El mundo feliz de El Chapo Guzmán

 

En el colmo de la incorrección política, Joaquín El Chapo Guzmán balbucea: “Yo… Para mí, como estamos, soy feliz”. Es su respuesta a la noble pregunta de si, en caso de que pudiera, cambiaría el mundo.

Solo por esta perla, me parece, ya valdría la pena guardar la más reciente incursión periodística del gran actor y mediano escritor que es Sean Penn.

Ahí quedó retratado -casi al final de un fatigoso artículo publicado en Rolling Stone- el narco más famoso del planeta.

La imagen es ambigua: uno no logra definir si El Chapo es simplemente malo o es -en el diario arte de expresarse con palabras- simplemente tonto.

Aparentemente, nunca le enseñaron, o él ya lo olvidó, que está bien visto por sus congéneres desear al menos la paz mundial.

Tal como está el mundo, hay que ser muy hijo de puta, muy cínico, o muy ingenuo (o sea,  pertenecer a la NASA de los estúpidos), para decir algo así. Si ustedes buscan una idea realmente novedosa, contracultural, rompedora de cualquier sentido común, es esa de que el mundo, este en que vivimos, no necesita mejora.

Y El Chapo nos regaló lo impensable así, sin más, desde algún rancho de Sinaloa, mientras cantaba un gallo por los alrededores y él disfrutaba de la ajetreada libertad que consiguió tras escapar por segunda vez de una cárcel de máxima seguridad.

Podemos sospechar que algunos tipos muy exitosos y poderosos deben estar ahora mismo bastante conformes con el orden de las cosas a escala global, pero seguramente jamás soltarían en público que el mundo anda bien, que lo dejemos así como está porque a ellos les va de maravillas y son, para qué negarlo, felices.

A (casi) nadie se le ocurriría decir algo de ese talante porque existen dispositivos moduladores como la genuina compasión, la piedad religiosa, la sincera creencia en el progreso y el mejoramiento humano, la demagogia, la hipocresía, el respeto al infortunio ajeno, los asesores de comunicación…; todo eso que llamamos buenas costumbres, civilización.

Por otro lado, parece imposible formular aunque sea un solo juicio consistente –más allá de la fe en la sabiduría divina, que es exactamente lo opuesto de la razón- para no desear que cambien un montón de cosas en este mundo.

Entonces, ¿qué (no) hay dentro de la cabeza de alguien como El Chapo?

El Chapo –en versión moralista– diría: “Cómo voy a pretender que se acabe el calentamiento global, o el terrorismo del Estado Islámico, o la corrupción y la estulticia del gobierno mexicano, o el imperialismo yanqui, o las maquilas en Asia, o el cretinismo burocrático en Cuba, o las bombas atómicas…, si antes no elimino el narcotráfico y resucito los muertos de mi autoría y arraso con fuego lustral los campos de amapola y me reconvierto en el campesino chaparro y sin nombre que se suponía que yo fuera…”. En ese punto vendría a rescatarlo el instinto de conservación, que lo volvería a reconciliar con el mundo tal como es.

Pero lo más seguro es que El Chapo nunca ha pensado tanto, no ha caído en semejantes excesos de imaginación.

Lo que llamamos maldad no es otra cosa que la ausencia de empatía: si soy rico, poderoso, importante, feliz, todo está bien en el mundo. A lo mejor, solo se trata en este caso de un personaje astuto e implacable pero iletrado, lerdo para la retórica y las cuestiones abstractas.

Guzmán, en cambio, sabe un par de cosas que no duda en decirle a Penn, a Kate del Castillo –la actriz que sirvió de enlace entre el narco y el actor-, a las autoridades y a nosotros mismos: 1) nadie mete más drogas que él en el mercado estadounidense; 2) incluso él mismo es apenas una pieza en el sistema: si él dejara de existir todo seguiría más o menos igual.

El líder del cartel de Sinaloa también se sabe producto de un contexto, de una historia personal cocinada en el fuego de ciertas circunstancias.

El suyo es el imperio de lo inmediato, lo práctico, lo visceral. La maquinaria que conduce ha generado miles de muertes, pero él asegura que solo se defiende: a veces hay envidia, a veces hay quien sabe demasiado…

Cuando le preguntan si tiene algún sueño, a El Chapo lo primero que se le ocurre responder es que sueña lo normal, pero no todas las noches; es decir, que duerme bastante bien. Acaso está a punto de aceptar que de vez en cuando ronca, pero enseguida le explican el sentido metafórico de la interrogante –que irremediablemente se le escapa-, y entonces replica que solo espera vivir junto a su familia los días que Dios le dé. Ese es su sueño.

En su primera y única entrevista, El Chapo aparece ante nuestra vista como un semejante. Claro que él tiene las riendas de la historia (que cuenta Penn) y presenta solo su mejor rostro. Gracias a su manifiesta comunión con el retorcido estado de cosas en este mundo se nos revela malvado hasta la estupidez o estúpido hasta la maldad. Pero de todas maneras luce humano.

El Chapo representa un extremo de la condición humana que nadie quiere ver de cerca. Por eso la gente se ofende cuando escucha en su boca los mismo términos que cualquiera de nosotros mastica todo el santo día: Dios, familia, madre, respeto, amor, felicidad…

Las palabras de El Chapo tienen lugar en noviembre pero no aparecen en la revista Rolling Stone hasta algunas horas después de su publicitada –y probablemente novelada– recaptura, este 8 de enero.

Tras la publicación de su artículo comienza la lapidación periodística de Penn. Se convierte en objeto de un montón de ataques –y también muchos focos extra– a causa de lo que se considera ampliamente una entrevista floja, displicente, cuasi propagandística, incrustada en un relato egotista, masturbatorio, acaso pretendidamente “gonzo” pero situado a años luz de los reportajes de Hunter S. Thompson (creador del llamado “periodismo gonzo”).

Todo es cierto. Penn es demasiado Penn durante toda la historia. Quiero decir, Penn no es suficiente bueno como para que lo aceptemos del modo en que se acepta el protagonismo físico y la dictadura subjetiva de un “periodista gonzo”. Le falta originalidad en la voz, cierto vigor cínico, el filtro (a)moral del alcohol o la yerba, esa desequilibrada franqueza de personaje literario caído de pronto en terreno de lo real.

Penn admitió este domingo que no logró su objetivo: avivar un debate en Estados Unidos sobre lo que considera una política fallida en la guerra contra las drogas. El actor lanza su mensaje, pero su mensaje se pierde en el océano autorreferencial –una crónica exhaustiva en la que no se ahorra nada al lector– que termina siendo el texto.

Luego vino la polvareda levantada por los críticos –formalistas o catequistas o celosos–. Penn solo se arrepiente de no haber podido conjurar toda esa algazara por adelantado.

Desde el principio, el actor y Rolling Stone reconocen que no tuvieron todo el control sobre el relato y, en particular, sobre el diálogo con Guzmán. Aseguran que el capo revisó –tal como fue acordado– la versión definitiva y que no solicitó cambios. En algún momento, Penn señala que no pudo hacer la entrevista en profundidad que hubiese querido.

Desde el puritanismo profesional (y tal vez desde la envidia), algunos periodistas criticaron a Penn por no hacerle preguntas incisivas a El Chapo y le recordaron los colegas muertos en México por cubrir las atrocidades del Narco. Otros señalaron que desde el propio momento en que se acuerda una revisión por parte del entrevistado –aun cuando después no se hayan realizado cambios– el texto deja de ser legítimo pues se presume que el autor trabajó bajo la influencia censora del revisor-protagonista.

(Para ser honestos, tales principios se violan todos los días en infinidad de medios de comunicación en cualquier parte del mundo. Todo depende de cómo se muevan los flujos y reflujos de los poderes políticos y económicos…, o del crimen organizado. Ocurre, por supuesto, en México. Ocurre, de manera estructural, crónica, consuetudinaria aunque sin riesgos para la vida, en Cuba).

La duda que sobrenada el debate en torno al texto de Rolling Stone es si hubiera sido posible contar esta historia y obtener el testimonio de El Chapo sin ajustarse a sus condiciones, o incluso, como sería deseable, sosteniendo una postura de mínima belicosidad profesional frente a una de las presuntas encarnaciones contemporáneas del mal. Por otra parte, ¿habría conseguido algo de El Chapo un periodista cualquiera, sin las conexiones y el halo hollywoodense y oscarizado de Sean Penn?

Yo me pregunto: ¿tendríamos ahora, de otro modo, la inquietante certeza de que alguien, cierto día de noviembre pasado, no encontró nada que reprocharle al mundo?

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