A veces me cuesta trabajo salir de Manzanillo. Desde los catorce años me fui poco a poco, por etapas (ese documento esencial para cualquier cubano que es la libreta de abastecimiento lo tuve allí hasta los veintidós), pero cada vez que reavivo mis conexiones con la ciudad se me hace inevitable el complicado proceso que es reconocer y recomponer un sitio, un entorno, una historia a los que he pertenecido. A los que, quiéralo o no, perteneceré siempre.
Ocurre, además, que mi naturaleza no es dada a las idealizaciones. No considero que Manzanillo, ni mi niñez, ni mi familia sean el paraíso perdido, el amnios del que tuve que salir, o del que fui expulsado. He aprendido que es imprescindible aceptarse tal cual uno es, y en ese saco están incluidos el pasado, los años formativos, los recuerdos que es menester revisar una y otra vez. Sé además que los seres humanos tenemos la tendencia a modificar esos recuerdos según el punto de vista en que nos colocamos antes o después de vivida una etapa de nuestra existencia, o de atravesado un acontecimiento de singular intensidad. Para decirlo como una amiga: “Cada quien cuenta la fiesta según le haya ido en ella”.
A propósito de mi crónica “Se va haciendo algo”, una lectora dejó un comentario que movió una parte de esa memoria siempre contradictoria. Dice ella haber nacido en 1950 (cinco años antes que yo), vivió en Manzanillo hasta el 62, y, a su juicio, yo obvio o desconozco “cómo era esa vibrante ciudad antes del 59”. Y añade: “El censo de 1958 cita una población de 150,000 habitantes. Gozaba de una clase media en ascenso. Industria del calzado formidable. Una sucursal del Encanto, colegios privados como La Salle, Lestonat, Santo Tomas de Aquino. Por igual un instituto, varios colegios públicos con excelentes maestros normalistas. Conservatorio de música. En Manzanillo se creó en el siglo XIX la primera revista literaria Orto, la cual trascendió fronteras nacionales. Había una vida cultural e intelectual de primera”.
No dudo de que esta lectora crea al pie de la letra en todo lo que describe de esos años y lugares que dejó atrás en su adolescencia. Pero más allá de detalles puntuales cuya inexactitud puede comprobarse con facilidad (la revista Orto comenzó a circular el 7 de enero de 1912), su visión y la mía parecen estar generadas por dos entornos distintos.
La imagen “una vibrante ciudad de 150 mil habitantes” podía aplicarse, quizás, solo a una ciudad de Oriente: Santiago de Cuba. Desconozco si en 1958, en medio de la guerra, se emprendió un censo de población, sobre todo cuando cinco años antes se había hecho uno. De nuevo tomo datos del ensayo de Delio Orozco que cité en mi anterior crónica: en 1953 el municipio Manzanillo contaba con 95 894 habitantes, de los cuales solo 42 252 residían en la zona urbana, es decir, en la ciudad.
Por el punto de vista desde el que habla esta lectora, supongo que pertenecía a esa “clase media en ascenso”. En ese rango estaban mis dos ramas familiares, los Arango y los Arias, pero en el borde inferior. Por razones que no vienen al caso, muchos de nosotros vivíamos en el reparto Gutiérrez, conocido como La Kaba. Mi calle, todavía llamada Narciso López, carecía de asfalto, o pavimento, y como va subiendo entre lomas, cuando comenzaban las lluvias se hacía intransitable. Siempre encontrábamos alguna ventaja: si necesitábamos arena, bastaba con recogerla a dos pasos de la puerta.
La enorme mayoría de nuestras casas estaban techadas con tejas criollas o francesas, y en la cuadra frente a donde viví casi ninguna había sido repellada. Pertenecían a albañiles, plomeros, zapateros, cortadores de caña u operarios de los ingenios de la zona que se iban de sus casas al comienzo de la zafra y regresaban tres o cuatro meses después con el grueso del dinero que obtendrían en el año.
Mis padres fueron de esos maestros normalistas que la lectora recuerda. Ambos trabajaban en “Mariana Grajales”, una escuelita que solo tenía tres aulas (prescolar, primero y segundo), y estaba instalada en una casucha de madera que mi padre, hábil para tareas manuales, tenía que estar apuntalando. Quedaba en la carretera del cementerio viejo, en un barrio tan empobrecido como La Kaba.
En 1961, mi madre alfabetizó a zapateros de la fábrica “Onell Cañete”, la mayor de las industrias del calzado, que estaba inaugurando por esa época un nuevo edificio.
Hace poco más de veinte años, en Medellín, Colombia, un rico empresario me dijo que nunca había entendido por qué en Cuba se había hecho una revolución. Había estado en La Habana, a mediados del año 58, y quedó deslumbrado por una ciudad vital, próspera, cosmopolita. Como prefiero la narración al discurso, le conté de mis padres. Antes de esa escuelita en la periferia de Manzanillo, conocieron la miseria en Cuchillos o San Antonio de las Muchachas, caseríos donde, recién graduados, uno y otra impartieron clases. Conservo una foto del bohío donde estuvo la escuela en que mi padre inició su carrera como maestro.
Pude responderle también que por la región donde nací comenzaron todas las guerras por la independencia de Cuba, y que en estos territorios encontró la Revolución su base social óptima: los pobres, seres humanos que poco o nada tienen que perder. Allí estaba (¿está?) el “tercer mundo del tercer mundo”.
Ya sabemos que cualquier lectura del pasado implica una mirada sobre el presente y una proposición para el futuro. Pero, a la vez, las interpretaciones del presente sitúan el pasado bajo ópticas distintas, cambiantes.
Desde inicios de la década del 70, en la calle Narciso López se hizo un sistema de alcantarillas que permite que las aguas vayan al mar. Es un enorme túnel por el que mi tía Encana, lectora empedernida, imaginaba que Jean Valjean podría caminar como lo hizo por los subsuelos de París. Fue una transformación radical, esperanzadora para los vecinos de La Kaba.
En 2017, sin embargo, es poco más lo que ha cambiado en el barrio. Las mismas casas sin repello ni pintura, los mismos techos de tejas. Cuando uno se aleja del centro de Manzanillo, es difícil encontrar señales de prosperidad o de bienestar. La sobrevivencia se impone.
A la comentarista que he citado le provocó “tristeza y rabia” la lectura de mi crónica, sentimientos motivados, supongo, por el contraste entre lo que su memoria conserva de los años 50 y lo que constata en testimonios recientes (no solo el mío). A mí me da dolor seguir la parábola trazada entre los 60, cuando se revolucionaron todas las estructuras sociales y parecieron surgir futuros promisorios para todos y cada uno de mis vecinos, y un presente en el que es difícil ilusionarse, tener, desde allí, un diseño para el futuro personal o nacional.
Hablo de una ciudad que creo conocer bien, a la que me unen lazos entrañables, y que continuamente estoy redescubriendo. Al hacerlo, comprendo también de que mi conocimiento del país en que vivo es parcial, insuficiente. ¿La de Manzanillo es una dolorosa excepción? Valdría la pena verificarlo.