Se llama Leysis Quesada Vera. Nació en Cienfuegos, en 1973. Es mujer, madre, hija y amiga; con tiempo limitado, así que aprendió a utilizarlo sabiamente. Incorpora su vida a su trabajo. Cada foto que realiza es una porción de ella. Las personas a su alrededor o aquellas que encuentra en el camino la impulsan a crear constantemente; descubre nuevos escenarios desde diversas perspectivas y comunica ese sentimiento, esa visión, a través de la fotografía.
Es graduada de Inglés (Matanzas, 1996). Comienza de forma autodidacta en la fotografía en enero del año 2000, después de participar como asistente, a finales de 1999, en los Talleres Fotográficos de Maine en la Fototeca de Cuba. Ahí conoce a grandes fotógrafos de Magnum y de National Geographic, como David Allan Harvey, Alex Webb, Constantine Manos, Amy Arbus y Ernesto Bazán, que la motivan a hacer un cambio inesperado y radical en su carrera de profesora de Inglés hacia la fotografía documental.
Ella nos dice:
“Intento mostrar en la obra parte de mi historia y de mi presente. Me identifico con las mujeres y los ancianos, la vida rural y urbana de zonas más humildes, y con las bailarinas. Este último tema ha surgido por la inclusión de mi hija mayor, Avril, en la Escuela Nacional de Ballet de Cuba. Mis fotos se caracterizan por mostrar más emoción que perfección. Cuando veo una imagen que me gusta, no razono, solo me interesa captar el momento.
En mi trabajo son los protagonistas los que te cuentan su propias historias, a través de la mirada, la sonrisa o de un simple gesto. Y en las imágenes en que los caminos, el cielo o los colores son los actores, pretendo captar el espíritu, la esencia y el alma de las cosas.”
Falta agregar, antes de sumergirnos en su mundo, que Leysis es miembro de la UNEAC y del grupo Jíbaro Photos, que ha expuesto individual y colectivamente, en Cuba, Australia, Estados Unidos, Noruega, España, Alemania, Austria e Inglaterra, entre otros países. Sus capturas forman parte de colecciones prestigiosas como las del Museo de Arte de Baltimore, Centro Internacional de Fotografía de New York, Museo de la Piel (Igualada, España), y Museo Albertina (Viena, Austria).
La isla de Cuba
En mi primer año como fotógrafa participé en un taller que incluyó la visita a varios pueblos para capturar imágenes. Los pueblos cubanos, naturalmente más conservadores y aislados de influencias externas que las ciudades, mantienen intacta su esencia, y es posible que sean no solo paisajes, sino una expresión fidedigna del sentir de la nación.
Ya casi de regreso, paramos en Pedro Betancourt, pueblo de Matanzas, frente a un caserón antiguo con dos señoras sentadas en el portal. Eran como las cinco de la tarde. Nos pareció todo tan bonito que nos bajamos y las convencimos para que se dejaran retratar. Tras recorrer la casa, quedé encantada con la luz que entraba por la ventana del baño. Rápidamente busqué una silla y le pedí a Gloria, una de las señoras, que se sentara. Me tiré al piso sin pensarlo, quería aprovechar la magia de ese instante.
Esta foto, tomada en el año 2001, evoca melancolía y esperanza. Cuba daba sus primeros pasos en el nuevo siglo de la mano de recientes alianzas, con un pie en el pasado y otro apuntando a un futuro incierto. La dama, en su humilde baño, mira por la ventana con amorosa paciencia.
Por aquellos años en que aún trabajaba con negativos, era imposible ver el resultado final de una foto hasta concluir el proceso de revelado e impresión; más en esa ocasión, en que las fotos eran impresas y expuestas semanalmente como parte del taller. Fue un amigo quien, viendo la imagen antes que yo, me preguntó: “¿No has advertido lo mejor de tu foto?”. Contesté que no, y me dijo: “La luz que entra por la ventana forma sobre el piso la silueta de la isla de Cuba.”
La Santa
La iglesia de las Mercedes, en La Habana Vieja, solía ser uno de mis lugares favoritos para tomar fotos. Es un sitio cargado de historias y secretos. Sus pinturas y santos, sus relieves y luces, me adentran en un mundo místico, reminiscencias de tiempos idos.
Aunque no me considero religiosa, es un tema que me atrae como objeto de mi obra. Es conocido que no se permite fotografiar a los iyawó de la Regla de Ocha. El día que tomé esta foto, como de costumbre estaba en la iglesia. De pronto entró una muchacha que había recibido el santo. Tenía un aura maravillosa que me recordó las películas de los años veinte del siglo pasado, sus pasos silenciosos apenas tocaban el piso, como si levitara. Las luces eran espectaculares, el escenario estaba preparado. La seguí, pero había una persona a su lado que me miraba; me di cuenta de que no podía hacer la captura en ese momento. Me escondí detrás de una columna, a la entrada de la iglesia, y esperé a que ella diera su recorrido y saliera. Entonces hice mi foto.
Sor Taimí
Después de ocho o nueve años en la fotografía, me animé a desarrollar una serie sobre la religión. Quería documentar la vida de las monjas, su devoción. Entrar en su mundo me tomó largo tiempo: obtención de permisos, múltiples visitas, incontables horas de lectura.
Sor Taimí pertenece a Las Siervas de María, una de las varias congregaciones que fotografié. Estas hermanas descansan y rezan durante el día, y por las noches cuidan enfermos en hospitales o casas particulares. La foto resume el carisma de la congregación: ellas ven a Jesús en cada enfermo.
La foto de Sor Taimí la hice una noche, después de horas de documentar su vida en el convento. Llegamos a una casa donde había una señora en cama. Le pedí a la hermana que intentara ignorar mi presencia para poder fotografiarla con más naturalidad, y a las personas de la casa les solicité alguna fuente de iluminación. Una señora abrió la puerta y puso la lámpara en el piso. Creo que ellos compusieron mi foto, porque la luz de la lámpara hizo que la monja pareciera un ángel.
Ha sido una obra que ha marcado mi carrera, porque ha estado expuesta en varios países y apareció en diversas publicaciones, además de que la serie Devoción ganó la Beca de Fotografía Tito Álvarez de la UNEAC, lo que decidió mi entrada a esta institución como artista independiente.
Mi tía Lolita
Recuerdo que de niña mi tía Lolita nos visitaba en nuestra casa de Amarillas. Siempre lo disfrutamos mucho. Cuando vine por primera vez a La Habana estuve hospedada en su casa; y después de tantos años la vida me trajo a vivir a una cuadra de ella.
Esta foto tiene una fuerte conexión con el pasado, un recurso que utilizo frecuentemente en mi obra. Muchas de mis fotos tienen que ver con historias personales y reencuentros con vivencias del ayer. En mi fotografía hay presente mucho misticismo, soy muy espiritual. También me gusta adentrarme en la psicología de las personas, las estudio. Tengo mis creencias y en mi obra se manifiesta toda esa carga emocional.
Es difícil explicar cosas que tienen que ver con los sueños, con ideas y sensaciones que rondan tu cabeza por un tiempo; y cuando tu mente se siente inspirada o en un nivel superior donde todos los sentidos conspiran, los deseos de crear se activan y salen estas fotos relacionadas con imágenes del subconsciente o con historias de mi niñez.
El Viaje
Esta foto narra una historia nostálgica, triste y de decepción. Fue tomada de regreso a La Habana desde el pueblo en que crecí, la última vez que lo visité. Ir a Amarillas siempre resultaba grato, un viaje feliz que saboreaba con antelación: disfrutar de los viejos conocidos, de los familiares y amigos. Mi madre se mudaba también del pueblo, así que iríamos todos, quizás por última vez. Pero este viaje fue diferente, la dulce despedida se tornó pesadilla.
El pueblo se había vuelto mustio, feo, desolado. Muchos de aquellos que conocí ya no estaban, y en su lugar había una nueva generación, hija del post Periodo Especial; por carencias y falta de oportunidades la gente se dedicaba a “inventar”; y en muchas ocasiones, a robar. La dureza de la vida en un asentamiento de campo en los márgenes de Matanzas y Cienfuegos, en los márgenes también de los planes y las estrategias, había vaciado a Amarillas de esperanza.
La foto muestra a mis hijas durante el viaje de regreso, agotadas tras dos noches de vigilia en que ladrones acechantes nos robaron el sueño y la sonrisa del adiós.
Los ojos de Mia
La tomé el 29 de marzo de 2020, casi al comienzo de la pandemia y del aislamiento que la marcaría. Costaba trabajo imaginar entonces los momentos tan duros que atravesaría junto a mis hijas. Fue el inicio de largas horas de encierro, de aburrimiento y desidia. Mi casa se convirtió en parque de juegos, en tienda de campaña, en vestidor de moda; no importaba el desorden, lo importante era no caer en la depresión y en la desesperación de no poder salir.
Fueron tiempos difíciles, pero también de mucha imaginación y creatividad. Los ojos de Mia han quedado grabados en mí como una imagen de fuerza, de lucha, pero también de incertidumbre.