“Quién responde”

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

La anécdota no está tomada de Kleines Tropicana, donde ocurre algo muy parecido. Me la contó mi suegra, quien fue testigo de ella mientras hacía cola en ese lugar al que seguimos llamando carnicería.

Entró un hombre al que la indignación no le cabía en el cuerpo. Puso sobre el mostrador una sartén donde yacía una sustancia oscura, confusa, fragmentada, humeante todavía. “¡¿Quién responde por esto?!”, gritaba en la cara de los dependientes, “¡¿Quién?!”.

La masa amorfa fueron croquetas compradas en ese mismo establecimiento, y habían estallado mientras su esposa las freía. El señor reclamaba por su dinero, por el tiempo perdido, por el susto, por la comida frustrada, quizás por alguna quemadura que pudo haber marcado el rostro o las manos de su esposa.

Los carniceros (¿así se les sigue llamando?) no respondieron. No en el sentido en que el señor quería. Ellos recibieron la mercancía procedente de algún centro de elaboración, o de un almacén, vaya usted a saber, y no iban a dedicar su tiempo a trasmitir la queja provocada por unas humildes croquetas explosivas.

En todo el espectro comercial cubano (tanto privado como estatal) la desprotección de esa figura conocida como “el consumidor” es absoluta. No solo por las carencias (mi esposa repite una frase elocuente: “Estamos comprando hoy lo que necesitábamos el mes pasado”), sino por las arbitrariedades, por el desequilibrio entre la calidad de los productos, el servicio brindado y los precios.

Recientemente vi en las TRD bolsas de leche en polvo, de 500 g, en cuyos sobres de nailon no se había impreso dato alguno. Quien adquirió una de ellas desconoce dónde y cuándo fue fabricada, cuál es su valor nutricional, en qué fecha vence, además de otras instrucciones que pueden ser suplidas por el sentido común, como el método para prepararla. Puedo suponer que hubo dificultades en el taller destinado a imprimir las bolsas, y tuvo que tomarse la difícil decisión de abastecer el mercado con un producto defectuoso. De paso, los fabricantes se ahorraron el gasto poligráfico, que no suele ser pequeño. ¿Por qué el consumidor tiene que pagar lo mismo por lo que debió costar menos y cuya calidad es inferior?

En estos días recibí un libro que debe presentarse durante los días de la Feria Internacional. La impresión no puede ser peor: la tinta está desvaída, en las fotos apenas se distinguen figuras grises, la encuadernación es chapucera, está mal cortado. “Puedo pedir que lo vuelvan a hacer”, me dijo el director de la editorial, “pero me arriesgo a que se demore muchos meses y nada me garantiza que vaya a quedar mejor”. En este caso puedo mencionar a los responsables: la UEB Gráfica de Villa Clara.

Tras la cáscara amarilla, brillante, apetitosa de una frutabomba o de unos platanitos se suele ocultar una masa blancuzca, difícil de masticar, levemente amarga. Hace casi dos años leí un extenso y bien informado reportaje sobre el uso de Flordimex (nombre comercial del etefón), el producto que, según vox populi, es más usado para madurar artificialmente las frutas (“¿Maduros o madurados?”, por Arianna Ceballo González). Un comerciante del mercado mayorista El Trigal confesó a la periodista: “Echamos una tapita de Flordimex dentro de 20 litros de agua, mojamos la fruta bomba y le damos un tiempo de cinco días para que madure”. Arianna Ceballo concluía al respecto: “Ante este panorama, es evidente que algunos mecanismos de control no funcionan, pues la trazabilidad de los productos escapa de las manos de los inspectores, sobre todo durante el proceso de comercialización”.

He rastreado otros datos sobre el uso de esta sustancia, calificada como fitorreguladora. Se afirma que uno de sus componentes es “tóxico para los organismos acuáticos, con efectos nocivos duraderos”. Otro artículo en un  sitio cubano, “Por una inocuidad alimentaria responsable”, firmado por Vivian María Sánchez Álvarez, avisa que “Aunque aún no existe confirmación de su relación directa con el incremento de enfermedades crónicas no trasmisibles como el cáncer, muchos especialistas consideran que el uso a repetición de estas sustancias pudiera incidir negativamente en las estadísticas presentes y futuras del país de estas enfermedades”.

En ese texto también se informaba que “en la actualidad existe un Grupo Nacional de Trabajo que integran la Agricultura, el Centro Nacional de Sanidad Vegetal, el Registro de Plaguicidas y el MINSAP; y en el que se ha establecido un plan de acciones para poder definir desde cuál es la sustancia utilizada por estas personas ilegales, hasta cómo poder establecer una vigilancia sistemática y actualizar la aplicación rigurosa de la legislación, de modo que se detecte esta práctica”.

Han pasado dos años desde entonces. Y muchos más desde que el cineasta Enrique Colina realizó Chapucería, de 1986, en el que recorría un catálogo de situaciones similares a las que vengo contando. El documental mereció en 1989 el “Premio especial a trabajos que mejor aborden aspectos que afectan la construcción del socialismo”, otorgado en el Concurso 26 de Julio de la Unión de Periodistas de Cuba.

La larga historia vivida durante estas décadas ha demostrado con vehemencia que se necesitan mecanismos de control, pero no solo aquellos que, aplicados de arriba hacia abajo, regulen, vigilen, castiguen a quienes violan leyes, roban, adulteran, engañan. Los mecanismos que faltan, los que son más necesarios y útiles, son los que deberían aplicarse desde abajo, puestos en manos de los dolientes del día a día. A fin de cuentas, todos en algún momento de nuestras vidas estamos en esa categoría de “consumidores-víctimas”.

Lo más doloroso, sin embargo, son las actitudes de las que operan los victimarios. Sus actitudes (nuestras actitudes) se sustentan por los que se han ido convirtiendo en nuestros pecados capitales: la indiferencia, la indolencia, la pereza, sobre todo el egoísmo. En la base del deterioro en que vivimos siempre está la despreocupación por el destino del otro, de mi semejante.

La misma pregunta con que he titulado este artículo está equivocada: la responsabilidad, la culpa, no están solo en el otro. Las croquetas explosivas fueron hechas, distribuidas y vendidas por personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, y detrás de cada una de estas fechorías hay empresas, instituciones, establecimientos estatales o privados de mayor o menor rango. Pero hay una responsabilidad nacional en la que todos estamos involucrados. Los pecados que he mencionado antes se expanden por el conjunto de la sociedad cubana. Ya no son el síntoma de problemas a resolver: ellos mismos se han convertido en la regularidad, en el problema, y solo podrán eliminarse si los expulsamos de la idea misma de la Nación en que querríamos vivir, en la que querríamos que vivan nuestros descendientes.

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