Hemos vivido demasiado a prisa. No sé cómo pudo pasarnos. Puede ser una consecuencia de la Modernidad, que si bien emancipó al hombre de las oscuras doctrinas heredadas, lo lanzó de cabeza a la cosificación propia de la sociedad industrial; entronización del capitalismo, inicio de las utopías sociales.
Lo nuevo se ha convertido en sinónimo de lo bueno. Estar informado es más prestigioso que ser culto. Consumir con desenfreno y desechar es más elegante que economizar y reciclar. No escribimos cartas, sino mensajes de texto. Cambiamos nuestras computadoras, nuestros teléfonos cuando aún no hemos aprendido a usarlos del todo. Si una institución ahorra de su presupuesto es señal de mala administración de los recursos, y en el próximo año se le reduce la asignación… Hablamos a coro sin escucharnos. Preguntamos y no nos detenemos a esperar la respuesta. Ser joven no es un estadio transitorio, sino una virtud. Corremos desenfrenadamente, ¿por qué?, ¿a dónde? Confundimos la virtualidad con la realidad.
Como en el poema de Yeats, hoy “un hombre de edad no es más que una cosa miserable”[1], por más que su alma cante. No en todo lugar, no siempre, ya lo sé, pero es la tendencia.
La nueva pandemia ha puesto en crisis valores tradicionales. Nuestra comarca es, definitivamente, el mundo. Y nada atañe a un solo país o región, ni los desastres naturales, ni las enfermedades ni las guerras. Los filósofos, los politólogos y otros gurús modernos se licuan los sesos diseñando pronósticos. No han arribado a un modelo único: hay quien dice que cuando este horror termine las naciones serán más abiertas y solidarias; otros opinan que se acrecentará el miedo a los “bárbaros”, la intolerancia ante lo diverso.
¿Se fortalecerán los empoderamientos democráticos o se extenderán los totalitarismos? ¿Quién sabe? En cualquier caso puedo compartir una débil certeza: al final del túnel ya no seremos los mismos, y si no más lúcidos y juiciosos, al menos estaremos más atentos a las maniobras de nuestros estadistas, pues se ha hecho palmario que la vieja práctica de esconder la basura debajo de la alfombra tiene un alto costo en vidas humanas. La realidad está ahí para aceptarla, analizarla e intentar cambiarla, pero nunca para negarla a priori.
Hazte a un lado, mi viejo
Las noticias son desoladoras y provienen de diferentes puntos del planeta. En Italia y Holanda las instituciones de salud, desbordadas por la falta de previsión y por el uso mezquino e irracional de los recursos, les “sugieren” a los ancianos infectados que “pasen” la Covid-19 en sus casas, sin cuidados especializados ni respiración asistida. Como su sistema inmune es menos potente que el de los jóvenes, aducen, sus probabilidades de morir son mayores, y no vale la pena intentar siquiera aliviarles el tránsito.
Dan Patrick, vicegobernador de Texas, recientemente expresó que los ancianos deberían sacrificarse y dar gustosos sus vidas por salvar la economía del país. Si se levantan las restricciones de aislamiento impuestas para combatir el nuevo coronavirus antes de que el peligro de contagio y propagación haya desaparecido, esa franja etaria seguirá aportando números a los registros de defunciones. Morirán muchos viejos. Pero no sólo.
En fecha tan temprana como el 2013, Taro Aso, Ministro de Finanzas del Japón, exhortó a los ancianos para que se dieran prisa en morir, y así el Estado no tendría que cubrir sus gastos médicos. Eso sucedió en un país donde ancestralmente se venera a los adultos mayores. La cuarta parte de la población de Japón rebasa los 60 años; estamos hablando de 32 millones de ancianos.
En Cuba se les prodigan los mismos cuidados a jóvenes y viejos que acuden por estos días a las instituciones de salud; no es algo nuevo. Como son los que más probabilidades tienen de morir si adquieren el virus, se les persuade para que observen el más severo aislamiento social. Y a los más jóvenes se les recuerda que deben mantener una conducta responsable, pues pueden traer la enfermedad a las casas y afectar fatalmente a los mayores.
Sin embargo, aún hoy se ven ancianos en las colas de alimentos y jóvenes que deambulan, despreocupados, sin la protección debida. Algunos abuelos refieren que están solos, que no tienen quien les ayude con las compras; otros, que ya vivieron lo suyo, y que prefieren que hijos y nietos no se expongan en las calles.
Las autoridades advierten, amenazan, multan a los inconscientes que permiten que los niños estén fuera de las casas, a los que no se protegen convenientemente, a quienes no renuncian a hacer “tertulia” en la vía púbica. Pero la batalla por la responsabilidad ciudadana está lejos de ganarse. Espoleada por, escudada en la precariedad cotidiana, la incivilidad se ha apoderado de nosotros.
Al cierre de 2018 las cubanos con sesenta años o más constituían el 20.1 % de la población, y la esperanza de vida al nacer era de 78.45 años. La población disminuye, tampoco aumentan los nacimientos. Un dato preocupante es que el mayor grupo etario lo constituyen personas de entre 50 y 54 años (1 015 326), seguidos por los ubicados entre 45 y 49 años (998 786).
La tasa anual de crecimiento se detuvo en 2016. En 2017 fue de -1.6, y, según las proyecciones, el 2020 debe cerrar con -5.5. En dos palabras: si no ocurre un milagro demográfico (y ya sabemos que los milagros ocurren “de milagro”), los cubanos seremos cada vez menos y más viejos.
Lo anterior, según los especialistas, se debe a una compleja red de factores, entre los que se cuentan el aumento de la esperanza de vida al nacer y la significativa emigración de hombres y mujeres en edad reproductiva, pasando por las estrecheces económicas y por el déficit de viviendas. La paradoja es que Cuba tiene una población típica de país desarrollado (casi igual proporción de ancianos que Japón) y una economía subdesarrollada. La tendencia es a que disminuya la población en edad laboral y aumente la población no productiva.
Si no logramos un ritmo creciente del producto interno bruto los cubanos podríamos desaparecer en el futuro. ¿Suena apocalíptico? Lo siento. Es apocalíptico. Si el actual no es un mundo para viejos, el próximo sería un mundo de viejos.
Tengo infinidad de colegas y amigos de mi edad diseminados por el planeta. Cada uno, en su modesta medida, hemos hecho lo nuestro para que el mundo gire en una dirección de progreso. Fundamos familias, hicimos libros e hijos, aumentamos y trasmitimos los conocimientos heredados, creamos y compartimos belleza, erramos y acertamos como cualquier hijo de vecino, denunciamos la iniquidad e intentamos, no siempre con fortuna, ser solidarios y justos.
Para nosotros “los recuerdos todavía no son más fuertes que la esperanza”[2]. Con frecuencia nos peleamos y nos volvemos a amistar, casi siempre por grescas estéticas y vanidades atrofiadas. Eso sí: estamos unánimemente de acuerdo en algunas pocas cosas esenciales. Una de ellas es que aún no queremos morir; y es que se acerca mayo, cuando “los hijos están tan ocupados con la primavera…”[3]
Notas:
[1] W. B. Yeats, “Navegando a Bizancio”.
[2] Proverbio de la India.
[3] Bohdan Drozdowski
Muy agudo y sincero el análisis de Alex. Hay en el mismo una crudeza que impacta y provoca terceras lecturas, como se supone precisen los buenos temas. Además, informa de manera culta, ataca el problema de la incivilidad actual imparcialmente. Todo un reto.
Como siempre mensajes subliminales, democracia o totalisafismos, hablen claro.Viejos, no! Anquilosados si, tengo 65 y posiblemente use las redes mejor que cualquier joven que solo usan WhatsApp para hablar y recarga, jóvenes actualicen sus vidas a este momento y sean valientes y si hablas de primavera piensa que estos viejos somos lis de la primavera de las flores en París y Europa fuimos los de las primavera de Praga y fuimos los de las primavera del 68.
esa forma tan miserable de vivir, en la que ha caido esta sociedad, oculta, opacada o camuflada por un entorno que ni poco se acerca a esa virtualizacion pretendida por parte de la elite global, proviene del esfuerzo por conducir a esta sociedad a un punto de no retorno, al filo del abismo que significa la plena perdida de lo humano, la entrega total de la voluntad, del carino, del arrojo, de la opinion, del deseo, de la libertad… en ese esfuerzo por enajenar al ser humano de sus caracteristicas propias, de sus signos de identidad como especie, no hay espacio para salvar a nadie, y entre mas arraigada este la idea de humano, con mayor fuerza habra que socavar para que no quede ni vestigio de lo fraterno, de lo sensible, de lo necesario… el valor que se le da a la vida por parte de quienes mueven los hilos, es cero, todo lo demas y toda la serie de acontecimientos y fenomenos que estamos viviendo, se explican a partir de ahi.