El mejor rally del mundo mundial

Sebastien Loeb

Sebastien Loeb

 

¿Conocen a Sebastien Loeb? Se trata, quizás, del más impresionante piloto de rally de los últimos años, alguien que la pasada década lo ganó prácticamente todo en una dura prueba que consiste en vencer tramos y tramos de carreteras, terraplenes y caminos de grava, nieve, fango y, eventualmente, asfalto.

Pues el buen Sebastien, al parecer aburrido de ganar tanto, abandonó los rallys para dedicarse a sacarle roscas a un circuito asfaltado en un vehículo standard. Yo quisiera que alguien me facilitara su teléfono, o mejor aún, quisiera aparecérmele en Alsacia y decirle: “Seba, bróder, crees que ya lo viste todo, pero lamento informarte que te faltó la más cruenta, despiadada y tortuosa carrera urbana del mundo: el Rally de Almendrones de Siguaraya City.”

¡Qué rally de las Pampas, la Acrópolis o los Faraones! Competencia dura la que día a día enfrenta a nuestros boteros en la lucha por el pasaje, por pagar el arriendo diario y luego salir a buscar lo suyo, por esquivar los baches y los caballitos, por regatear una multa o sobornar un inspector, por meter un corte milimétrico y rezar porque dure el diferencial, porque bajen los impuestos, porque las guaguas sigan malas…

Cientos y cientos de engendros rodantes, frankesteins petroleros de caja quinta y sin derecho a jubilación, ruedan en una lucha de nunca acabar por el cotidiano baro, ese que nunca alcanzará para hacer rico al chofer. Un tercio se guarda para roturas eventuales, otro para la eterna amenaza de una mordida policial, y el otro, bueno, para vivir. Quizás quien mejor lo lleve es el dueño que alquila su carro, que exige una media de 700 pesos diarios. Sin embargo, vive con el miedo al trastazo, al robo, a que se lo desguacen.

Dicen que no hay dinero, pero los almendrones siempre van llenos. Igual, al parecer algún tipo de maldición impide al botero admitir que le va bien. Se la pasa llorando miseria, pero no suelta el timón ni a jodía… Y ahí va, con su falsa manga tatuada y un fajo de billetes agarrado, o asomando en su riñonera. A veces desanda sus rutas en silencio, pero de vez en cuando, lamentablemente, habla…

En esos casos, un viaje en almendrón es un evangelio rodante. Nadie calcula cuanta virtud habría dictado Aristóteles manejando un Chevrolet 56. Hay que escuchar a los boteros predicar desde su púlpito petrolero con racimos de monedas escondiendo imanes, imponiendo su voz al terabyte de bachata o reguetón que parecen darles con la licencia para botear. En las pizarras de panelito adaptadas, un San Lázaro cojea y una gran calcomanía me asegura que Cristo me ama, aunque sienta que el chofer me odia. O  que no le importo nada. Para él, yo solo soy 10 pesos, o 20 si paso el Túnel.

Aún así, hay que oírlos quejarse de los impuestos, de las calles, de los caballitos, de los pasajeros, del clima, de la declaración jurada, de la multa tributaria, del pasaje vacío, de la oferta estatal y la demanda, de que resuelven un problema, y a ellos nadie los quiere… Hace poco uno me reclamó porque no le abrí la puerta a una mujer que le hizo señas y luego no montó. “¿Y qué querías? ¿Qué le diera un ramo de flores?”, repliqué.

Yo, sinceramente, no imagino boteando a Sebastien Loeb. Él, acostumbrado a andar en su Citroen, con un team de mecánicos y un navegante alertándolo de curvas, badenes y barrancos, tendría que vérselas solo contra la ciudad. Como un anti-héroe del timón, soportando la competencia desleal de carros estatales o particulares sin licencia, criando callos en el culo, un día sí y el otro también, manteniéndole los vicios a un buquenque, y encima de eso, aguantando que la sociedad hable pestes de él.

Al final, ni odio se les puede coger… Son, como todos en Siguaraya City, campeones mundiales en el arte de sobrevivir.

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