, que se trepan a la mesa para picotear el congrí, y también celebramos el cumple de Jesús, el tío que ya va para sus 75 estacas, como dice él. No nos regalamos nada porque todo está muy caro, y tenernos es el mejor presente, aunque ya mi mamá anunció que le gustaría una lavadora nueva, porque la vieja está con un “taka taka rarísimo”. No elaboramos ningún dulce navideño porque, desde que recuerdo, en mi casa se hace uno cada domingo, y con lo mala que está las cosa y para ser una familia de diabéticos, mantener más de una tradición que lleve azúcar es demasiado. Si coincide Navidad con un domingo, pues entonces matamos dos tradiciones de un dulce.
Tampoco nos atormenta no tener ese día algo especial para cocinar. Cenamos lo que sea: un puerco entero asado en púa o un pollo flaco de esos que han crecido en el patio comiendo cualquier cosa, pero juntos. Esto último parece sencillo, pero no lo es. Solo sucede dos veces en 365 días, y una es Navidad. El resto del tiempo se come cuando se tiene hambre, cuando se llega, a la hora que se puede, en el cuarto, viendo el televisor, alternando un bocado con un vistazo al celular o de pie frente al fogón, de la misma olla y a deshora.
En Navidad es distinto. Dejamos a un lado las pantallas, comenzamos a degustar los manjares de Rosa casi al mismo tiempo, nos alcanzamos los platos para que todo el mundo coma de todo, le dejamos la última ración de algo a alguien a quien sabemos que le gusta mucho, y nos apretamos las manos, y nos abrazamos, y nos perdonamos, y nos decimos cuánto nos queremos con la franqueza y la intensidad de quien sabe que va a tener que pasar otro año para volver a hacerlo, y que quizá ya no podamos.
Pero esta Navidad faltará un plato en nuestra mesa, como miles en los hogares cubanos. Nos faltará la alegría de mi sobrino y su curiosidad insaciable por el viejo gordo del trineo que les regala los mejores juguetes a los niños que más tienen y los peores, y a veces ninguno, a los que no tienen nada; y habrá que romper la promesa de no mirar el celular mientras se cena porque vamos a querer escucharlo, entre felices y llorosos, hacernos los cuentos de su travesía hacia el país de los arbolitos, y preguntarnos por los amigos que dejó acá, a quienes les está guardando un saco de manzanas porque el tal “Santicló” no les trae nunca nada.
Yuliet Pérez Calaña
Granma, 1986. Periodista y narradora. Autora del libro Una guagua es un país (Ed. Áncoras, 2022) y coautora del audiolibro Lecturas colectivas del Código de las Familias. Sus relatos han sido incluidos en las antologías La orilla del alma y Objetos textuales no identificados: narrativas emergentes en los nuevos contextos digitales en Cuba. Vive en la Isla de la Juventud.
Mentira
Era una Navidad sin nieve, luces, ni regalos. Una Navidad caribeña, que no cumplía otro requisito que despedir un año y celebrar el triunfo de algo que jamás compartí.
Estaba empleada como recepcionista en un lago embrujado y fotogénico de la Ciénaga de Zapata, donde las propinas y el invento me permitían vivir decorosamente, aunque con un miedo crónico a la policía. Me tocaba trabajar albergada 30 y 31 de diciembre, y primero de enero. Saldría el 2, cuando de los festejos solo quedarían las historias.
Intenté conseguir que alguien me cubriera el turno, pero todos tenían planes de celebrar en familia.
Amanecía el 31 de diciembre de un año cualquiera y lejano cuando me dispuse a hablar con el gerente y decirle que tenía un enfermo en casa. Lloré, en una convincente actuación nivel Óscar. El gerente, que era mi amigo de muchos años, se conmovió tanto que decidió llevarme en su carro hasta mi casa.
Eran las 6 de la tarde cuando llegamos. Todos estaban para el hospital con mi hija, que había sufrido un ataque de asma. Sentí una extraña presencia y un sentimiento de culpa que me dura hasta el día de hoy. Ella, mi hija, no lo sabe. Le pido perdón.
Ana Ivis Cáceres
Sancti Spíritus, 1972. Poeta. Sus últimos libros publicados, Los años del insomnio y Almost 90 Days, aparecieron en 2023 con los sellos de las editoriales Dos Islas y Primigenios, respectivamente. Vive en Miami, Florida.
A mí lo que me gusta es el mango
A mi familia, entre la distancia y los olvidos.
En mi familia nadie decía Navidad, jamás escuché esa palabra. Nada de celebraciones, conmemoraciones o festejos: la fiesta de fin de año y punto. Era el momento en que abuelos, tíos, primos, primos segundos, terceros y hasta novenos, aprovechaban la certeza del puerco asado por mis tíos Julio y Armando en el horno de la panadería de Unión de Reyes (la que una vez había visitado el Che y comprobada in situ que allí se “elaboraban” las mejores galletas de la provincia) y caían por la casa de mi bisabuela Marcela. La comelata, las garrafas de vino de arroz que hacía mi abuelo Merejo, las cajas de cerveza en los tanques de cincuentaicinco galones y los buñuelos con malanga amarilla y dulce de coco de mi abuela Alfonsina Dulce María… La gloria misma…
Tampoco recuerdo que se hablara del arbolito de Navidad. En la casona de mi maestra de piano y canto sí exhibían un pino ENORME, lleno de bombillas medio despintadas. Pero allí era lógico que hubiera un árbol, con el nacimiento del Niño Jesús entre algodones, porque la familia de mi maestra era de la jailai, con primas que le mandaban cosas de afuera. Seguro que entre ellos comentaban que eso era celebrar la Navidad.
Por eso me puse tan contenta cuando mami me regaló una manzana en un fin de año de un año que ya no recuerdo. Una manzana, como si yo también fuera de la jailai. Rojísima. Traída de “allá”. Sentía (siento) su peso en la palma de la mano izquierda.
Lo primero que mami me advirtió fue que no saliera del cuarto, que solo era esa y éramos muchos chiquillos para compartir. Como buena hija única, léase obediente y tacaña, me quedé a solas con la fruta. Dios y yo sabemos cuánto disfrutamos mi manzana y yo. Me puse un cintillo en la frente, a modo de corona y le hablé al espejo de la cómoda. Que yo era Blancanieves y me iba a hacer la dormida para que el príncipe me diera un beso en la boca y poder respondérselo. Que esa era la fruta de la gente rica, la de Doña Bella, la de la telenovela brasileña (¿o lo de ella era el maracuyá?).
No sé por cuánto tiempo actué frente al espejo. Pero, ¡oh decepción! Cuando mami regresó, me encontraría desecha en lágrimas. Solo una mordida bastó para que aún hoy no me interesen ni un tantico así las insípidas manzanas. A mí lo que me gusta es el mango. Y que mi familia vuelva a reunirse, por Navidad o fin de año, da igual el nombre. En fin, creo que una guajira como yo no está preparada para ser de la jailai.
Maylan Álvarez
Unión de Reyes, Matanzas, 1978. Escritora, editora, periodista, promotora literaria, esposa y madre. Ha publicado más de una docena de libros en diversos géneros. Desde la ventana del lugar donde escribe puede verse el mar. Vive en Matanzas.
Inventarse la alegría
Cuando a mi abuela materna, hija y nieta de terratenientes, sus padres la obligaron a elegir entre la familia o su novio, un joven pobre y “sin futuro”, ella, la persona más generosa que he conocido, eligió al novio y se fue de la casa paterna, llevándose consigo muy poco: alguna ropa, fotos familiares y una caja con adornos de un árbol navideño.
Muchos años después, mi hermano y yo, rebuscando en las gavetas de su escaparate, descubrimos, extasiados, bolas brillantes de múltiples colores y curiosas figuritas de barro que representaban animales, personas, montañas, casas… Para nosotros, niños que desconocíamos lo que era la Navidad, que no habíamos entrado jamás a una iglesia, que ni siquiera habíamos sido bautizados, eran solo objetos peculiares, una fiesta para nuestra imaginación y nuestros sentidos. Navidad era en nuestra isla, en aquella lejana década de 1970, una palabra ajena, prohibida.
No fue hasta mucho tiempo después que entré a una iglesia. Era finales de diciembre de 1994, un año terrible en el que andaba, como casi siempre por entonces, desorientada y triste. Recuerdo que pasé por esa esquina casualmente, y me atrajeron los cánticos que provenían del interior de aquel sitio. Entonces entré y me gustó la alegría de la gente, el olor de las flores, ese hálito de misterio que parecía adueñarse de cada espacio vacío, los santos que, desde sus altares, me miraban implorantes con sus ojos vidriosos, como esperando de mí el milagro. Y me quedé. Me sentía arropada por aquellas personas que tenían fe, una especie de alegría en sus corazones. Porque en 1994, a pesar de todo, del éxodo de ese año, de la separación de las familias, de los muertos en el mar, de las desprovistas mesas, en mi Cuba aún existía la alegría, cierto atisbo de esperanza.
Han pasado muchos años desde aquellos lejanos años, y los adornos de Navidad que abuela conservaba como un tesoro fueron desvaneciéndose en el tiempo, entre el polvo y el olvido. No supe resguardarlos. Ahora, mientras escribo esta crónica, pienso en todo lo que nos fue negado a mi abuela, a mi madre, a mí. Pienso que a las tres, de alguna o de todas las maneras posibles, nos robaron la Navidad. Será por eso que los diciembres tienen para mí un sabor agridulce, y me remontan a mi infancia de invierno y llovizna, a mi abuela y su orfandad a destiempo, a aquellos adornos que guardó, tal vez como la única certeza de que había existido su niñez.
Pienso, también, en el árbol de Navidad que jamás tuve, en los viejos de mi barrio que han ido muriéndose, y de los que no pude despedirme porque la vida, tan impredecible, me empujó hace casi tres años a esta islita lejana en medio del Atlántico, que se llena de árboles gigantes, luces y guirnaldas cada diciembre, donde todavía existe la alegría y cada fin de año es una fiesta de colores, de bombillos parpadeantes en cada esquina, de entusiasmo, esas cosas desconocidas, nuevas para mí.
Me encanta ver felices a los otros y, no sé, pero me he animado a poner un árbol de Navidad este año en mi casa. Escogeré un pino bien verde que me recuerde a Cuba y sus campos, compraré luces preciosas, adornos de todo tipo, muchas bolas de colores, una estrella, un pequeño belén. Será mi homenaje a mi abuela, a mi madre, a mí misma. Intentaré, ¿por qué no?, ser feliz debajo de un cielo ajeno, lejos de casi todo lo que he amado. Abriré mi corazón y agradeceré en silencio a Dios por aquellas navidades de 1994 que me permitieron conocer la esperanza, por estas otras navidades de 2023 en que soy tan igual y tan distinta. En definitiva, hay que desdramatizar, aprender a romper ciclos, inventarse la alegría.
Yanira Marimón Rodríguez
Matanzas, Cuba, 1971. Poeta y narradora. En proceso de escritura se encuentran su poemario Mientras espero el alma y su libro de cuentos La muerte solo llega los domingos. Reside en Las Palmas de Gran Canaria, España.
Jesús nació en Catia
Estrella de un árbol inalcanzable, para los niños cubanos de los 80 la Navidad era un evento hermoso y ajeno. La veíamos en las películas, era la fiesta que abuelas y padres —que vivieron las últimas navidades en 1959— recordaban con nostalgia. La Navidad pasaba en otra parte, pasaba afuera. En mi caso, además, ni hablar de relacionarla con Cristo. De la fecha de ese nacimiento me enteré el 24 de diciembre de 1992, a los 12 años, cuando una amiga y yo entramos a la iglesia del Carmen, en La Habana (nos había dado por eso), decorada para la ocasión. Sorprendida, pregunté a qué se debía tanta fastuosidad.
Tuve que irme a Venezuela para poder disfrutar de mi primera Navidad con “todo” lo que implica. Entre comillas, porque lo que celebra tiene su origen en lo precario y porque ese todo, recién llegados, todavía no estaba a nuestro alcance. Entonces era una chispa en el aire, un ajetreo de luces. Eran los arbolitos y los nacimientos, que parecían más un cerro caraqueño que un pesebre en Belén. Era el olor de las hallacas y del pan de jamón; la cruz del Ávila encendida, ese paisaje decembrino que luego se haría invariable en mi ventana.
Fueron varias las casas por las que pasamos antes de que pudiéramos encontrar un hueco que sentir como nuestro, esa peregrinación propia de la primera etapa de la emigración. No hablaré ahora de las traiciones y las falsas promesas que son también parte de esa primera etapa. El 24 de diciembre de 1993, a poco más de un mes de nuestra llegada, finalmente nos instalamos en un pequeño anexo. Arriba, vivía otra familia cubana, también recién llegada. Mi primera nochebuena la pasé con ellos, en casa de unos vecinos venezolanos que ya eran sus amigos y que amablemente nos dieron cobijo. Hubo comida, hubo baile y hubo música. En conclusión, hubo comunidad y comunión. El fin de un peregrinaje y la llegada de un (re)nacimiento.
Ahora vivo en el país de los jingle bells y las piyamas navideñas combinadas, en una ciudad que reúne a mi comunidad de origen, pero la Navidad para mí siempre será venezolana. No puedo evitarlo. Jesús sí nació en Catia.
Kelly Martínez-Grandal
La Habana, 1980. Poeta, ensayista y narradora. Ha publicado los poemarios Medulla Oblongata (CAAW Editores, Miami, 2017) y Zugunruhe (Katakana Editores, Miami, 2020) y el libro de cuentos Muerte con campanas (Suburbano Editores, Miami, 2021). Vive en Miami.
La Navidad me sabe a algo crudo
Mi papá nació en 1937, y durante algunos años fue el responsable de que en mi casa se montara un arbolito indígena con artesanías huicholas: bolas y campanitas de pajillas tejidas, estrellas de barro cocido, pintadas a mano. Nada de “nacimientos”, porque mi papá es ateo.
Durante su infancia, la Navidad era un privilegio de otros, no del hijo-de-una-cocinera-doméstica-viuda-de-un-comunista.
Mi mamá nació en 1957, y recuerda algunas navidades. Las uvas, las manzanas, la familia reunida. Es de los pocos recuerdos nítidos de su niñez. Una familia grande, unida y amorosa en torno a una ocasión cuyos posos de religiosidad quedaban fuera de la ecuación.
A los hijos de un modesto-matrimonio-en-la-Habana-recién-llegada-a-una-nueva-edad-de-la-inocencia les gustaban las uvas, las manzanas y las fiestas.
Yo nací en 1983, y ya no recuerdo uvas ni manzanas. El único feriado era el primero de enero, y su significado escapaba por completo al espíritu navideño. Era el aniversario del triunfo de la Revolución. Recuerdo las consignas “31 y palante”, “32 y más palante”… y hambre. Hojas de col con azúcar prieta en años ingratos de bicicletas chinas y pasta de oca. Aquel Cerelac que nunca pude digerir.
En una ocasión alguien me dijo que, si me tapaba la nariz y mordía una papa cruda, sabía a manzana. Desde entonces, las manzanas me saben a papas crudas.
La Navidad me sabe a algo crudo, algo que no fue cocido con amor en mi educación sentimental. No fue cocido de ningún modo. Es algo que mastico con la nariz tapada, para que la papa cruda se sienta como una manzana.
Mis hijos nacieron en 2016 y 2019, respectivamente. Las uvas y las manzanas las vendían primero en CUC y luego en MLC. Los hijos huérfanos-de-la-justicia-social-prometida carecen de ciertos privilegios en una sociedad “con todos y para el bien de todos”.
La Navidad vive en otro lugar. No es hija de mi tierra. Es un pedazo de tierra arrancado, una errante isla de lotos. Quienes arrancaron la Navidad de mi país ya despachan directamente con el Dios cuyo nacimiento se conmemora el 25 de diciembre… o celebran las navidades en otras tierras del mundo.
Aquí, en Cuba, Jesús de Nazareth tendría que volver a nacer.
Liliam Ojeda
La Habana, 1983. Cantante, actriz y dramaturga. En la actualidad ensaya la obra Robin, de Reinaldo Montero, con la Compañía El Cuartel. Vive en La Habana.
Postal
Durante mi niñez las navidades fueron celebraciones pobres y discretas. O nulas (nací en 1962). En mi experiencia asocio una de esas festividades a la angustiante crisis de conciencia de mi padre, quien, obedeciendo al mandato de un ser imaginario, preparó una hoguera en el patio para quemar misales, imágenes religiosas y, simbólicamente, poner fin a viejos moldes. Tan perturbado estaba que no le importó que mi hermano y yo saqueáramos su bolsa de avellanas de la buena suerte.
Convertido en obediente soldado del Detective siberiano (obsesionado con ese libro de un autor soviético), dejó de venerar a San Juan Bosco, a San Judas Tadeo, a Jesús, a María y al Espíritu Santo, y nunca más habló del colegio de curas. A duras penas, rescatamos de entre las cenizas algunas medallas de plata y calamina que se resistieron al fuego.
Esta vez iría él mismo tras la suerte, cansado de que no llegara invocándola con avellanas húmedas y rancias, ni con su largo repertorio de oraciones. Aquel capítulo cerraba las pocas navidades que habíamos tenido en familia, todas sin luces, sin brillo y sin el niño Jesús en el pesebre. Ahora, para colmo, faltarían historias que dejaban en nosotros el misterio inspirador y la alegría de la palabra buena. La Navidad fue, en esa etapa: silencio, extrañeza, recogimiento.
En 1979, con 18 años cumplidos, desde la libertad de la residencia estudiantil de 12 y Malecón, en El Vedado, reencontré las luces danzantes de la Navidad que mi padre nos prometiera alguna vez. Sin provocarme ansiedad, el árbol llenaba el recuerdo de la ausencia: una de las pocas familias que vivían en aquel edificio mantenía esplendorosa la costumbre, a pesar de las rigideces ideológicas de los tiempos. Los jóvenes campesinos que disfrutábamos la modernidad de las 20 plantas, usábamos el ardid de marcar varias veces el número del piso (no recuerdo si era el 10) en la pizarra del elevador, solo para observar de lejos el escenario exótico que, en pacto de silencio, se abría generoso a nuestros ojos desde el recibidor.
Con el tiempo, gracias a Luis Lorente y a la tradición cristiana de su familia, tuve la oportunidad de conocer y compartir durante veinte años las auténticas navidades que honraba con devoción monseñor Jaime Ortega, rodeada de personas muy queridas, música, lecturas, relatos, risas, bendiciones: Nancy y Ramón (e hijas), Lourdes (e hijas) y Amaury, Hortensita, Lucía y Padura, Luis, María, las monjas del Arzobispado, monseñor Polcari y, en algunas ocasiones, los padres Pepe Félix y Yosvani Carvajal. Aquellos encuentros reformaron algunas huellas de mi alma.
Hoy conservo esa postal de Navidad como un escudo. La represento para mí en forma de mural apaisado, lleno de múltiples nacimientos y testigos. En alguna de sus franjas aparecen mis cuatro abuelos, tres hermanos, padres, primas y primos, tíos, sobrinos, amigos imprescindibles y sus propias familias que han sido (y todavía son) las mías… Incluyo una escena donde mi padre, lúcido ya, recibe la absolución de Jaime Ortega, hombre de fe a quien tanto debemos.
Charo Guerra
Limonar, Matanzas, 1962. Poeta, narradora y editora. Su más reciente poemario, Limpieza de sangre, se presentará durante la Feria del Libro de La Habana en febrero de 2024. Vive en La Habana.
Las despedidas
Diciembre siempre traerá para mí ese sabor de despedida. Tal vez porque la Navidad es una fecha triste en la que, desde niña, he visto partir a una familia que comenzó siendo muy grande y que ahora se ha convertido en la de dos hermanas solitarias que cenan lo que se puede alrededor de una mesa donde solo mi cuñado y algunos amigos nos disponemos a festejar una fecha que obligatoriamente debemos celebrar.
Primero fueron mis primas. Su madre las alejó de nosotras bajo el pretexto de que el Gobierno iba a quitarles a ella y a su marido la patria potestad de sus hijas. Mi padre se apareció en casa de mis abuelos vestido de miliciano, lo que provocó la ira del resto de “desafectos” a los que yo no vería nunca más. Debe haber sido muy por el inicio de los años 60.
La Navidad era entonces una fecha sagrada. Mis primas jugaban, como siempre, con nosotras, mientras en la comida mi padre alababa el inicio de una nueva época que en los 90 sería para él una pesadilla. Fue también en diciembre cuando nos abandonó para irse a Miami. Había sido invitado por su hermana, la misma con la que sostuvo relaciones difíciles hasta entonces, al punto de suprimir todo contacto.
La Navidad, durante muchos años, estuvo casi prohibida, y cuando comenzó a celebrarse de nuevo parecía que todo era normal. No sabía que en otro de aquellos diciembres partiría también una de mis hermanas y, después, mi sobrino. Y un poco más tarde moriría mi madre, dejándonos a Elizabeth y a mí casi solas en el lugar que mucho tiempo atrás había sido la casa de todos.
La Navidad trae ese gusto de ausencias que no me deja disfrutar de la suculenta cena que prepara la única hermana que me queda en Cuba cada 24 de diciembre, y que se transforma en un escenario de luto, al menos para mí.
Marilyn Bobes
La Habana, 1955. Periodista, poeta y narradora. Dos veces premio Casa de las Américas por el libro de cuentos Alguien tiene que llorar (1996) y la novela Fiebre de invierno (2005). Su más reciente libro publicado es La aguja racional (Ed. Unión, 2016).
Día de la Liberación y el Desorden Absoluto
La última Navidad de mi papá fue la primera de mi hijo. Son tan similares sus rostros que la foto de ambos parece un montaje. No pudieron comer carne de puerco ni beber debido a la enfermedad de uno y la edad del otro. Su entretenimiento ese día, rodeados del ajetreo navideño cubano, fue ver películas infantiles.
El cuarto donde estaban sonaba como un lugar de niños. Cada vez que pasaba cerca los escuchaba reír. El bebé trataba de cantar y mi padre hacía retroceder el filme para volver a escuchar la canción de turno. Una y otra vez. Me di a la tarea de custodiar la puerta para que nadie los interrumpiera. Cuando alguien pretendía entrar, yo pedía que les dejaran tranquilos, e hice bien: al día siguiente Juan marchó al hospital y ya no regresó a casa con su nieto. Salió el primero de enero camino al cementerio, aumentando en uno los lutos superpuestos y nunca resueltos que mi familia carga.
Por eso no celebramos el fin ni el inicio de los años. Es una fecha que transcurre en silencio y total normalidad, como cualquier otra. Ni siquiera encendemos el televisor. Tratamos de ignorarla, de olvidar que existe. Cada quien escoge su modo de hacer luto, y el nuestro es ese, equivocado tal vez, pero nuestro. Mi hijo se encierra en su cuarto a escuchar música o se va a casa de su familia paterna.
Le hemos cambiado el destino a los días. Celebramos el 24 de diciembre con música, películas, comida y borrachera. Una Navidad que es fin de año, año nuevo, Día de la Liberación y el Desorden Absoluto. Es intocablemente familiar: nadie de nuestro minúsculo clan puede faltar y nadie tiene derecho a estar enlutado o a ser infeliz. Es como una catarsis, un renacer o un olvidar, gemelo del olvido que orquestamos el último día del último mes.
Hace un tiempo, conversando con mi hijo, confirmé lo que venía sospechando: para ese jovencito el año no empieza ni termina cuando debe, sino el 24 de diciembre.
Creo que ya va siendo hora de enseñarle algo distinto.
Yadira Álvarez Betancourt
La Habana, 1980. Narradora, profesora, bloguera y madre. Coautora de La Guadaña Universal: el códice (ciencia ficción, en proceso de publicación) e Historias de Vitira (narraciones fantásticas, Gente Nueva, 2017). Vive en La Habana.
El muro de los lamentos y una lluvia inesperada
Los primeros catorce años de mi vida, disfruté como solo pueden hacerlo los niños las esperadas vacaciones de diciembre. Ellas significaban la llegada de los primos, que venían de La Habana para esa única ocasión, el extraño arbolito de ramas espinosas y hojitas ovaladas que mi padre salía a cortar quién sabe en qué lugar de la costa pinareña, y que, una vez rociado con pintura plateada y puesto en una base, llenábamos con las esferas sobrevivientes de la perdida gloria navideña familiar, unas guirnaldas de luces con bombitas de agua que burbujeaban todavía por puro milagro, y un pesebre de yeso descascarado que hundíamos junto al tronco en toneladas de algodón.
Pero la maravilla de esa época feliz eran las delicias que todavía llegaban a la bodega como parte de una canasta festiva única en su especie: turrones españoles, dulces en conserva, cajas de tablitas donde empacaban el dulce de guayaba, queso, manzanas, uvas para tragar al son de las doce campanadas el 31 de diciembre y, sobre todo, ¡las nueces y las avellanas!
Sí, mi Navidad olía a empanadas rellenas de picadillo con pasas o con pasta de guayaba, y sonaba —más que a villancicos— al delicioso ruidito que hacían al romperse los casi esféricos frutos secos que eran (y todavía hoy son) mi añorado festín decembrino. Amé las avellanas que llegaron puntuales cada diciembre hasta que el Grinch nos robó la Navidad para inflar el sueño de la zafra más grande nunca vista en la historia. Y si los 10 millones iban (que no fueron) mis queridas semillas nunca fueron más. 1970, año fatal.
Un 24 de diciembre, unos cuatro años después, mis hermanas y yo evocábamos con nostalgia los días gloriosos de la pierna asada, las manzanas y el dulce de coco de La Conchita, sentadas en el suelo junto a la puerta de la cocina, abierta al pasillo largo y estrecho que separaba nuestra casa, construcción típica de la época de “las vacas flacas”, de la de los vecinos. Entre nuestra conversación y los oídos de Nené, el ángel del hogar de al lado, solo había un muro de un par de metros de altura. Fue entonces cuando dije que mi pérdida más sentida eran las avellanas y que habría dado cualquier cosa por volver a tener una sola debajo del martillo. ¿Cuál no sería nuestro asombro cuando de la nada comenzaron a llover avellanas sobre nuestras cabezas, en un cantarín surtidor que brotaba justo del otro lado de la tapia?
Valga decir que aquel inesperado regalo de Nené llevaba demasiado tiempo en una gaveta como para ser comestible, pero la intención es lo que cuenta. Es la prueba más convincente que tengo para seguir creyendo en la magia de la Navidad.
Norma Quintana
Pinar del Río, 1956. Poeta. Durante más de dos décadas se ha dedicado a la investigación literaria y a la docencia universitaria. Sus poemarios más recientes son De pólvora y jazmines (2014) y Memorias de mis días (2018). Vive en Chetumal, Quintana Roo, México.
Yo me quiero ir
Estoy en la isla de al lado a punto de romper mi canoa de volver. Ya no puedo pensar en otra cosa que no sea abandonar Cuba y con Cuba todo lo que hasta hoy conozco.
Hay un árbol gigante en el lobby de ese hotel y está lleno de guirnaldas, estrellas, luces que titilan sin razón. Nada me lleva a un lugar más absurdo, más imposible que un árbol de Navidad. Serán estos los días cuando más seré diosa taína e hija disciplinada de la colonia. Todo a la vez. ¡Me quiero ir! También tengo miedo de un viaje sin ti. Tú, llorando en la isla de al lado, en este raro lugar para vivir 2005 y su Navidad.
Salgo. Necesito aire de mar.
De pronto Santo Domingo se me antoja más bonita que La Habana; pero no podré decirlo. Santo Domingo de luces prestadas. Colonizada como yo. Santo Domingo/árbol navideño también se quiere ir. Se ha estado queriendo marchar de sí misma desde siempre. Somos dos.
Doy un salto y mi tía abuela está poniendo sus manos a modo de escalón para que pueda subir a la ventana del vecino y ver su árbol escondido. Todos en el barrio sabemos que lo pone en diciembre; pero como está prohibido él cierra las puertas y deja entreabierta solo una ventana alta. Mi tía quiere que yo vea el árbol iluminado, que me rinda a su magia proscrita cuando solo tengo seis años, es 1982, seremos cosmonautas en el 2000; pero yo igual y desde ya me quiero ir, aunque no sepa adónde.
Del árbol del barrio al del hotel en Santo Domingo hay un solo vaso comunicante y ese es mi deseo de rescatar a algunas personas y llevarlas a otra parte. Llenar la canoa con mi tía, mi abuela, mi mujer. Tres seres a quienes más adelante les pudriré el corazón con mi partida.
Ahora, que es 2023 y ya estoy haciendo las maletas de volver (maletas de café/aspirinas/sopas/pañales de adulto/gelatinas/natillas/jabones y jeringas) creo que nunca sabré qué pasó allí, en la primera “Navidad real”. Y es que entre el salto a la ventana del vecino y al vacío en la isla de al lado solo hay un par de guirnaldas falsas que mi madre compra la primera vez que nos dejan celebrar sin las puertas cerradas. Es 1997 y nos hemos hecho con un arbolito de madera y plástico que no alcanza un metro de altura. Mi tía abuela se emociona, el vecino abre las puertas y despliega su árbol gigante en medio de la sala. Mi novia, que entonces no lo es, me encarga otro árbol falso para sí. El Papa nos ha dado la bendición. Yo me quiero ir.
Es 2005 o 1982 o 1997 o 2023. Estoy en un aeropuerto seca de aguas y villancicos. Sin entender.
Mabel Cuesta
Matanzas, 1976. Escritora y profesora universitaria. Sus más recientes libros son In your face, papi. Arte, política y sociedad civil en Cuba (Aduana Vieja, 2022) e In Via in Patria (Rice University, 2016). Vive en Houston, Texas.