Una de las últimas veces que estuve en nuestra Habana pude aplaudir al formidable bolerista Manolo del Valle. Este verano, el hombre que interpreta tan bien ese acto de fe que muchos hemos repetido en alguna ocasión (“no renunciaré a tu amor”) se ha presentado en Miami.
El bolero forma parte de la educación sentimental de buena parte de los cubanos. El inolvidable Helio Orovio y otros sabios musicales han dejado definiciones, establecido modalidades y precisado el rostro del dulce género. Yo soy simplemente un gustador de a pie; uno de tantos en la penumbra de las mesas del cabaret o en la humilde pero fortalecedora intimidad que propicia la radio y que el bolero acentúa.
Mi experiencia desacredita dos de los tópicos que han rodeado el consumo de boleros. Se dice que es género para personas de más de cuarenta años. Me aprendí letras, destrocé melodías y seguí a los mejores intérpretes desde la adolescencia. También se vinculó durante años el amor al bolero, a la compañía de tragos. Durante un cuarto de siglo milité en la tropa de los “bebedores largos” de ron. Es cierto que ahí abundan los amantes de los boleros más amargos o crudos. En mi caso, voy para once años sin gota de alcohol, y sigo persiguiendo boleros con idéntico fervor.
De esa vocación de fanático casero, ese afán de conocedor de ligas menores he sacado hasta una clasificación que hasta ahora sólo he compartido en conversaciones con los amigos. Está el bolero bueno, serio, trascendente. Son esos que hacen decir a los locutores de radio de la vieja escuela “bolero de boleros”. Y está el inefable, lindo, gracioso bolerito. El diminutivo se vincula, en mi rústica catalogación, a su carácter bailable. “¿Y el bolerón?”, suelen preguntarme los amigos. Pues bien, hay letras más gruesas, tremebundas y catastróficas que se suman enseguida a ese grupo.
Ahora bien, un bolero clásico –o hasta un travieso bolerito- pueden derivar en bolerón si el consumidor (o consumidora) pasa por horas bajas o sufre penas de amor. Por poner un ejemplo, aquello de “conversación en tiempo de bolero…” lo he visto funcionar en el costado bailable y dar paso a una buena reconciliación. También la proposición de diálogo a esa mujer con la que “no se puede hablar” que unas veces contesta enojada y -¡muy fuerte ella!- “otras veces ni se digna contestar”, la he observado en un hombre que repite a su sombra el diálogo imposible, amparado en la melodía y la música: “¡Ay, qué mujer!”.
Hemos tenido grandes boleristas cuya carrera se ha fraguado con la robusta compañía de prodigiosas orquestas. En ese equipo destacan el gran Benny Moré, Laíto Sureda, Orestes Macías o Tito Gómez. Este último fue mi vecino y conservo una anécdota que no puedo callarme ahora. Tito y yo comprábamos el pan –el normado, el de la libreta de racionamiento- en la misma panadería de la calle San Lázaro. Más de una vez lo pude ver, unos pasos delante de mí, recibiendo con toda la normalidad y humildad del mundo la cuota que correspondía a su familia. Una de las señoras que despachaba el pan resultó ser fanática al cantante. Y antes de entregarle las contadas unidades del vital alimento le cantaba: “Tito, tiene que serrr…” y no soltaba los tres o cuatro panes que llevaba en las manos hasta que el artista no le contestaba –en voz baja pero entonada- “alguien como tú”.
Hoy quiero celebrar –más que a los clásicos mencionados- a otros artífices del bolero con menos acompañamiento; esos que iban de pueblo en pueblo con el único apoyo de alguien a la guitarra o al piano o hasta con el fondo musical grabado y la solitaria virtud de su voz, su repertorio, su estilo. Pienso en Roberto Sánchez, que interpretaba –tan bien como Barbarito Diez- ese clásico que es “En Falso” o en Néstor del Castillo, al que casi nadie recuerda pero mucho que gustaba en los carnales de mi pueblo.
Mi querido colega Pedro Herrera me llevó un día a casa de otro nombre bastante olvidado. Domingo Lugo interpretaba como nadie “Blancas Margaritas”, otro clásico. Junto a los casettes de Alvarez Guedes, que nos proporcionaban una suerte de risa de contrabando, estuvieron clásicos como Orlando Contreras y Orlando Vallejo que salieron de Cuba mucho antes de los primeros romances bolereables de los que nacimos en los sesenta. La melancolía, la ilusión, la necesidad de conjurar el portazo del desamor no saben de fronteras ni entienden de exclusiones.