Desvelos de un nuevo papá

Eli acomoda al niño, que finalmente logramos dormir tras otro de sus madrugones, casi siempre provocados por la imperiosa necesidad de sus tripitas de meter o expulsar algo, pero lo observamos un rato más, para asegurarnos de que en verdad se durmió, que no es una treta suya para reiniciarse cuando posemos la espalda en el colchón, con la utópica esperanza de dormir un poco más.

Es duro de tumbar mi caballito, por eso da gusto verlo dormir. Suele caer redondo, pero de vez en cuando se agita y lanza jabs acostado en su cuna-ring, o dibuja una muequita que perfectamente podría ser una sonrisa, porque mi bebo se ríe, y mucho. Y cuando eso pasa, me pregunto invariablemente qué soñará mi hijo. Supongo que jamás lo sabré, como tampoco tiene él que saber qué le quita el sueño a su padre…

Y son tantas, tantas cosas que hace apenas un año me resbalaban olímpicamente y ahora, por su bendita culpa, me tienen dando vueltas en la cama, y no precisamente pensando en las musarañas, sino en cosas más acuciantes… los culeros desechables, por ejemplo… ¡horroroso el insomnio que me provocan esos recoge-meao!

Faltaban una pila de meses para que naciera el bebo y ya tenía comprado dos paquetes de culeros, aunque yo me llenaba la boca para decir que no cogería esa lucha, que mira el tamaño que tengo y nunca me los pusieron, que sería un orgullo meter puño y lavarle los orines y las cacas de mi hijo… las cacas… otra fuente de insomnio…

Nunca pensé que una mierda me importara tanto. Pero en esto de ser padre uno pasa una suerte de maestría en asuntos fecales, y acaba siendo un perito del bolo estreñido, un estudioso de la chispita diarreica, un cronometrador de las defecciones, dispuesto si fuera necesario a catar la caquita del nené, para evaluar el funcionamiento de su estomaguito…

Para mi primer Día de los Padres –que será, además, el quinto cumplemes del bebo- solo quiero un instante de calma, y par de horas de buen sueño. Pero se hace difícil, pues Carlitos entró en esa deliciosa fase de mucha risa, chillidos jubilosos y un letánico gorjeo, que uno disfruta en el día, pero no te deja dormir en las noches… Yo lo dejara en su monólogo hasta que se aburra, pero mi esposa es toda una “una madre joven”…

¿No sabe qué es una madre joven? Básicamente, se le denomina así a esa primeriza obsesiva con su cría, malcriadora y majadera, que si el bebé necesita o quiere algo, no pregunta cuánto cuesta o si podemos pagarlo sin quedarnos financieramente en cueros, sino que lo exige y ay de ti si le pones un pero, porque de lo menos que te acusa es de no importarte tu hijo, so tacaño, y perlas afines.

Mi esposa no es así, pero podría serlo, y como yo la amo (los amo), entonces trato de estar listo para cualquier reclamo, contingencia, necesidad, antojo y/o urgencia, y estar listo para eso entraña no solo renunciar al dolce fare niente, como llaman los italianos al sublime majaseo, sino trabajar como un poseso para que no falte el dinero, y la pincha de sofista no es precisamente de las mejor remuneradas en Siguaraya City.

Como les decía, yo –como muchos sobrevivientes- no sé lo que es tener tiempo libre, y aprovecho cualquier espacio para colar mis artículos. Los amigos me dicen “te leí aquí, te leí allá”… Los pobres, la de veces que me han leído acullá, sin sospechar que en ese slogan publicitario de una paladar que jamás podré permitirme, están mis neuronas y mis noches de desvelo… Pero no me quejo: cada mañana doy gracias a quien sea por tener trabajo y mucha necesidad, sin dudas el mejor doping para la creatividad.

Al respecto, el inmenso y olvidado Eladio Secades escribió en su estampa Las Vacas Gordas, allá por 1943: “La filosofía puede ser una yerba medicinal que crece donde escasea el dinero. Los intelectuales cuando se vuelven ricos abandonan la filosofía y les da sueño en la digestión. No hay genio capaz del poema después de una buena chuleta con papas fritas”. Santa palabra, pero que nadie haga ayunos voluntarios, que tampoco funciona así la cosa: repito, hay que tener necesidad para superarse a uno mismo…

No han sido pocos sofocos en 5 meses. Para qué hablar de cuando me lo operaron de urgencia, con 50 días de nacido, o de cuando se le invirtió la flora intestinal y me pasé mes y pico comprándole un yogurt probiótico cada dos días, a 4 fulas y pico el pote, que para colmo se perdía, tuvieras o no el dinero. Cuando el bebo asimiló su primer puré de fórmula, las compotas y la leche en polvo, este papá tuvo un tormento menos en sus noches de vigilia, cavilación y devaneo…

Pero al final el cansancio me vence y caigo como el clásico leño, inconmovible al jipío del niño, preludio de una perreta si demoramos en virarlo, cambiarle los pañales o darle el biberón. Porque esas cosas que me quitan el sueño son inmediatas, de solución posible y tangible, no como las “otras”, las que me desvelan en serio, me angustian y, si no me pongo fuerte, hasta me deprimen: las preguntas sin respuestas…

¿Será el mío un niño sano, inteligente, feliz…? ¿Me amará como amo yo a mi puro? ¿Sabré educarlo en estos tiempos de tan mala educación? ¿Será un hombre decente y de bien? ¿Confiará en mí, sabrá que haga lo que haga, ahí estaremos para él su madre y yo? ¿Nos acompañará aquí hasta el final o buscará su felicidad lejos? ¿Cómo será esta bendita República de la Siguaraya cuando ya comience a sentirse hombre, y quiera salir de noche, porque ya no es un niño, sino un adolescente inmetible y soquete? Ufff…

Demasiadas preguntas, creo. Pero supongo que también eso es ser padre, y aunque jamás vuelva a tener un minuto de sosiego en esta vida, todo vale la pena cuando sus ojitos me buscan por la habitación, me descubre mirándolo como un tonto soñoliento, y suelta una de sus increíbles risotadas de niño feliz, en un instante mágico que solo interrumpe Eli con un regaño que ni ella misma se cree:

“Papá, no lo espabiles…”

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