La Habana no está entre las ciudades más ruidosas del mundo. Santiago de Cuba tampoco. A los que vivimos afectados por la contaminación sonora en estas urbes nos cuesta trabajo aceptarlo. Aquellos que “alegremente” emiten cantidades ingentes de decibeles (dB) se sienten frustrados: mira tú, después de tantos años produciendo ruido, ni siquiera aparecemos en los récords…
Según Wikipedia, “ruido es la sensación auditiva inarticulada generalmente desagradable. En el medio ambiente, se define como todo lo molesto para el oído o, más exactamente, como todo sonido no deseado. Desde ese punto de vista, la más excelsa música puede ser calificada como ruido por aquella persona que en cierto momento no desee oírla”. Juzguen ustedes a los guagüeros devenidos DJ.
En documento emitido en el 2018, la Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que la circulación de vehículos terrestres no debería expedir más de 53 dB en horario diurno, mientras que en la noche no debería exceder los 45. Al referirse a espectáculos deportivos y musicales en locales cerrados o al aire libre, marca los 70 dB como el tope tolerable.
Según la propia OMS, por un máximo de ocho horas puede aceptarse hasta 85 dB. A partir de ahí los riesgos para la salud humana son notables. Pero si el nivel de ruido es mayor, podrá resistirse por menos tiempos. Digamos que 15 minutos diarios expuestos a un ruido de 100 dB es el tope recomendado.
Se han establecido algunas fuentes cotidianas de ruido y la cantidad aproximada de decibeles que lanzan al ambiente. El despegue de un avión, 130 a 140 dB; las sirenas de ambulancias, 120 dB; una obra en construcción, 110 a 120 dB; una sierra eléctrica, 110 dB; un equipo de música a todo volumen, 105 dB; un taller de carpintería, 100 dB; una motocicleta, 95 dB; y el tráfico denso en zonas urbanas, 85 dB.
Una conversación agradable se da entre 40 y 50 dB, pero una exaltada, en un espacio cerrado, alcanza los 70 dB. Esas cifras resultan polémicas, pues hay que tener en cuenta muchos factores para determinar el ruido, y no siempre los investigadores se ponen de acuerdo. Aun así todos convergen en la idea de que es tan perjudicial para la salud la magnitud del sonido como el tiempo de exposición a este.
La consultoría neoyorquina Citiquiet estableció el ranquin de las ciudades más ruidosas del planeta en el período 2018-2019. Una de ellas es Bombay, en la India (13 millones de habitantes1). El tránsito automovilístico y de otro tipo genera 100 dB. Los sonidos desproporcionados de los barcos mercantes ocasionan la muerte de mamíferos marinos. Otra ciudad india, Calcuta (4.5 millones de habitantes), debe su ruido de más de 100 dB a la concentración de fábricas.
La mayor fuente de emisión de sonidos molestos en Tokio (35 millones de habitantes) proviene de la construcción, mientras que Madrid (6.5 millones de habitantes) debe su escaño en la escala a los bares nocturnos, discotecas y restaurantes.
Nueva York (9 millones de habitantes) está sometida a un incesante estrés sonoro por el tráfico aéreo, el movimiento de vehículos automotores, la construcción, las alarmas y las sirenas policiales, de bomberos y de ambulancias. En Shanghái (24 millones de habitantes) anualmente se imponen más de 100 000 demandas por exceso de ruido.
En nuestra zona geográfica son campeonas en cuanto a contaminar acústicamente el ambiente: Buenos Aires (16 millones de habitantes), Ciudad de México (9 millones de habitantes) y Sao Paulo (12 millones de habitantes).
Ruido a la cubana
La preocupación de los cubanos por el exceso de decibeles vertidos al ambiente no es nueva. En fecha tan temprana como 1937, el historiador Emilio Roig de Leuchsenring proponía la creación de una liga para combatir el ruido que provocaban, entre otros emisores, tranvías, aeroplanos, automóviles, pregoneros y… radioyentes.2 Más o menos lo que sucede hoy.
La Habana (2 millones de habitantes) es mi ciudad, y a Santiago de Cuba (500 mil habitantes) la he visitado varias veces, siempre por motivos de trabajo. A La Habana la vivo, la disfruto y la sufro. Esto último debido a la falta de normas civilizadas de convivencia que se observan en un sector creciente de la población. Durante una década padecí una cuadra en El Vedado en la cual la contaminación acústica era tan densa que uno perdía la noción de cuál era su procedencia.
Obviamente, el ruido no tenía un solo origen. Podían escucharse de manera simultánea una sierra eléctrica, el martillo de un herrero, los motores de los carros que un mecánico arreglaba en plena vía, las voces de los vecinos que se “hablaban” de acera a acera y de acera a balcón, los cláxones de los automovilistas impacientes, los televisores y los potentes equipos que, más que sonar, vomitaban la música. Y eso cualquier día, a cualquier hora. Los jóvenes, con los bafles apuntando hacia la calle, competían a ver quién tenía, si me disculpan la metáfora, más testosterona acústica…
No era el único afectado en el barrio, pero sí era de los poquísimos que intentaba detener el bombardeo de decibeles. Estaban los que no se sumaban a la batalla por no buscarse un problema con los vecinos, y estaban los que no tenían la menor esperanza de que las autoridades mediaran de manera eficaz. Los relevo de la narración de las incontables veces que pude constatar que unos y otros tenían razones más que fundadas para no intervenir.
Las leyes que deberían protegernos de tales desafueros existen, pero falla su estricta observación, muchas veces porque las autoridades encargadas no consideran, y esto sí es gravísimo, que el ruido sea un problema. Van dos botones de muestra.
En una ocasión, sorprendí a un patrullero diciéndole a un escandaloso pertinaz que el “pesao” del tercer piso (o sea, yo) había llamado otra vez para quejarse. El “diálogo” se dio a gritos, sin que en ningún momento el indisciplinado bajara la música a niveles tolerablemente humanos.
Otro día, mientras realizaba mi caminata por el Malecón, un automóvil pasó derramando tal nivel de ruido que todo se estremecía a su alrededor. A un policía motorizado que estaba cerca le pregunté si eso que estaba sucediendo ante sus narices no era una alteración del orden público. Me dijo que sí, pero no se inmutó en lo más mínimo.
Las dependencias administrativas y políticas producen también una cuota no menor de ruido. Las ferias que se organizan en el centro de la ciudad (como las del Parque Lennon) atizan a los vecinos desde muy temprano con música. Los trabajadores de los agromercados descargan la mercancía de madrugada, sin miramientos de ningún tipo: parlotean a gritos, tiran cajas y accionan las bocinas de los camiones. Por lo regular, los clubes, teatros y salas de concierto tienen un nivel de audio casi intolerable, a lo que se suma la mala ecualización: los bajos se ponen a tope, y uno siente algo muy parecido a patadas en el pecho.
Durante la celebración de una edición de la Fiesta del Fuego en Santiago de Cuba, intenté hacer una llamada a La Habana desde el hotel Casagranda. Imposible escuchar. Desde el parque Céspedes atronaban los altoparlantes. La empleada de la carpeta me contó que la bulla le causaba náuseas, y que eso sucedía todos los años. Se habían quejado reiteradamente a los organismos competentes, pero, hasta ese momento, no tenían respuesta. Es difícil que el que emite ruido se sancione a sí mismo.
Nadie se enteró
El pasado 29 de abril, en medio de las medidas de aislamiento a causa de la pandemia, se conmemoró el día mundial de la lucha contra el ruido, instaurado en 1966. Puede que usted, sufriente lector interesado, haya reparado en la efeméride. Pero los otros, los que hacen miserable la vida de sus conciudadanos y los que deben reprimir a los corruptores de las buenas costumbres, no. Impedidos de salir a las calles, los habaneros tuvimos que calarnos, una vez más, los desafueros de nuestros vecinos imbatibles, que lo mismo comienzan a martillar a las cinco de la mañana que “revientan” el reguetón más largo del mundo, no sé si para que el Libro Guinness lo deje registrado.
Cuesta creer que, en una sociedad tan controlada como la cubana, las autoridades no puedan poner freno a la creciente contaminación acústica. Se trata de falta de educación, ya lo sabemos, pero la situación no está como para llevar el tema a Universidad para Todos, sino para acciones urgentes. Convendría que hubiera un número de la Policía Nacional Revolucionaria solamente para recibir las quejas de los ciudadanos afectados. Las campañas para erradicar los sonidos molestos no deberían quedar en los spots publicitarios. Hay que sancionar y mostrar a los infractores de manera ejemplarizante.
Existen barrios más ruidosos que otros, pero lo extendido es que, en cualquiera, puede haber cuadras inhabitables. A veces una sola familia es suficiente para alterar lo que debería ser el lugar inviolable donde descansan niños y ancianos, donde reponen fuerzas los habaneros laboriosos, donde se está en íntima comunión con lo que Marx y Engels llamaron “la célula fundamental de la sociedad”.
Todo lo que se haga para descontaminar la ciudad de sonidos indeseables es poco. Como tema ambiental, lo es también de salud. Creemos definitivamente la Liga contra el Ruido. Yo me apunto el primero.
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1 Todas las cifras de habitantes han sido redondeadas al alza.
2 Roig de Leuchsenring, Emilio. “El ruidoso problema del ruido”, revista Carteles, 1935.