Soy otro que aprovecha el encanto de un título tantas veces parafraseado. Creo que es de Raymond Carver, quien lo usó en su cuento “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. Pero me viene a la cabeza por Murakami, Haruki.
Sabemos que el escritor japonés tiene un libro dedicado a repasar su vida como maratonista y que este se titula más o menos de esta manera. La construcción de la frase es musical y pegajosa. Por eso, seguimos parafraseándola. Ponme en la cola.
Escribe Murakami que cuando corre no piensa en nada serio, y que esas ideas o pensamientos que llegan a él cuando está en la carretera no son más que “accesorios del vacío”.
Yo no corro. Nunca he corrido demasiado a no ser cuando en Cuba se me escapaba una guagua después de haberla estado “cazando” durante largas e interminables horas. Circunstancias semejantes no dejaban mucho tiempo para pensar.
Correr no es el ejercicio que prefiero. Ni siquiera trotar. Mi cuerpo no se acomoda a esos saltos. Nunca me acompañaron los asmáticos pulmones para las largas ni para las cortas distancias. Ni cuando era tan flaco que para medir el ancho de mi tórax sobraba una mano no demasiado grande.
En cambio, pedalear, ¡hombre eso sí es otra cosa! Tal vez nadar se le parezca, pero por lo pronto, la experiencia en dos ruedas ha sido después de muchos años muy gratificante. Digo después de muchos años porque antes, como para muchos, la bicicleta fue también para mí únicamente un medio de transporte.
Mejor dicho, a veces únicamente fue una verdadera condena. Aun seguirá siéndolo para alguien, pero insisto en mi antes, en mi “cosa ausente” y en mi “cosa percibida”, en esos de recuerdos míos.
De cuando, por ejemplo, el vehículo en posesión estaba carente de cambios y a veces me esperaba una loma tan empinada como el Himalaya (que a fin de cuentas es una de las montañas que más se suele citar) porque debía trasladarme a un campo en busca de plátanos, mangos o boniatos.
En esos tiempos, la cámara de mi bicicleta sorprendía cada semana con agujeros que remendaba un amigo, vecino como yo de uno de los barrios con más “caché” de la ciudad, donde él era ponchero.
Lo visitaba con tanta frecuencia que el día en que fenecía alguna de las recámaras debía rendirle honores como si hubiera sido heroína de guerra, y que lo era; por sus cicatrices, por la manera en la que había enfrentado aquel infla y desinfla, aquellas torturas de constantes metidas en el agua sólo para delatar el nuevo poro abierto, y ella serena.
Ya no vivo esos martirios. Ahora soy como el yogui alcanzado el Samadhi. El pedaleo es mi momento de meditación: mantener un rimo constante, constante una respiración y ver pasar la ciudad lenta o rápidamente funciona como un incentivo para mi memoria. Es como si se activara un radar o fuera yo un barco pesquero y soltara mi inmensa red en la que suelen enredara todo tipo de cosas.
Me pasa como aquel personaje de Rubem Fonseca, aquel que caminaba bajo la creencia de que haciéndolo pensaba mejor, de que yendo de un lado al otro de la ciudad encontraba soluciones a sus problemas: “Solvitur ambulando”.
No es que ahora cada vez que tenga determinado conflicto agarre yo la bici y me vaya a cualquier parte, es que de cualquier parte adonde me mueva en ella salen ideas como en un juego de Pokémon. Llegado a ese punto, me veo en el deber de detener mi ritmo de 11 a 16 kilómetros por horas, sacar el teléfono y grabar lo que sea.
Uno no aspira a ser ciclista profesional ni a acaparar una gran cantidad de ideas como para hacerse rico, a estas alturas sólo pretendo mantener cierta lucidez, un estado físico saludable y dejar en mi hijo ciertas experiencias que no se olviden.
Y gracias a algunas aplicaciones en el teléfono compruebo que este año con los kilómetros que he recorrido podría haber llegado a Belo Horizonte, y casi alcanzo a La Paz. Para La Habana, no; me queda “mucho con demasiado”, como decía un pariente.
Espero que los kilómetros cumulados este año no sean como los puntos esos que acumula uno en ciertos supermercados. Yo esperaba con ellos sumar hasta completar un vuelo a cualquier parte, como había prometido la publicidad.
Y un día muy optimista y esperanzado le pregunto a la cajera cómo iba yo con el puntaje de ahorro en cuatro años, y mira que la chica me responde: “No, chabón, si cada primero de enero esto se vuelven a renovar”.