“No hay nada que hacer, ni qué ver en la televisión, así que me acuesto a las 8 y 30”, escribía un amigo desde Cuba antes que comenzara todo esto del coronavirus y nos viéramos obligados a permanecer confinados en un apartamento con poco que hacer o ver.
Mi caso: esposa, hijo de cuatro años, lo cual es decir un tornado categoría cinco dentro de la casa. La imaginación, los miedos y las obsesiones. Todo junto, sobrellevándose como en las mejores familias en libertad. Descanso y trabajo a la vez, paseos en google maps y maratones de libros. Y una ventana real por donde entra el sol, además de Windows.
En el momento de aquella conversación tampoco se habían descolgado las ristras de discusiones que trae consigo cualquier decisión gubernamental cubana en medio de una circunstancia especial, como lo es esta pandemia.
Todavía no se hablaba de estas cosas que se hablan hoy. Lo digo pensando en la suspensión de las clases, el aislamiento colectivo, el cierre de fronteras; pero, específicamente, pienso en lo del crucero inglés que estuvo atracado en el Puerto del Mariel, ¡puerto que habrá visto cosas en su historia!
Porque, si en Cuba hay once millones y pico de personas también es cierto que la cifra se suelta en la red, convirtiendo la nación virtual en un foro ardiente, donde nadie tiene en cuenta eso de no acercarse demasiado y allí están unos sobre el otro, más que opinando, sacando un cuchillo y apuñalando a las dos manos.
Somos tantos que casi nunca parece haber entendimiento, y el hecho de que el barco antes dicho atracara en puerto para evacuar a los “pobres” turistas que nadie quería recibir, produjo una discusión larga como las filas que ya se encuentran en los supermercados del mundo para comprar, dígase también: papel sanitario, con especial apasionamiento.
Comentaba un familiar de Miami: “Para qué queremos tanto papel sanitario si no se trata de una epidemia gastrointestinal”. Le di la razón: ¿Por qué esa necesidad de acaparar si los supermercados seguirán abiertos para quien necesite proveerse de víveres? Tampoco lo del desentendimiento es crónico. Pasa en todos lados. Y, lo del barco, creo que estuvo bien.
Volviendo al amigo que se iba a acostar a las ocho y media de la noche. Al día siguiente me dice: “Aquí estoy, aburrido, viendo cómo mi mujer plancha una camisa mientras aprovecho y me comunico con el mundo”.
El mundo suyo y el mío en ese momento no era el mismo. Para él probablemente el mundo fuera lo que estaba sucediendo en cualquier parte excepto en su entorno. Confieso que me pasa algunas veces. El mundo no es el mundo que tiene uno al alcance de las manos, sino ese que está allá, en el horizonte.
En el mundo con el que decía comunicarse estábamos yo y dos o tres amigos más radicados en distintas geografías, además de algunos medios de información que le permiten a él permanecer al tanto de ciertas bolas que nunca rodarán por la carretera central, sino por la autopista de la información.
Ahora que lo pienso, hacía mucho no mencionaba este término que creo haber visto escrito por primera vez en el libro Camino al futuro (1995) de Bill Gates, ese hombre que siempre es noticia. De hecho, en estas regiones Gates se ha vuelto trending topic debido a una frase que dijo hace unos años, exactamente en 2015 durante una de las conferencias anuales de TED, en Vancouver.
Entonces este hombre famoso e inteligente argumentó: “Cuando yo era chico el desastre más temido era vivir una guerra nuclear. Hoy la mayor catástrofe mundial es una pandemia. Si algo va a matar a más de diez millones de personas en las próximas décadas será un virus muy infeccioso, mucho más que una guerra. No habrá misiles, sino microbios.”
Debido al coronavirus las palabras de uno de los fundadores de Microsoft se han puesto en boca de mucha gente, como también lo han hecho ciertas frases de otros hombres que, aun en épocas distantes, daban cuenta del comportamiento humano en circunstancias extremas como la de una pandemia.
Daniel Defoe tiene un libro dedicado al tema que vale la pena releer. No es periodismo, aunque su forma de narrar contenga elementos por los cuales nos han hecho pasar su relato como el reportaje perfecto: “Era raro que el informe semanal no mencionara dos o tres muertes causadas por el miedo. Y cuando el miedo no producía una muerte súbita, traía otras consecuencias: unos perdían el sentido, otros la memoria, otros el entendimiento.”
Lo que sí no deja dudas es que, dado el contexto, y en tanto estemos recluidos, podemos, al menos, recuperar el tiempo; no el perdido al que Proust reverenciaba, si no al invertido en otros menesteres.
Eso después de todo es alentador. Reconforta contar con tiempo para hacer lo que a uno le gusta; estar en casa, por ejemplo. Si el exceso de tiempo atolondra y hastía, la ausencia de este mata, lentamente, como dice la canción.
Prefiero morir en paz que por desproporción de trabajo, sobre todo si es mal remunerado y me disgusta. De lo contrario, no habría problemas; morir haciendo lo que a uno le gusta sería el placer.
Pero el término que inventaron los japoneses se refiere al primero de los casos que menciono. “Karoshi” designa la muerte que sucede por exceso de trabajo, resultado de estos tiempos donde hasta la más fascinante ciudad parece no tener compasión con nadie.
En materia de expresiones creadas por los japoneses para definir algo más que un objeto o una acción, aprecio también la palabra: “Kintsugi”, que encierra asimismo toda una filosofía de vida, la de los objetos recuperados, la de las vasijas que, luego de ser reparadas, en las huellas de sus roturas encuentra otra forma de belleza.
Pero, “karoshi” tiene un detalle agregado, permite jugar con la palabra según las circunstancias, produciendo el vocablo exacto para describir este estado de necesario y extraño encierro que vive el mundo, una circunstancia, por cierto, rica para el nacimiento de teorías conspirativas o fértiles para la mente de los ufólogos.
Lo bueno de tener tiempo para pensar, es que a uno le vienen muchas cosas a la cabeza. Se lo diré a mi amigo hoy mismo, ahora que por momentos me siento aburrido. Y probablemente, aunque haya mucho de verdad en todo esto y aun no habiéndolo puesto al tanto de estas palabras niponas, me responderá: “Estás del carajochi”.