Ya admiraba su trabajo desde mucho antes, pero la conocí cuando Juan Carlos Tabío la escogió para el papel de Regla, en Lista de espera. El personaje estaba definido como una “mulata que ya pasó la primera juventud, pero de muy buen ver y muy dueña de sí”, y aunque no mencionamos su nombre durante las largas conversaciones donde se fue armando el guión, era evidente que tenía que ser Alina Rodríguez quien lo representara.
Fui varias veces al rodaje de la película, cuyo equipo ocupó durante unas seis semanas un viejo edificio abandonado en Santa Fe, al oeste de La Habana. Por las características de la historia (un grupo de personas encerradas en una terminal de ómnibus), casi todos los actores tenían que estar en todos los llamados. Yo, que ya había cumplido con mi parte, me dedicaba a observar, y a conversar con Vladimir Cruz, con Mijaíl Mulkay, con Noel García, con Alina. Me llamaba la atención ese espacio de vida cotidiana que se instala en los muchos tiempos muertos que siempre tiene el rodaje de una película, y en el que los actores van y vienen entre sus personajes y ellos mismos. Si quiero imaginarme a Alina en esos intersticios de la filmación, la veo vestida de azul, con aguja e hilo en la mano, enseñando al ciego como bordar un cojín.
Ya he dicho en otra parte que Tabío es de los directores que sabe aprovechar la creatividad de sus colaboradores, y el guión de Lista… fue enriqueciéndose en la medida en que los actores leían cada escena e iban aportando pequeñas acciones, gestos mínimos con los que dar vida a sus personajes. Alina fue crucial en ese proceso no solo por la experiencia que aportaba sino también por algo que la caracterizó y que estuvo en cada uno de sus trabajos: su “don de gente”, como se decía antes, es decir, un carisma, un sentido común y una bondad que estaban en ella de la manera más natural del mundo.
En muchas ocasiones calificar a una actriz o a un actor como “natural” no es un elogio. Quiere decir que son ellos mismos siempre, que no se les da la capacidad para desdoblarse en ese otro ser que espera por su cuerpo y por su voz para existir en una pantalla o sobre las tablas. En el caso de Alina, ella sabía poner la naturalidad al servicio de sus personajes, y desde ahí encantar, encantarnos. Hay dos cualidades de una actriz que en ella jamás faltaron: hacer que el espectador intuya qué piensa el personaje aun cuando solo mira, y dar un sentido de la verdad imprescindible para que se establezca la identificación.
Recuerdo que, a la salida del estreno de Lista de espera, Abilio Estévez, que sabe mucho de estos asuntos, me comentó, deslumbrado por la interpretación de Regla: “Las otras actrices están muy bien, pero es que Alina te enamora”. Ahí puede estar la base de su enorme popularidad, que se conservaba intacta aunque pasara más tiempo del deseable sin que la viéramos trabajar.
Sabemos también que lo más interesante de la naturalidad de una actriz no es lo que revela, sino lo que oculta. La formación de Alina, aunque azarosa, fue privilegiada. En una entrevista que concedió a Luis Orlando Rodríguez, y que publicamos en el número 3 de La Gaceta de Cuba el pasado año, ella contó su recorrido profesional, que comenzó como estudiante para maestra en Minas del Frío, en 1963, cuando solo contaba dieciséis años, y continuó como técnica en Anatomía Patológica durante más de un lustro, todo ello antes de verse involucrada en un grupo de aficionados al teatro de títeres en el mismo hospital donde trabajaba, y casi inmediatamente después la afortunada decisión de presentarse a las pruebas de actuación para el Instituto Superior de Arte. En ese punto quemó las naves, ya segura de cuál sería su futuro, imagino porque había descubierto que actuar era lo que la hacía más feliz, como confesó en la entrevista que estoy citando.
Le costó tres años ingresar a Teatro Estudio, pero una vez allí tuvo el privilegio de ser dirigida por Raquel y Vicente Revuelta, por Berta Martínez, por Abelardo Estorino, en un proceso que la marcó para siempre. Su rostro se establece con tal fuerza en la pantalla, que da la impresión de que era una actriz hecha en la televisión y el cine, y para esos medios, cuando en verdad el soporte cultural del que partía estuvo siempre, ante todo, en su experiencia, en los avatares de su vida, y luego en esa formación recibida dentro de uno de los grupos más grandes que ha conocido la escena cubana. Allí supo que ante todo tenía que estudiar, y que para una actriz estudiar es tanto leer como observar: “tratar de darte cuenta de qué sucede en las demás personas, de meterte en la vida de los otros”, dijo.
Sé, sin embargo, que hoy la mayoría de quienes estamos doliéndonos por su muerte la recordamos como la Justa Quijano de Tierra Brava, o, sobre todo, como la entrañable Carmela de Conducta, donde volvió a ser aquella que durante cuatro años recibió clases de magisterio. Hay veces que esa cadena de acontecimientos que forman la vida de un ser humano se construye con un extraño sentido de la injusticia. Alina ha dejado de ser en el instante en que había alcanzado su “definición mayor”. Celebremos, sin embargo, que tuvo la oportunidad y el tiempo suficientes para alcanzar esa cúspide en su carrera, y que siendo Carmela fue, sin dudas, inmensamente feliz.