En una ocasión el peruano Fernando de Szyszlo definió a la obra artística como una especie de asesinato. Se refería a la imposibilidad de atrapar en todo su fulgor las intensas visiones que preceden a la ejecución del cuadro. No importa el grado de maestría, siempre lo conseguido sobre la superficie sería un balbuceo. Tal vez el público y la crítica no reparen en esto, pero el autor sí, inmerso en un mar de insatisfacciones. Se trata de una frustración no paralizante, de un impulso que está en la génesis del acto mismo que volverá a repetirse.
Sobre este tema, y a lo largo de décadas, he conversado con Gilberto Frómeta (La Habana, 1946). Sus opiniones vienen avaladas por muchísimos años de laboriosa búsqueda, lo que le ha servido para ganarse un lugar de excelencia en el panorama del arte cubano contemporáneo. Él polemiza con Szyszlo:
“La pintura no se puede explicar; al menos, yo no puedo. La mayoría de las veces uno pinta para establecer un diálogo secreto con uno mismo, que nadie oye o ve pero que en ocasiones puede sentirse. Hay momentos en que el accidente, el ‘espatulazo’ mal dado en una dirección distinta a la pensada, o una salpicadura de otro color, pueden virar un cuadro patas arriba o convertirlo en otro mejor al que habíamos concebido. La pintura encierra un misterio que cuando te atrapa no te suelta por más que lo intentes; siempre, e ingenuamente, pensando en descubrirlo arrastras tu vida en ese empeño”.
Entre las actividades humanas que se revelan al paso convencional del tiempo, está la que supone la condición de artista. Existe para él un tiempo físico, lineal, de ejecución, y un tiempo de concepción; y existe, además, el tempo en que se mueve la obra, que es su modo esencial de ser, de transcurrir ante nuestros sentidos. Y ya sabemos que la pieza de mayor alcance estético no tiene por qué ser la más fatigosa en su elaboración, ni la más “pensada”. Acerca de estos asuntos intercambiamos Frómeta y yo por estos días de obligada pausa, a la espera de que pase la pandemia y todo vuelva a su cauce “normal” o a un cauce otro, ¿quién puede saberlo?
He escrito arriba “pausa”, y noto lo impreciso del término si de Frómeta se trata. Él no ha dejado de hacer lo que es su oficio y misión, dibujar y pintar, a la espera del 14 de agosto, cuando el Kendall Art Center reciba la muestra Abstracto continuo, que reunirá, además, obras de otros dos excelentes artistas cubanos: Víctor Gómez y Rigoberto Mena.
Quienes hayan seguido el trabajo de Frómeta puede que se asombren con el título de la exposición. Es cierto que durante muchos años fue un figurativo “rabioso”. Ahí se cuentan por cientos los cuadros que tienen como elemento visual base a los caballos, muy bien acogidos por público y crítica, y que le sirvieron, desde 1976, para explorar distintas estrategias compositivas y diversos temas. Son piezas minuciosas, “exactas”, de gran calidad en el dibujo, que los coleccionistas buscan, y en las que de tiempo en tiempo “reincide”.
Los caballos galopan un extenso segmento de su obra hasta el presente, mutando, ampliando el ámbito conceptual, enriqueciendo la propuesta. Aquellas plumillas que, como alguien señaló, poseen la virtud del silencio y la luz como protagonista, dan paso a calcografías de gran impacto por la dramática atmósfera que consiguen, a pesar –o tal vez por eso mismo– de sus reducidos formatos. En aquellas piezas, muy lento, comenzaba a surgir el color.
Frómeta halló en los caballos un tema, un motivo y una marca distintiva. Antes que él, ya Carlos Enríquez y Servando Cabrera habían tratado, entre nosotros, el tema equino, pero nunca con tanto verismo ni dedicación. Él ha dicho que lo que más le llamó la atención del animal fue la expresividad de sus ojos, que trasuntan cierto grado de inteligencia humana.
En 1986 el Museo Nacional de Bellas Artes acogió la muestra Pintura 1984-1986. En ella el artista exhibe un nuevo momento representacional de los caballos, ahora con un tratamiento más cercano al pop, a los recursos propios del cine; al mismo tiempo se inicia en el expresionismo abstracto, lo que sí constituyó una suerte de nuevo salto mortal en su trayectoria.
Quizás por la necesidad del color, en una obra que, hasta el momento, había sido monocromática y de composición muy contenida, los cuadros de esta etapa estallan a la vista del espectador. Son manchas que todavía sugieren al caballo, entrevisto en alguna de sus partes. Constituyen un verdadero ejercicio de libertad creativa y una evidencia más de que él no concibe otro compromiso que el que establece con la dialéctica de su pensamiento estético, siempre inquieto, siempre a la búsqueda de nuevas rutas por donde expresar su personal sensibilidad. En él la ruptura deviene oblicua expresión de continuidad.
Un paralelo curioso se establece entre la trayectoria de Frómeta y la del expresionista alemán Franz Marc. Ambos centraron la mirada en el caballo como motivo; ambos, por esa senda, arriban a la abstracción. Pero hasta ahí llega la semejanza, pues se trata de actitudes y resultados plásticos en las antípodas.
De 1988 es la muestra Gestos descompasados. Una colección de cartulinas en la que aparece, ya de plano, el lenguaje gestual, los efectos visuales –una suerte de materismo virtual–; incluye versos, se adentra en espesuras que hablan más a los sentidos que al intelecto. Hay en estas obras una fuerte referencia al mundo de los niños, a los trazos que anteceden el aprendizaje mismo de la escritura. Es como si Frómeta, cansado de someterse a rigores varios, dejara ahora que se expresase con libertad “el espíritu”, en práctica que podría parecer automatismo si no estuviera condicionada por muchos años de quehacer sobre la superficie y por un perfecto dominio de los recursos propios de su arte. Como los jazzistas, aquí el pintor improvisa, sin prejuicios, sobre una melodía conocida. Los animales ahora, bajo difuminaciones, aparecen remotos, sugeridos.
Imposible seguir al milímetro la dinámica secuencia de exposiciones de este autor, tanto nacionales como internacionales, no sólo por su gran cantidad, sino porque no todas –como es normal– marcan nuevos momentos. En muchas Frómeta se “revisita”, toma caminos que ya parecían abandonados y, con un pase de magia, los incorpora, como recurso, a sus preocupaciones de ese instante.
Probadas las armas en la abstracción, el recurso –hay quien considera que es un género– seguirá desarrollándose, ya sea en obras informalistas, ya sea como fondo a figuraciones que, otra vez, comienzan a renovarse. Muy interesante resulta la recurrencia al mundo de los carruseles. Si antes Frómeta dibujaba y pintaba caballos “de verdad”, ahora se trata de corceles de madera que rompen la sujeción al artefacto en que deberían girar por siempre. El ámbito de la infancia cobra otra presencia, que no es la del “garabato”.
Entre las cosas que aprendió el maestro con el ejercicio de la abstracción, una es que el tema, “el mensaje”, puede surgir a posteriori, y que la plástica, siempre que trata de transgredir las fronteras genéricas, de hacerse narrativa, fracasa.
Con el tiempo, la mixtura figuración-abstracción, sobre todo en lo que concierne al mundo de los equinos, va desapareciendo. A partir del 2001 Frómeta centra la atención en ese segmento que, según él, lo expresa con mayor fidelidad: lo no representacional. Vastos estudios de color, el pigmento aplicado con aerógrafo, empleo de dripping, grattage, acttiong painting, espátula, plana de albañil y cuanta herramienta o recurso venga al caso, se armonizan en entregas de diferentes formatos que tienen como denominador común –y esto suena raro si hablamos de informalismo– la cuidada factura y el hurgar en ignotas zonas del inconsciente, aún cuando el autor, valiéndose de títulos sugerentes, intente anclar la referencia en un campo discernible. Es el momento en que el materismo asume un papel de gran valor conceptual, ya sea por la incorporación de “objetos” al soporte, ya sea por el engrosamiento de los pigmentos aplicados.
En los últimos años la obra de Gilberto Frómeta marcha por una senda que él ha dado en llamar abstracción sincrética. Esta se nutre, tangencialmente, de símbolos presentes en la religiosidad popular cubana, los que integra, como un elemento compositivo más, al discurso: aspilleras que remiten a Babalú Ayé, cauríes como ojos, trazos de firmas de santería, Eleggua que se asoma entre lo tupido de la composición (¿el monte?). No son exaltaciones ni interpretaciones, ni siquiera apropiaciones del universo mágico insular. Se trata de imágenes de nuestra identidad subconsciente, a las que echa mano con todo derecho. Quien conozca ese mundo, “verá” más. Quien no, por ello no encontrará dificultad en degustar la suculenta pintura de Frómeta, maestro también de la sinestesia, pues sus cuadros provocan reacciones sensoriales que van más allá del sentido de la vista.
Arte abstracto del bueno el que podrá apreciarse en el KAC de Miami en agosto. Allá nos vemos… si el sars cov 2 no se opone…