Poeta, periodista, con estudios en Ciencias Económicas, crítico de arte, los intereses intelectuales de Joaquín Badajoz cubren un amplio espectro. Desde su Pinar del Río natal a Nueva York su vida ha cumplido una trayectoria, en lo profesional y lo artístico (la poesía, por más que nos empeñemos, no es una profesión) cuando menos, ascendente.
Su obra poética se reúne en los volúmenes Passar páxaros-casa obscura, aldea sumergida (2014) y Cántaros (2021), ambos publicados en Estados Unidos. Desde 2004 es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, desde donde ha participado activamente en la preparación de la Enciclopedia del Español en los Estados Unidos (Madrid: Santillana-Instituto Cervantes, 2009), Hablando bien se entiende la gente (ANLE-Santillana, 2010) y en el Diccionario de Americanismos (Madrid: ASALE-Santillana, 2010).
La poesía de Badajoz, experimental y cuidada, hunde sus raíces en el venero de diversas culturas y eras históricas, aunque nace de la circunstancia inmediata del hombre que es. Es palabra que interroga y, por momentos, canta.
Eres pinareño modelo 1972. ¿Cómo fue tu despertar a la poesía? ¿A qué edad comenzaste a escribir?
Nací bajo la influencia de las tormentas solares de comienzos de agosto de 1972, que llegarían a ser de las más intensas jamás registradas. Fui un niño con habilidades artísticas que dibujaba desde pequeño y fabricaba unos cuadernitos que, con un poco de imaginación, remedaban libros rústicos. Empecé a escribir poesía a los 11 o 12 años, como un divertimento, y nunca más dejé de hacerlo. Cuando escribo siento esa gravitas, la solemnidad de un oficio misterioso que nos trasciende.
¿Cuándo tuviste la primera noticia de que había un género literario designado con ese nombre?
En mi casa escribir poesía era lo más común del mundo. Recuerdo cada año a mi abuela materna sentada de madrugada frente a la montaña floral de tarjetas del Día de las Madres, ese ritual que fue tan común en Cuba, dedicándolas con una cuarteta o una décima original personalizada. En el silencio de la noche el trazo del bolígrafo y su silbido asmático danzaban sincopados. Los suyos eran versos humildes, nada pretenciosos, que se le parecían. De ella aprendí que la poesía tiene que parecérsenos, nada hay más incongruente y afectado que producir algo que no se te asemeja.
Mi madre también escribe poesía, que guardaba celosamente en un sobre manila en su escaparate, y su padre era un conocido decimista local. Pero mi primer encuentro con la poesía (o con la imagen del poeta) fue en el cementerio metropolitano. Desde niño, pasábamos por la tumba del poeta José H. Garrido (1952-1979), amigo de mis padres, quien prometía ser uno de los grandes poetas cubanos cuando murió en un accidente a los 27 años. El puñado de textos que dejó son una muestra de su talento y sensibilidad. En su tumba hay un fragmento de un premonitorio y estremecedor poema suyo.
¿Cuáles fueron las primeras lecturas que te marcaron?
Crecí leyendo el Tesoro de la Juventud —esa primera edición de 20 tomos en tapa dura de 1915, tenía toda una sección dedicada a la poesía— así que el género me era muy familiar. Siempre he sido un lector promiscuo y desordenado, lo devoraba todo desde niño, desde Enid Blyton, que era la J.K. Rowling de entonces, hasta La peste de Albert Camus o La vorágine de José Eustaquio Rivera, además de todo Dumas, Salgari y Balzac, sin olvidar Buffalo Bill y los policíacos y wéstern de Marcial Lafuente Estefanía, que era Corín Tellado para hombres.
Que me impresionaran tempranamente, creo que la poesía de Antonio Machado, la de Rimbaud —sobre todo Illuminations y Une saison en enfer, que me acercó a la prosa poética—, la de Vallejo (Trilce y Los heraldo negros) y Paul Éluard.
Fui también un ávido lector de los ensayos y artículos de Martí. Creo que de su poesía, como de las de Neruda o Lezama, hay que alejarse porque son altamente contagiosas y han dejado una vasta estela de literatura epigonal. Poetry, Language, Thought, de Martin Heidegger y La estructura ausente de Umberto Eco fueron durante años libros de cabecera. Luego llegaron La Broma, de Milan Kundera y Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas, que me marcaron más tarde, por otra razón.
¿Te encaja el calificativo de poeta, te asumes como tal?
La palabra poeta siempre me ha resultado incómoda. Me da mucho pudor. Creo que vestirse de poeta o filósofo es meterse en camisa de once varas. De lo que adquirí conciencia pronto no fue de ser poeta, sino de que había otra poesía además de aquella silvestre por la que me paseaba silbando por la vida. La poesía como literatura y desafío.
En ese momento lo destruí todo y comencé a escribir de nuevo.
¿Es cierto que los poetas padecen de hiperestesia?
Más que hiperestésica, la escritura toda, no solo la poesía, es psicotrópica. Uno tiene que estar dispuesto a tomarse esa píldora, sintonizar nuevos estados mentales, dejarse poseer por su salmodia, sufrir un vuelco de alma, resistirse a “entrar dócilmente en la mansa noche” y “rabiar contra la muerte de la luz”, como sugería Dylan Thomas. El escritor es un grafómano —la escritura es más delirio que virtud. De lo que trata la literatura es de cribar (castrar, calibrar o estructurar) ese desbordamiento.
De acuerdo con la nota biobibliográfica que he podido consultar, tuviste una participación activa en la vida cultural de tu provincia durante los años 90. ¿En qué consistió?
La década de los 90 fue singular para Cuba y el mundo. Creo —o eso creía entonces— que a pesar de la crisis y la caída del bloque socialista y lo que significó para el capital simbólico ideológico que hasta ese momento alimentaba la idea del futuro del país, existía una posibilidad real de ajustar las velas, democratizar las instituciones esclerotizadas por la excesiva estatalización y el celo ideológico, y acercarse críticamente a la historia del país de una manera creativa y autóctona, aunque sabemos que eso no fue posible. Es una década a la que la historiografía literaria suele matar de un plumazo, convirtiéndola en coda, extensión light de los 80 o antesala del nuevo siglo, pero creo que se debe a que muchos de sus protagonistas abandonaron pronto el país.
Durante esa década se gestó un movimiento ensayístico y crítico, por ejemplo, que no fue común en décadas anteriores, y algunas iniciativas, como las Ediciones Pinos Nuevos o los premios Calendario de la AHS, promovieron sistemáticamente el pensamiento organizado. Se crearon becas, coloquios y publicaciones. Se nos hizo creer que éramos necesarios y podíamos imaginar un país. Durante esos años fui vicepresidente de la Asociación Hermanos Saíz en la provincia, primer director de la Casa del Joven Creador, que nunca llegué a inaugurar, y miembro de casi todos los consejos de la dirección provincial de cultura: desde turismo-cultura hasta artes escénicas, visuales o el consejo editorial de Ediciones Loynaz. Me las ingenié para ser casi ubicuo y tender puentes; también para escribir como un poseso y atender a mi familia.
¿Cuándo publicaste el primer poema?
Lo primero que publiqué no fue poesía, sino ensayo —en Cuba sobran los poetas— y palabras de catálogos, breves reseñas críticas. He sido reacio a publicar poesía. No entiendo la impaciencia por concluir algo que se supone nos trascienda, cuando mañana escribiremos mejor que antier. Hubo un tiempo en que seriamente creía que publicarla en revistas era como descuartizar un libro. Recuerdo que lo destruí todo y comencé de cero —ya había enviado un manuscrito al premio Casa de las Américas a principio de los 90 —À bon entendeur, salut! / El Pan nuestro— del que pudieran haber conservado alguna copia Dulce María Loynaz o Aldo Martínez Malo.
Desde que adquirí esa conciencia literaria he evitado escribir poesía ocasional —aunque algunos poemas han nacido fuera del cosmos de los libros, como “José Kozer bebe sake en el almuerzo”— por lo general escribo para un universo concebido de antemano, que en la medida en que va creciendo y definiéndose puede variar. La poesía hay que ponerla en salmuera, dejarla podrir, leerla de aquí a cien años. Si resiste, valió la pena.
El primer poema que publiqué, alrededor de 1994, puede haber sido “Último descenso místico de San José Lezama”, que fue premiado en los talleres literarios, luego una selección en DeLiras, una revista literaria que dirigía el poeta Ernesto Ortiz, motivado más por la nostalgia de irme de Cuba sin dejar rastro.
¿Quiénes eran tus colegas de entonces?
Mis colegas de entonces eran en su mayoría los jóvenes escritores que participábamos del Barco Ebrio, una tertulia creada por el poeta Juan Carlos Valls —que entonces vivía en la ciudad. Primero nos reuníamos en la Librería de usos y raros en la que Valls trabajaba, y luego en el patio del centro Hermanos Loynaz o el de la Uneac. Esas reuniones sabatinas eran pausa y acicate, infusión, remanso.
Describe el ambiente cultural de Pinar del Río por aquellos años.
Recuerdo los 90 como una época esplendorosa para las artes y las letras en Pinar del Río. Creamos nuestra minirrepública letrada o Guajira de la Poesía, como la bautizó el poeta vallisoletano y amigo querido que es Antonio Piedra, director de la Fundación Jorge Guillén. Identificábamos referentes en generaciones anteriores como los escritores Nersys Felipe, Rita Geada, Heberto Padilla, José Álvarez Baragaño, o artistas como Tiburcio Lorenzo, Loló Soldevilla, Guido Llinás y Pedro Pablo Oliva.
Intercambiábamos libros e impresiones, surgieron simultáneamente más publicaciones que en otras provincias, alrededor de las cuales se nucleó un grupo de escritores talentosos dentro de los que destacaría, a riesgo de injustos olvidos, a Ladislao Aguado, Alina Bengochea, Amalina Bomnin, Ulises Cala, Gleyvis Coro Montanet, Alfredo Galeano, Yomar González, Agnieska Hernández, David Horta, Andrés Jorge, José Félix León, Yoshvany Medina, Jorge Luis Montesino Grandias, Dolan Mor, Ernesto Ortiz, Alberto Peraza, Juan Ramón de la Portilla, H.G. Quintana, Nelson Simón, Luis Hugo Valín y Juan Carlos Valls.
Supongo que tu incorporación a la revista Vitral, de la diócesis de Pinar del Río, habrá significado un decisivo paso de ascenso en tu formación profesional.
Aunque no lo sospechaba, Vitral sería la primera de una sarta de revistas en la que ya se acumulan las ediciones en español de Glamour, Men’s Health, Prevention, Tu dinero, Cosmopolitan, Hola y People. He tenido la fortuna de aprender los gajes de este oficio desde su forma más rudimentaria y artesanal hasta asistiéndome de las herramientas más sofisticadas de la era digital.
¿Era un requisito ser católico para trabajar en Vitral?
No era requisito ser católico. De hecho, entré al consejo editorial cubriendo la vacante del Dr. Luis Enrique Estrella, graduado de Filosofía de la Universidad de Lomonósov, quien había sido mi profesor en la carrera de Ciencias Económicas y jefe de la cátedra de marxismo leninismo. Recuerda que soy modelo 1972; en aquella época, la mayoría de la gente ni siquiera se atrevía a bautizar a sus hijos —lo que me recuerda la imprudencia de Esaú.
Me bauticé, confirmé y tomé la primera comunión por decisión propia en mi adolescencia, a mediados de los 80. Desde entonces trabajé activamente en diferentes grupos laicos de la diócesis y esa es la razón por la que me incluyeron en el terno de candidatos que le presentaron al Obispo Mons. José Siro González Bacallao. Un miembro del consejo de redacción era un asesor religioso, en mi época el p. Manuel Hilario de Céspedes y García-Menocal, quien luego fuera obispo de Matanzas. Sin embargo, participé en algunas de las primeras reuniones en casa de su director y fundador Dagoberto Valdés, en las que se discutieron alternativas de nombres para la publicación y otros detalles.
¿Tienes un recuerdo amable de los años en Vitral?
Los años de Vitral son una parte esencial de esa década formativa, pero no voy a romantizarlos. Vitral me puso a prueba porque era una publicación incómoda —tanto para el Gobierno, que llegó a considerarla en un editorial del Granma a doble página como una publicación contrarrevolucionaria amparada por la jerarquía eclesiástica de la Iglesia Católica, como para otros laicos más ortodoxos, que pensaban que la Iglesia no debía destinar recursos para una revista sociocultural ni meterse en política. Fue de algún modo la antesala del exilio, pero le dio muchas herramientas cívicas —era el órgano del Centro de Formación Cívica y Religiosa— al animal político que soy, para defender mis principios y enfrentar estupideces, fanatismos e injusticias.
¿Eres un hombre de fe?
Nunca lo he pensado, pero sería una buena definición. Fe por encima de todo: en el hombre, en su bondad y su sabiduría, en el irreversible progreso, en el humilde y esplendoroso papel que nos toca en esta sinfonía del universo, y en Dios. Fe en mí y en quienes amo.
La fe es la confianza en que todo saldrá bien, de que servimos a un propósito, que tomaremos el camino correcto y caeremos del lado justo de la historia. Es la certeza de que esa chispa cósmica de la creación nos guía.
¿Sirve para algo la fe?
Diría, parodiando a Galeano, que, como la utopía, también nos “sirve para caminar”. La fe consuela, resigna, alienta, agiganta. Un hombre de fe carga con sus 24 gramos de escrúpulo, un peso moderado que no inmovilice y garantice esos “recelos inquietantes” que nos salvan como seres humanos y nos advierten de nuestra falibilidad. La fe es la utopía del hombre escrupuloso. Como decía Martin Luther King Jr., ayuda a subir el primer peldaño, aunque no veas el resto de la escalera.
En 1999 te trasladas a Estados Unidos. ¿Por qué vía llegas hasta allí?
Salí como refugiado político, en un avión pequeño rumbo a Cancún —no existían vuelos directos en esa época— con mi esposa y mi hija de 4 años. Llegué con un título universitario, pero me sentía el ser más inútil del mundo. El cubano nunca está listo para emigrar, menos en aquella época. Había viajado al extranjero, pero no me servía de nada. Veníamos de otro planeta. Parecíamos osos de feria. Nos movíamos con la torpeza y falta de desenvolvimiento de quienes han estado viviendo en total estado de ingravidez.
Ya traías una carrera universitaria desde Cuba: Ciencias Económicas. ¿Cómo llegas al periodismo en ese país?
Por azar o predestinación —ya había aprobado el examen de aptitud para la carrera al terminar preuniversitario, pero eran tres plazas y cinco candidatos. Mi esposa, que es historiadora del arte, comenzó a trabajar como editora y luego jefa de redacción en la revista Glamour y fui involucrándome en el proceso por curiosidad y deseo de cooperar. Entonces creía que las revistas comerciales no eran el espacio para el escritor que quería ser. Ha sido a hell of a ride! Una larga tribulación en la que la profesión ha mutado y ha sido atacada como nunca. He hecho todo tipo de periodismo, desde cultural hasta noticioso, pero con los años fui adquiriendo responsabilidad en la redacción y ocupándome más del área editorial, algo que me fascina y que se ajusta mejor a mis intereses literarios. Mi proceso de escritura le debe mucho a la edición.
¿Cuándo comienzas a interesarte profesionalmente en el arte? ¿Cuáles son tus artistas preferidos, de cualquier país y de cualquier época?
Escribo sobre artes visuales desde hace treinta años, inspirado al principio por la lectura de Apariencia desnuda, ese estupendo ensayo de Octavio Paz sobre Marcel Duchamp, y las críticas de Carpentier para Carteles y Social, publicadas en la colección Letra y Solfa en 1994. Me fascinaba la manera en que reseñaba una exposición de Calder, por ejemplo —lo llamaba “calderero maravilloso”— o los diseños de Léon Bakst para los ballets rusos de París. Envidiaba su gracia, lucidez y erudición.
Prefiero el arte figurativo, esos narradores visuales que producen obras polisémicas y laberínticas, y tengo predilección por la sensibilidad femenina, su laboriosidad y sutileza. Por eso, mis artistas preferidos son algunas de las pintoras surrealistas, como Dorothea Tanning, Remedios Varo y Leonora Carrington. Luego, los expresionistas alemanes y austriacos: Schiele, Grosz, Dix, Beckman, Kokoschka. También me gustan Vilhelm Hammershøi, Vermeer, Van Eyck, Anselm Kiefer, Gerhard Richter, y David Hockney —que creo es uno de los últimos genios vivos. Mis pintores cubanos favoritos son Fidelio Ponce y Antonia Eiriz, aunque sé que no son los más grandes; y, aunque no me inclino por la paisajística, considero que Tomás Sánchez, compositiva y técnicamente es uno de los pintores más relevantes del mundo.
¿Estás al tanto del desarrollo de las artes visuales en Cuba?
Sigo regularmente las artes visuales en Cuba, desde esa distancia física que los amigos, las redes sociales, los viajes y los nuevos exilios acortan. Los límites entre artistas de la diáspora y de la isla son cada vez más difusos, porque Cuba es una nación diaspórica, una parte importante del arte cubano contemporáneo vive ahora en Madrid, Berlín o a la orilla del Hudson.
¿Conoces la obra de los artistas cubanos de la diáspora?
Visito sus ateliers cuando puedo, nos encontramos a menudo. Me interesan mucho los artistas de la diáspora, que no reciben la misma atención de la crítica ni de las instituciones de sus países de acogida, y dentro de ellos de manera especial los cubanoamericanos. Me interesa contribuir a mantener un registro, que sus prácticas no se disuelvan dentro de la urgencia de supervivencia. Creo que en Cuba hay mucho talento, pero también que algunos de los mayores talentos terminan emigrando, porque son los que más condiciones y facilidades tienen para esto. A veces basta con sentarse a esperar desde esta orilla para que le pase a uno por delante la historia de un país.
¿Qué piensas de la obra de tu coterráneo Pedro Pablo Oliva?
Pedro Pablo Oliva es el gran cronista de la pintura posrevolucionaria. Gran fortuna que sea él, con esa sensibilidad, lucidez y mordacidad para registrar los sucesos más dramáticos. Una retrospectiva de Oliva nos ilustraría irremediablemente estas últimas décadas de historia nacional. Pero reducirlo a ese rol de cronista gráfico sería muy injusto. Oliva es un poeta visual y un pintor con una técnica descomunal. Un artista ambicioso, atrevido y que se reinventa. Creo que es uno de esos maestros cubanos que deslumbrarían al mundo de conocerse mejor. Me ilusiona una retrospectiva suya en alguna institución importante de Nueva York. Oliva, por alguna razón desconocida para mí, aún no tiene el lugar y la atención que creo merece dentro del arte contemporáneo. Y no padezco de ninguna nostalgia provinciana.
Volvamos a la poesía. En una entrevista con Aymara Aymerich dices que la literatura tiene de magia y de alquimia. ¿Puedes desarrollar esta idea?
La poesía es transmutativa, combinatoria, traslaticia, hermética, simbólica, aunque no lo parezca. El poeta persigue arcanos, uno de ellos es la elusiva posteridad, que lo sobreviva, aunque sea un verso anónimo. Al poeta le está vedada toda iluminación si primero no se convierte en la materia prima de su escritura. Lo que no quiere decir que la poesía sea autobiográfica o confesional, sino que lleva el sello de esa mirada oblicua y personal, por eso la poesía por simple que parezca porta cierta imposibilidad hermenéutica. Cada lector la interpreta desde experiencias y referencias propias.
En medio del debate sobre la Inteligencia Artificial (IA) aplicada a la escritura creativa y el arte, mi argumento siempre ha sido que, aunque sea una herramienta poderosa en las manos de un artista, porque creo que toda materia es poética y todo proceso creativo legítimo, no hay por qué espantarse de la tecnología; el hombre no puede ser reemplazado por la máquina, porque la única función del arte cuando es legítimo —y no se limita al entretenimiento— es producir empatía, permitirnos compartir las tribulaciones, a menudo inexplicables hasta para el mismo artista, del portentoso viaje humano. Por eso nos siguen conmoviendo Homero, Esquilo, Sófocles, Shakespeare, Cervantes… El poeta viaja entre múltiples planos, dialogando con al canon y forjando otra realidad, hasta conseguir esa mímesis en la que desaparece y deja al lector (solo) frente al poema. No existe hasta hoy mayor acto de prestidigitación. El poeta también intenta, hasta donde su talento se lo permite, convertir el plomo en oro.
¿Crees que el arte, en cualquiera de sus manifestaciones, contiene una gran dosis de fatalidad para quien lo crea, entendido el término en su acepción de inexorable?
El artista vive atrapado en un bucle, pero, ¿quién no? La vida humana es rutinaria y hasta predecible. No pienso como Baragaño que todo poema “sea un suicidio permanente” o que la belleza (cualquier cosa que eso sea) conduzca a la muerte, pero sí que la creación artística o poética debe experimentarse como un suceso inevitable, obedecer a una “llamada terrible o una diáfana iluminación”. El artista auténtico debe sentir que crear es un acto irremediable e impostergable como el fatum stoicum. En ese impulso visceral y obsesivo, ese dejarse atrapar con cierto fatalismo racional en una trampa gozosa, radica su autenticidad. Ser artista es abandonarse como Sísifo a la repetición de un esfuerzo aparentemente inútil e indescifrable, en el que pareciera le va la vida.
Salvando la cualidad de inefable de la poesía, ¿cómo presentarías tus colecciones de poemas a nuestros lectores? ¿Qué pueden encontrar entre tus versos? ¿Cuál sería tu filiación poética? ¿Cómo te gustaría que te leyeran? ¿Reconoces obsesiones, temas recurrentes en tu poesía?
No solo temas recurrentes, también un arsenal de palabras, conceptos, términos, metalenguajes y mitologías que forman parte de esa materia prima, reposan en esa cama artesa con la que trabajo. Mi proceso es deconstructivo. Comienza en cementerios de apuntes que son la levadura que dará cuerpo y ritmo a un poema. Luego cincelo y edito, así hasta la obscenidad. No soy un poeta contemplativo o de preguntas, escribo cuando tengo algo imperioso que revelar. Yoandy Cabrera en su introducción a mi poesía en su antología Equívocos/ Misconceptions ha resaltado una expansión báquica, whitmaniana en mi poesía, algo con lo que estoy de acuerdo. Ese componente exaltatorio, hasta cierto punto épico, esa salmodia percutida a la hora de hilvanar historias, porque mi poesía puede considerarse narrativa, es decir cuenta historias. Gran parte es política o metafísica, porque son mis respuestas a preguntas capitales, a mis circunstancias de hombre citadino, de ciudadano en la polis.
Gerardo Fernández Fe, en un lúcido texto sobre José Kozer publicado en El Miami Herald, me incluye dentro de los poetas que denomina corifeos. Una tesis que ya había articulado bellamente días antes en su reseña a mi libro Passar Páxaros, también para EMH, cuando escribía: “Y como también se trata de un poeta del sonido, de un rapsoda que lee sus versos con voz de velador del fuego sagrado, somos testigos aquí tanto del ejercicio declamatorio, exaltado y tribunicio de algunos de sus poemas”.
La poesía es para mí una revelación estética que sucede a partir de un suceso —revelación estética que puede ser en algunos casos el suceso en sí. Ese detonante, que puede ser una frase, una visión, una articulación inusual o insólita, despliega toda una red de vínculos mentales, una estructura traslaticia, a partir de la cual construimos el poema. Parto de que vivimos en un presente continuo, en el que no existe ni futuro ni pasado, por lo que la poesía es una especie de retardo, una curvatura en el tiempo, un acto introspectivo. Eso no me sucede con la narrativa o el ensayo, por ejemplo, aunque la narrativa también tenga un ritmo y un aliento, pero su proceso y su metafísica son otros. Por eso, siento que la poesía está emparentada con las letanías e himnos sagrados, con los conjuros y hechizos. Y no es una suposición nada peregrina cuando sabemos que el primer escritor del que tenemos noticia en la historia, la princesa sumeria Enheduana (2285-2250 A.C.), era suma sacerdotisa del culto al dios lunar, o tenemos la descomunal poesía de Santa Teresa o San Juan de la Cruz o los Cantares del Rey Salomón.
La poesía contemporánea está llena de poetas sin poéticas. No sé cómo es posible ni cómo llegamos aquí. Me parece una torpeza imperdonable, una chapuza mental. Me sorprende que alguien sea llamado a la casa de la poesía y no tenga necesidad de responderse a sí mismo y a sus lectores, ¿qué es la poesía? ¿por qué y para qué la escribimos? Del otro lado de esa pregunta se oculta el misterio esencial del idioma. Pero esa sería otra entrevista.
Tres poemas de Joaquín Badajoz
Romance burgalés
Dejad que los niños del otoño se amen,
estas piedras que tiran desde el pecho
un vuelco de corazón, en Burgos vuelan
ventiscas que calan hasta el hueso.
Corren cuchillas por el cuerpo,
cortan suaves alfombras el oro de las tardes,
hay un mar, un témpano, una brisa
que me atraviesa en la ciudad de mieles.
Sobre la cuerda del Arlanzón
hilo breve de agua, una vena
diminuta ha roto su caudal,
se ha vuelto nieve que petrifica,
escarcha sobre los ojos, miedo.
Hay un tañido de metales
que convida a partir y a quedarse.
Dos hombres he sido en Burgos
¿Cuál se fuga? ¿Entre qué brazos
se mortifica el otro? ¿En qué
infierno se quema, a dónde
carga la ausencia de esa mitad
que lo abandona? Hombre de
crímenes discretos, puro niño
de hielo herido por la euforia.
En la ciudad tan fría
hay un calor que mata, un rapto,
una fiebre de soles,
la corrida, la tauromaquia
de un hombre que se
torea solo. Aquí te pongo
el corazón herido,
la sangre de su muerte.
Hay ciudades trampa
que reviven las ilusiones.
He viajado en Burgos
quince siglos atrás o quince años,
me he vuelto torpe,
he llenado de piedras
los bolsillos para que el
viaje se me haga ligero.
Un hombre de humo parte,
el otro queda, ninguno
de los dos sabe qué hace.
Ezra Pound recita en una jaula
Out of all this beauty something must come
— Ezra Pound, Canto LXXXIV, The Pisan Cantos.
El mes más corto del año no es febrero, sino aquel de 25 días
en el que el poeta Ezra Pound vivió cautivo en una jaula a la intemperie.
El hombre que cantaba poemas económicos
viene a mí como la ninfa de Hagoromo,
como una corona de ángeles en la tarde nublada de Taishan.
Más loco que una cabra, con esa cordura de los locos de remate.
Hablando lenguas viene, legiones de poetas, difuminados en su Pentecostés.
Cuerpo que arde, percute la piel hinchada bajo el tambor solar,
Mitra encarnado, poeta encinto, lunático de tanta luz
que se le filtra por los párpados.
Canta el poeta los mundos que acompaña, desciende tenue a los infiernos,
resucita, otras voces le responden mientras calla.
Trueca paños por piaras de cerdos al cambio nominal,
habla de préstamos federales, bancos, miserias financieras
más duras que esa jaula reforzada de barrotes como clavículas,
de tendones de acero que se confunden con su cárcel natural.
Encierro que otras veces, alucinado, ha logrado el poeta evadir.
Ezra Pound parpadea, anochece, la fiebre del sol se desborda por los ojos.
En cada parpadeo pasa un día con su noche breve.
Es el escriba de los siglos, el escribano insomne.
Los demonios le susurran sinfonías, le destapan hormigueros,
le hacen el sexo ínclito contado por legiones.
“Para algo debe servir toda esta belleza”.
Un poeta común escribe alguien en una bitácora.
Un enojo, una crítica que se me antoja un halago.
¿Y es que hay algo más difícil que ser un poeta
común y corriente,
un retozo mínimo de la palabra?
Ese mes fue todo un año: una vida.
Shavuot, fiesta de las semanas, glosolalia.
Halakha
La línea que traza un dedo en el aire es invitación y vértigo.
Sigo hipnotizado; el canto, la palabra es camino, páramo,
pastel de azafrán en la boca de un muerto.
Divino corcel las riendas tensa, salta de cada casco
una moneda de oro ardiente como un témpano.
Toda la sabiduría anterior a ti fue falsa.
Digamos que al hablar te liberas,
esclavo de lo que callas,
alimentas un monstruo, una glorieta oscura
allí donde la luz debiera ser insoportable.
Pasas como un centauro, una centella
y dios: granada, espuela, esquirla.
La fruta que al detonar esparce
semillas de muerte, sumo escarlata.
Una sombra siniestra te galopa.
Serás el inocente que ahora paga por la letra perversa
trastocada en pecado sobre la piel de un pez.
Los que llegaron primero dulcemente te someten.
Ellos fueron puntuales. Nacieron un día antes,
morirán un día después de que el mundo acabe.
Pero una mañana el hombre amanecerá temprano
y encontrará la tabla limpia sobre el agua.
Descubrirá que la ley se rescribe cada madrugada.
Se beberá la piedra, escupirá los dientes,
y a la sangre que brota le llamará su vino:
ese caldo tibio que sella cualquier alianza.