“¿Dónde están los libros?”

La señora, de unos cincuenta años bien cumplidos, espejuelos de cristales gruesos, miraba las láminas y los carteles colgados en las entradas de las bóvedas más cercanas a nosotros, y luego sus ojos seguían hacia el final de la calle, hacia el infinito que el mar parece ser. A veces era empujada, sacudida, por algunas de las muchísimas personas que caminaban a nuestro lado. “Pero, ¿dónde están los libros?”, se preguntaba.

Nosotros acabábamos de ingresar en La Cabaña y carecíamos aún de informaciones para auxiliarla. Al final de la mañana le pudimos haber dicho que visitara los stands de Ediciones Unión o de Matanzas, dos de los mejor montados, surtidos y, sobre todo, atendidos de los que visitamos. O que hiciera la cola para la Gran Carpa de venta de libros. Entrar en ese espacio era enojoso, ciertamente, porque no se podía acceder con una mínima cartera, ni siquiera si el dueño o la dueña del implemento demostraba que era imposible guardar en él un libro, por mínimo que fuese. Pero una vez dentro, se podía encontrar un surtido diverso de buenos títulos editados en Cuba.

He visitado muchas ferias del libro, sobre todo en América Latina. En todas ellas la palabra “libro”, más que al soporte, se refiere al contenido, y tienen en su centro eso que, con más o menos rigor, conocemos como literatura, tanto la artístico-literaria como la que proviene de las ciencias sociales. Puede haber otro tipo de volúmenes, pero la atención recae en la literatura. Sé que en la de Frankfurt (quizás la mayor del planeta) lo que prevalece son las negociaciones de títulos, la venta de derechos de autor, los tratos entre editoriales, agentes, escritores, traductores. La de Guadalajara, la más reconocida de la América Latina, goza siempre del privilegio de contar con la presencia de muchísimos escritores, incluidos premios Nobel, Cervantes, entre otros avalados por reconocimientos notables.

Lo de nombrar “libro” aquello que se refiere al contenido y no al objeto es frecuente (“sinécdoque” se llama la figura retórica). El Ministerio de Cultura de Cuba tiene bajo su techo los consejos de las Artes Plásticas, de las Artes Escénicas y del Patrimonio Cultural, entre otros, y los institutos de la Música y del Arte e Industria Cinematográficos. También el Instituto Cubano del Libro. Si los primeros nombran la rama del arte a la que están consagrados, en el último se menciona el objeto, aunque todos entendemos que el centro de su trabajo somos los escritores y el universo de las editoriales.

Ya desde antes de que se inaugurara esta Feria Internacional me llamó la atención que se contradijera la costumbre establecida desde hace algunos años de dedicarla a dos escritores, uno por cada especialidad de las que he mencionado antes: la literatura artístico-literaria y las ciencias sociales.

Todo el que me conoce sabe de mi profunda admiración por Armando Hart, a quien, quizás, debió dedicarse la Feria mucho antes. Le bastaba haber dirigido la Campaña de Alfabetización para merecerlo, y luego, sobre todo como ministro de Cultura, encabezó acciones notables por la literatura cubana y por la expansión democrática de la cultura.

Pero, ¿no hay en Cuba un escritor de ficciones, un poeta, un dramaturgo, que pudiera colocarse a su lado? ¿Ninguno lo merece? Es una pregunta que quisiera ver respondida por el Instituto Cubano del Libro.

No es la única contradicción que encierra esta que debería ser la fiesta de los libros. Al menos en esta edición, el título de Internacional le queda grande. La perplejidad de la señora del inicio no era gratuita. No estaban ninguna de las importantes editoriales culturales de la América Latina o España. Si años atrás el Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI, Mondadori, la UNAM ocupaban espacios espléndidos, ahora es difícil encontrar libros de literatura para adultos (había títulos interesantes en algunas casas distribuidoras). Revisé el catálogo y conté veinte expositores extranjeros que ofrecían títulos de autoayuda, y solo seis tenían literatura.

La enorme mayoría de las no cubanas exhibieron un amplio catálogo de obras y objetos para niños. Me parece extraordinario el protagonismo ganado por los niños en la Feria, aunque tampoco estoy seguro de que ese protagonismo sea el reflejo de su interés (o el de sus padres) por la literatura. Al recorrer el extenso camino de entrada a La Cabaña, eran pocas las personas que salían con compras, y en la mayoría de las bolsas se asomaban láminas, carteles.

Mi primera impresión al recorrer tan solo las calles que dan acceso a las bóvedas fue que la Feria estaba dedicada a Lionel Messi, a Cristiano Ronaldo y a sus equipos respectivos. Mientras que unas pocas banderolas presentaban rostros de algunos escritores, los ídolos del fútbol aparecían en numerosas puertas, coronando los puestos de venta, en las manos de decenas de adolescentes y niños. Gozaban de mayor popularidad, sin dudas, que sus compañeros de láminas Mickey Mouse, Spiderman, la Sirenita, entre otros iconos de la industria del entretenimiento para niños. Es como encontrar calabazas en una ferretería. La del Libro no puede ser la Feria de Lo Impreso.

Y si vamos a colocarnos en esa dirección, allí no vi imágenes de Elpidio Valdés, ni de Mireya Luis, Omara Durant, Manrique Larduet, Orestes Kindelán o Alfredo Despaigne.

Sin embargo, pienso que la mayor contradicción que ha enfrentado la Feria sucede entre su contenido, el espacio en que se realiza y la enorme popularidad de que parece gozar. Y tengo la impresión de que, desde hace varios años, el Instituto del Libro trata de resolverla. El programa literario de la Feria, y muchas presentaciones y conferencias, tienen como sede otras instituciones culturales (la UNEAC, la Casa de las Américas, la Casa del ALBA). Pero la dispersión ha terminado por imponerse y la Feria ha ido dejando de ser un lugar de encuentro entre lectores y escritores, y de estímulo verdadero, profundo, para la lectura y el conocimiento. A la vez, donde quiera que sea su sede, habría que sostener el sentido principal de la palabra feria: que sea una fiesta, porque es imprescindible deshacer los prejuicios que asocian los libros, el pensamiento, el saber, con la solemnidad (opuesta al entretenimiento que procede de los audiovisuales). La literatura también es risa, diversión, juego, cualidades que tendrían que estar sistemáticamente en la promoción de la literatura y los escritores, por lo general escasa y desabrida.

La afluencia de público a La Cabaña demuestra que la población de La Habana necesita espacios que visitar en familia, donde pasar el día, comer a precios módicos, encontrar algún que otro entretenimiento adicional. Y hay que celebrar la organización de cuanto se ofrecía en la periferia. Pero no creo que las cifras de visitantes indiquen un súbito interés masivo por la lectura.

En su dimensión y sus características actuales, la Feria Internacional del Libro de La Habana pudiera recogerse en ámbitos más modestos, más concentrados, y en los que pudiera cumplir mejor sus funciones.

Lo crucial, pienso, es defender por encima de todo el propósito primero de una feria del libro en Cuba. En el mismo espacio de La Cabaña, el ministro de Cultura, Abel Prieto, dijo a un periodista que “La mercadotecnia desmedida puede convertir en una caricatura aquel sueño fundacional de Fidel”, y recordó sendas frases de Fidel y de Martí: “No le decimos al pueblo cree, le decimos lee”, y “Leer es crecer”, respectivamente (boletín Por Cuba, año 15, número 14).

Yo, para estar de acuerdo con Abel, termino con una sentencia del gran narrador mexicano Juan José Arreola: “Si no lees, no sabes escribir. Si no sabes escribir no sabes pensar”. Si algo necesitamos hoy es saber pensar, y con cabeza propia.

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