Octubre volvió a ser el mes del Premio Nobel; de todos, pero en especial del que pone atención en un escritor o escritora, estimulando de alguna manera el interés por los libros, a la vez que engrasa el mecanismo de la industria editorial. Sucedió luego de un año sin ganador alguno debido al escándalo que conmocionó a la Academia Sueca en 2018, cuando dieciocho mujeres acusaron al francés Jean-Claude Arnault, personaje bastante influyente ligado al Comité del Premio, de acoso sexual y un poco más que eso.
Debido a ese estruendoso acontecimiento, no hubo anuncios el año pasado, y esta vez han sido dos los elegidos de un certamen que algunos dicen desestimar, aunque, en el fondo, consiga la atención y mantenga en vilo el ego de los escritores que no lo reconocen en público.
En lo particular, muchas veces he profundizado en alguna literatura nacional o en la obra de determinado autor gracias a las apuestas del Premio. Ahora mismo, debo ponerme al día con la polaca Olga Tokarczuk y el austriaco Peter Handke, cuya sola mención ha causado toda clase de comentarios en la opinión pública mundial.
Hay quien parece verdaderamente interesado en conocer lo que dirá Handke en diciembre cuando haga su discurso de aceptación, pues, al parecer, es el más ligado a la política, o, al menos, el más comprometido con ella debido a su apoyo al ex mandatario yugoslavo Slobodan Milosevic, uno de los responsables en los hechos conocidos como Guerra de los Balcanes, cuyo resultado fue el de de 200 mil muertos en la década de los noventa.
Tanto parece relacionarse a Handke con Milosevic, que unas cuantas organizaciones y asociaciones yugoslavas insisten en que se le retire el Premio, cosa que sería muy discutible ateniéndonos a que el galardón apuesta por la obra, y se sabe, lo dijo Foucault, que al autor importa poco después de ella, pese el dilema de que sin él no haya posibilidad de materializarla.
Sobre discursos políticos en el Nobel de Literatura he estado pensando también, a propósito de lo vivido en las últimas semanas por América Latina; Ecuador, primero, Chile después. ¡No escapará Bolivia!
Hace casi treinta y siete años, en diciembre de 1982, el colombiano Gabriel García Márquez, al corresponder a su Premio Nobel, realizaba una disertación donde, de alguna manera, explicó estas convulsiones que de vez en vez sacuden al continente.
Dicho discurso desencantó particularmente a la antropóloga argentina Rita Segato, según supimos este año en la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires. Para ella, el escritor no había hecho más que sucumbir al encanto y poderío de Europa. No le perdona al colombiano ideas como que “América Latina estaba sola porque Europa no la miraba, no la veía, no registraba su existencia y no la comprendía”, según dijo Segato.
En sentido general, algo de eso proclamaba el autor de Cien años de soledad, pero el texto tiene otra lectura, y no precisamente tan sencilla. García Márquez parece más empeñado en que Europa y el resto del mundo entiendan otras cuestiones esenciales para la convivencia por aquí; por ejemplo, que el mayor desafío había sido, y lo sigue siendo, “la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. Este, según sus palabras, era verdadero nudo de nuestra soledad.
Insistía García Márquez en la idiosincrasia propia de estas regiones y, sobre todo, en que si algunas veces las búsquedas de sociedades mejores, democráticas y justas, le habían parecido bárbaras a los europeos era porque esta zona es demasiado joven en comparación con el Viejo Continente. En ese querer igualársele, acelerando tiempos históricos, volándose aprendizajes, edificándose muchas veces desde la concepción de tránsfugas, afloraba el trauma de su historia también colmada de excesos y fanatismos, de tanto caudillo como de leyenda.
“Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras”, dijo sabiamente García Márquez en un momento donde el continente se caracterizaba por sus luchas populares contra gobiernos civiles y militares signados por el estigma de los Estados Unidos en tanto la Guerra Fría no había perdido gota de fuerza.
Visto a estas alturas, pareciera que García Márquez, dirigiéndose a los presentes en la Casa de Conciertos de Estocolmo, le hablara igualmente a los hombres y mujeres que conforman las muchas culturas del continente al cual representaba, una región compuesta por países cuyos gobiernos, pese a estar cercanos por la geografía, el comercio, la cultura y el idioma, preferían distanciarse de un ideal común que les permitiera ampliar sus potencialidades y superar las diferencias en pos del desarrollo.
“¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?”, se pregunta.
De las disertaciones ofrecidas por los seis escritores latinoamericanos que han alcanzado el Nobel hasta hoy, la del escritor y periodista Gabriel García Márquez me parece en muchos sentidos la que más seria y abiertamente intenta responder algunas cuestiones sobre la situación latinoamericana. No impone un modelo para el bienestar social, sino que propone una reflexión en el afán de acercar estos pueblos al verdadero camino que los vuelva fuertes, estables, pacíficos y, junto a todo esto, respetados.
Un hombre conocedor de los entresijos del poder y la política, con una lucidez y habilidad para intuir problemáticas, como era el caso suyo, sabía muy bien de qué estaba hablando: Europa (porque era allí donde se encontraba) debía respetar las diferencias de la diversa Latinoamérica para que entonces ella misma fluyera hacia un lugar donde su pluralidad, no solo étnica y cultural, sino también política e ideológica, fuera más trascendente que su violencia. “La búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos”, dijo.
En materia de calado explícitamente político, este discurso solo es comparable para mí al que años después ofreciera Mario Vargas Llosa, aunque la perspectiva del asunto en el peruano luce, si se quiere, más convencional y determinada totalmente por un razonamiento que sucumbe al mismo autoritarismo que critica, pues parte de la imposición de un modelo ignorando otros, por los que, gústele o no, con razón o sin ella, optan la suficiente cantidad de personas como para no tomarlos en cuenta.
Se sabe que tanto García Márquez como Vargas Llosa pasaron de la idolatría a la enemistad, y sus puntos de vistas políticos fueron así mismo otra causante de esa separación. La contradicción que simbolizan en este sentido sigue viva en tierras que, para decirlo a lo García Márquez, todavía persiguen su identidad, aun cuando quienes lo hagan sea otros “hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”.
Habría que desandar todos los pueblos latinoamericanos, escuchar sus múltiples voces, convivir y padecer la mayor parte de sus problemas para entender la dimensión del conflicto que aun supone superar esa soledad, algo que va más allá del hecho de que otros la reconozcan o no. Más importante parece ser que la propia región acabe reconociéndose y percibiéndose sí misma para que entonces logre una ubicarse mejor dentro de esta aldea global que cada vez se vuelve más pequeña.
La idea que García Márquez sostuvo aquel día de diciembre de 1982, parecía darle vueltas al menos desde un año antes. Ya se avizoraba en artículos como “Algo más sobre literatura y realidad”, publicado en El País el 1 de julio 1981. Allí incluyó frases no menos trascendentes que las expresadas un año después: “Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea es el de la insuficiencia de las palabras”, escribe, y más adelante añade, “sería necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño de nuestras realidades”.
El tema sigue siendo eje del problema. Esas palabras que de a poco emergen desde el alma de los pueblos exigen que se incorporen y naturalicen para que al fin, si no nos salvamos completamente, al menos podamos alejarnos poco más de nuestras ancestrales y propias demencias.
gran articulo!