No es una calle cualquiera. Lo he dicho antes: “Parte de la Plaza de Armas, a orillas de la Bahía de La Habana, y llega hasta Monserrate. Es nuestro principal boulevard y la arteria más carnavalesca de la ciudad, porque casi todo lo que sucede ahí tiene el claroscuro, el guiño del juego: ni los turistas que la transitan son tan ricos, ni los mendigos tan pobres, ni las muchachas tan ingenuas, ni el buscón tan inteligente, ni el policía tan perspicaz, ni el poeta tan triste… ¡Obispo! Que, para no ser menos, desde el siglo XVI se ha ocultado bajo varios nombres: Calle San Juan, de los Plateros, del Consulado”.
Para mí, y por casi dos décadas, Obispo fue también la senda de las artes y de la amistad. Allí se asentaron numerosos pintores, en una rápida reconversión de casas en talleres, luego de que el Estado cubano, en 1993, decretara la ley mediante la cual se despenalizaba la tenencia de dólares.
Amaba hacer el recorrido cada sábado. Al principio de Obispo, yendo desde el Parque Central hacia la Plaza de Armas, frente a La Moderna Poesía, estaba la casa de Roberto Fernández, ceramista acogedor y locuaz que disfrutaba mostrando su magnífica colección de arte contemporáneo cubano. Junto a los maestros de la vanguardia, los jóvenes maestros de entonces compartían cada milímetro de las altas paredes. Al lado de obras de Mariano, Amelia, Portocarrero, Sosabravo, uno podía apreciar piezas aún frescas de Fabelo, Pedro Pablo Oliva, Nelson Domínguez, Chocolate, y de otros artistas aún no establecidos, pero que el buen ojo de Roberto las señalaba como merecedoras de atención.
Cruzando la calle, tropezaba con los estudios de Jorge Luis Santos, Pedro de Oraá y Julia Valdés, tres abstractos de mucho calibre. Recuerdo las largas conversaciones con ellos —suerte de entrevistas impertinentes a las que los sometía— sobre técnicas, soportes y recursos expresivos.
Pedro es, además de uno de los más altos exponentes del concretismo cubano, poeta de la llamada generación de los cincuenta. Así es que con él la plática era doblemente gozosa. Hablábamos en esas tertulias distendidas de Loló Soldevilla, de la galería Color-Luz, que juntos fundaran en La Habana de 1957, del abstraccionismo geométrico; también de Escardó y Fayad, del conversacionalismo, de la traducción de poesía, del colectivo artístico Sardio y de Venezuela, que lo acogiera en un viaje por los años cincuenta. Pedro de Oraá parecía no tener prisa nunca. Esas esgrimas verbales podían terminar lo mismo en la mesa de un bar, entre alcoholes fatales, que en la inauguración de la exposición de algún colega, a las que acudía religiosamente por ver, pero sobre todo, por acompañar.
De ahí, si no quedaba “anclado”, me llegaba hasta la cuadra que limitan Habana y Compostela. En los altos de una casona de principios del Siglo XX, Orestes Gaulhiac pintaba, dibujaba y fumaba desde la mañana hasta casi entrada la noche. En los bajos de su estudio se congregaban artistas de varias generaciones, entre los que sobresalían Ernesto Estévez, Raymundo López e Hiremio García (Santaolaya).
En Obispo y Aguacate sobrevive el showroom de Ernesto Villanueva. Más adelante, doblando hacia la derecha por San Ignacio, justo en el número 154, tenía Rigoberto Mena su lugar. Allí solía encontrarme también con Luis Barroso, su representante, sonriente caballero del oriente cubano.
A Ronaldo Encarnación se le podía ver en la cuadra comprendida entre Aguiar y Cuba. Había sido un figurativo riguroso, pero en esos momentos abandonaba su zona de confort para explorar las sutilezas de cierto tipo de abstracción de mínimos recursos, con gestos informalistas y uso del collage. Entonces pensaba —lo sigo pensando hoy— que su trabajo está por descubrirse en todo su valor.
Eran muchos más los talleres. Alrededor del 2012 fueron desapareciendo ante la ofensiva de los vendedores de artesanía de dudosa calidad, que coparon los lugares. Lástima grande, pues ese boulevard era un punto de obligada referencia en una ciudad donde existe, con sus peculiaridades, la dinámica vida cultural propia de las urbes importantes. Quedan aún, en los altos del restaurante La Mina, en locales cedidos por la Oficina del Historiador de la Ciudad, los ateliers de cuatro artistas notables: Zaida del Río, Pedro Pablo Oliva, Ernesto Rancaño y Carlos Guzmán.
Gaulhiac
Orestes Gaulhiac (Santiago de Cuba, 1960) no recuerda con exactitud cuándo se afincó en Obispo. El torbellino del Período Especial, a partir de la caída del campo socialista, a finales de la década de los ochenta, no fue igual de duro para todos. Después de muchas décadas sin mercado del arte, la apertura al turismo extranjero propició que un sector numeroso de creadores visuales pudiera vivir con cierta holgura de su trabajo. Fueron años de aprendizaje vertiginoso, cuando figuras como el galerista particular, el dealer y el representante reaparecieron en franca lucha contra leyes y disposiciones inoperantes, dictadas por el afán de control estatal.
Entre otras prohibiciones, los artistas no podían comercializar su trabajo en los talleres, sino a través de las ferias y las galerías del Estado que, por serlo, se perdían en el entramado burocrático y en la ineficacia consustancial a estas instituciones de normatividad acartonada, lo cual obstaculizaba el flujo de las ventas. Por eso, además de crear, los pintores tenían que lidiar frecuentemente con un cuerpo de inspectores que, a ojo, podían determinar si se cumplía lo establecido. En caso de que no, entonces “procedían a retirarles el permiso para trabajar en esos espacios”, para decirlo con su mismo lenguaje.
El taller de Gaulhiac era amplio, con paredes altas, que mostraban piezas de reciente factura. Como es hombre inquieto, aunque fiel a sus obsesiones, muchas veces las obras parecían pertenecer a más de un pintor. Trabajaba por series a las que abandonaba y revisitaba constantemente, práctica que se mantiene hasta hoy. Y muchas veces la labor marchaba en espiral, por caminos superpuestos.
Se escuchaba música a toda hora, y se tomaba café, tantas veces como el cuerpo aguantara. La música, su hit parade personal, la “ponían” unos pocos cantores: Serrat, Sabina, Facundo Cabral y Frank Delgado. Café, el que hubiese.
Una de las cualidades de su trabajo es que no se puede clasificar por etapas cerradas. Entre todas las series, distingo las estampas campesinas, los circos, las muñecas “pasadas de peso”, las figuras zoomorfas y los reyes. Justamente a partir de este último segmento realizamos, en el 2005, la muestra Nobleza obliga, que tuvo por sede el vestíbulo del Hotel Inglaterra, en Prado.
Lo característico de la obra de Gaulhiac es la calidad del dibujo, que muchas veces pasa de soporte a protagonista de la pieza pictórica. Raya sobre la tela, utiliza elementos gráficos que contribuyen al suculento acabado. También lo distingue la capacidad de ternura. Sus personajes están mirados a través del prisma de la simpatía y de la compasión: mujeres peces que se aman con dolor, guajiros chagallianos que, aunque sin alas, no les está vedado volar; reyes severos y ridículos investidos por un poder que no emana de la utilidad ni del mérito, esperpénticos personajes de los “circos ripieras” que antaño recorrían la Isla de uno a otro extremo con sus ingenuos prodigios.
Obispo vuelve a “vaciarse” por causa del rebrote. Siempre que desando la calle en dirección al Floridita, me detengo un instante ante el edificio donde estuvo el estudio del Goly, mientras finjo escuchar la música que sale de la tienda de Artex. Es mi homenaje admirado a su arte y a nuestra amistad, que ha resistido los cambios geográficos, las veleidades de la política y la marcha corrosiva de los años. Después de tanta agua pasada debajo del molino, sigo atento a su labor, y me alegra confirmar que no vive Gaulhiac ajeno a las modas. Las conoce, aprecia sus hallazgos y tiranías, pero no las consume. No pinta “las cosas como son” porque no es realista; ni “como debían ser” porque tampoco es político. Las pinta como él está empecinado en creer que son, porque es artista.
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Nota
* La mayoría de los artistas mencionados formaron parte, indistintamente, de los proyectos Calma locura del color paciente. Veinte artistas cubanos rinden homenaje a José Luís Cuevas (México, 2010) y Bola viva. Pintura cubana de hoy (Colombia, 2012), ambos curados por el autor.
Gracias Alexis Fleitas por este articulo hermoso , que nos remonta con nostalgia a nuestra juventud temprana, cuando como guías del proyecto de la oficina del historiador recorrimos todos esos espacios y comenzábamos a apreciar el buen arte, y aún más nuestra maravillosa ciudad, y lo que también nos motivó a promover un recorrido de ” Arte y Color ” (Cuban Fine Art) lanzado hace ya 2 décadas por la agencia de viajes San Cristobal S.A.,y que creemos está entre los mas exquisito que se ofrece como producto turístico- cultural en la Habana , aunque lamentablemente apreciado, o descubierto, por muy pocos