Caminaba esta semana por la avenida Corrientes cuando, husmeando en una librería muy cercana a la 9 de Julio, encontré un libro cuya edición de 1955 me pareció de absoluta belleza. 191 páginas impresas en los talleres gráficos Lumen que ya no existen en Tucumán 2926. Es la novela Bonjour tristesse por la cual Françoise Sagan (1935-2004) mereció el premio de los Críticos franceses con 18 años. La traducción corresponde a Noel Clarasó y el libro fue editado por José Janés un año después de su publicación en Paris, dando prueba de la potencia de la industria editorial argentina en aquel entonces. Por ese motivo y el recuerdo de una vieja anécdota, lo compré.
La anécdota la había leído hace mucho tiempo y lógicamente debí repasarla en su fuente original para componer esta crónica. En realidad, tuve que rastrear todas las fuentes para recuperar el hecho. Sucedió en 1960 y comenzó en Yara, entonces provincia Oriente, de Cuba.
Resulta que un periodista cubano acababa de desmontarse de un camión de volteo atestado de gente. Cincuenta personas de pie. Un buen sol calentando sus cráneos. Caminos de sube y baja en la Sierra Maestra. El grupo había viajado desde Las Mercedes a Yara y debía seguir viaje a La Habana en un tren especial a bordo del cual habían hecho el recorrido inverso medio centenar de periodistas internacionales después de haber sido trasladados a la estación habanera a bordo de 20 Cadillacs en fila.
Todavía animado por la conversación en la volqueta, más entusiasmado que exhausto por el trayecto, el periodista cubano se encuentra al fin en las cercanías de la estación donde divisa a una chica que le parece Françoise Sagan. Es rubia, viste pantalones amarillos y camisa beige. Tiene los ojos color avellana. “Se parece mucho a Françoise Sagan”, piensa, ajusta sus espejuelos y luego, más que seguro, se dice: “es que es Françoise Sagan”. Escribirá pronto una crónica titulada “Peregrinaje hacia la Revolución” en la que explica su desorden mental del momento: “había olvidado que ella había venido a Cuba enviada por el diario L’Express, a reseñar los festejos del 26 de julio”.
“No te puedes imaginar lo que significa un millón de personas en una carretera de 10 kilómetros, ¡es increíble! Tardamos dos horas en abrirnos paso en un camión desvencijado, adelantado por peatones, jinetes y coches americanos. Nuestras instrucciones eran no separarnos. Algunos periodistas nos dejaron de todos modos, desmayándose al sol. Empezábamos a tener hambre, y también sed, libertad.” Porque, en efecto, era Françoise Sagan.
“En resumen, a las 5 de la tarde, nos encontramos en una plataforma, a 20 metros de los altavoces, y en medio de un mar de sombreros de paja. (…) De repente, un rugido: Castro se acercaba. Es alto, fuerte, sonriente, cansado. Gracias al teleobjetivo de un amable fotógrafo, pude contemplarlo por un momento. Se ve muy bien y muy cansado. La multitud gritaba su nombre: “¡Fidel!”. Los miró con una mezcla de preocupación y ternura”.
Poco después ese impresionante acto había pasado y ella, como todos, había atestiguado a una multitud seducida por su héroe, mimándolo, malcriándolo, escuchándolo.
“Un millón de personas habían venido en diez días, pero un millón de personas querían irse en la misma media hora. Fue un espectáculo infernal. Había caído la noche y nuestro camión se había desplazado 10 metros en tres horas. Agotados por el sol, el hambre y la sed, los cubanos y los periodistas se desplomaron a un lado de la carretera. A lo largo de 10 kilómetros, 20 000 coches, con los faros encendidos, tocaron el claxon y avanzaron a toda velocidad, levantando torrentes de polvo”, escribe.
Pero, en estos momentos, en el minuto exacto en el cual el periodista cubano la ha descubierto, aquella chica de 25 años sólo intenta retener los sentimientos, la atmosfera que vive para escribir eso que sus compatriotas leerán después. “Estoy escribiendo este artículo a las 4 de la tarde. El tren no se ha movido. Acaban de llegar algunos periodistas; se ven divertidos y la conversación es débil”.
El entonces director de L’Express, Philippe Grumbach, le había hecho la encomienda. Bonjour tristesse transformó a Sagan en una chica justificadamente famosa. Su talento prematuro era consistente, su mirada aguda, su madurez le había permitido superar buena cantidad de incidentes desagradables: un suspenso en “La Sorbona”, un accidente automovilístico en su Aston Martin. Brillaba como cronista y estaba en Cuba debido a ese brillo. Incluso ya tiene apuntado lo siguiente: “Es el viaje más increíble que he hecho y espero que haga en mi vida”.
Al periodista cubano le llamó la atención el grupo en torno suyo, todos franceses. “No hacen más que dormir, jugar cartas, lamentarse de que están muy lejos del balneario Saint Tropez, jugar a las cartas, dormir.” Sagan, en tanto, emborrona el cuaderno y ha sumado otra idea: “Un reportero de Match me dice que en diez años nunca ha estado en una expedición como ésta. Si salimos, intentaré ver a Castro y hablar un poco más de Cuba. En cualquier caso, el 26 de julio de 1961 lo pasaré en casa”.
El grupo de franceses en cuestión estaba compuesto por ese otro periodista de París Match a quien el cubano recordaría por su apellido, Ferren. Y al tal Ferren le acompañaban su esposa y un fotógrafo de apellido Vital. También está allí un hermano de Sagan, pero no recuerda su nombre. Cuando suben al tren especial y este se pone en camino a La Habana, al periodista cubano le llama la atención que los franceses quieren que Cuba defina su política antes de que termine el trayecto: “Con Moscú o con Washington. ¡Escoja, señor, que no estamos para perder nuestro tiempo!”
“Le explico lo más amablemente posible que Sartre estuvo un mes en Cuba peguntando, tomando notas, poniendo todo su equipo dialéctico en juego y todavía se iba sin una idea precisa, fija, acerca de la Revolución”, dice el periodista cubano: “No entienden. No quieren entender”. “Cuba no es tan sencilla. Personalmente, me fui con las ideas más románticas y entusiastas y volví con algunas reservas. Debo decir de entrada que pasé allí un total de nueve días, que no hablé con Castro, que estaba enfermo, y que vi más a la gente de la calle que al gobierno”, escribe Sagan.
En Camagüey el tren especial tuvo que hacer una parada para recoger provisiones y el grupo de franceses, además de dormir, jugar cartas y lamentarse por la lejanía del balneario Saint Tropez insistió en bajarse para conocer la ciudad. Un miliciano con una ametralladora en la espalda y dos Colt en los costados les hizo saber que no podía dejarlos. Como no ofreció posibilidades uno de los franceses gritó: “¡Yo soy un hombre libre!”, ante lo que alguien soltó: “Ustedes vienen de una dictadura militar”. Uno de los franceses que ha persistido, riposta: “Yo no tengo miedo. De Gaulle ha sido electo, además, por catorce millones de votos. “Cómo decirles que Hitler obtuvo la misma cantidad”, apunta el periodista cubano que observa cómo el mismo miliciano que les ha negado la posibilidad de bajar vuelve para ofrecer a los franceses algunos pasteles secos.
“Parecen ignorar por completo (hablo del cubano medio) que están a una hora de Estados Unidos, que han pedido ayuda a los rusos y que eso puede ser motivo de interés para la prensa mundial. Finalmente, están convencidos de que, aparte de Rusia, todos los pueblos viven bajo una horrible tiranía y que los franceses estamos echando una mano a un verdugo sanguinario llamado De Gaulle. Las conversaciones de este tipo, si continúan, te llevan al borde de la apoplejía. En cuanto a 1789, 1848, etc., no saben, somos atrasados y cobardes. Sé que este tipo de molestia parecerá infantil, pero hay que haber pasado nueve días con los cubanos”.
Los reportajes escritos por Sagan sobre aquella Cuba revolucionaria no resultan demasiado alentadores para algunos coterráneos suyos de izquierda que jamás habían pisado la Isla. Mucho tiempo después, y según otro artículo de L’Express, contó que había encontrado “demasiados soldados, demasiados policías en todas partes”. “Lo que también me llamó la atención fue que este país estaba dirigido por niños. ¡Niños barbudos, pero niños al fin y al cabo!”. Y apuntaba sonriente: “Estaba un poco loca en ese momento. Pensaba sobre todo en bailar, nadar, en fin, ¡fiesta!”.
Lo cierto es que cuando el tren especial, montado sobre rieles especiales, que cabeceaba de derecha a izquierda como un barco viejo (y evidentemente, como todo en la Isla, especial), llegaba a La Habana, Françoise Sagan era lo suficientemente inteligente como para haber hecho una serie de anotaciones que forman hoy parte hoy de su histórico viaje: “Los cubanos han conservado el sentido de la propaganda de los norteamericanos, y en todas partes solo hay panfletos, consignas, discursos, una histeria de carteles, profesiones de fe y, por supuesto, barbaridades. Todo el mundo anda con pistolas a los lados, panfletos en los bolsillos y una fórmula en la boca, lo que, además, queda muy mal en el pueblo cubano, que es la gente más amable, simpática y servicial de la tierra”.
El periodista cubano que viajó también en aquel tren especial era Guillermo Cabrera Infante. El reportaje de Sagan para L’Express tiene por título: “Une promenade au soleil par Françoise Sagan”. Las fotos que encontré de ese momento, y de las cuales ofrezco apenas detalles, corresponden al alemán Jochen Blume. Antes de esta visita, un magazine que dirigía el periodista cubano protagonista también en este texto había publicado estas declaraciones de Sagan sobre esa obsesión de aquellos días llamada “compromiso del escritor”: “El “compromiso” del escritor se expresa a través de una serie de actitudes prácticas, como rehusar escribir en tal o cual publicación. La política es para mí algo puramente utilitario: se trata de cambiar el mundo. Pero ello no tiene nada que ver con lo que escribo, y no creo que importe mucho al lector ser aleccionado, por ejemplo, sobre la situación social de mis personajes”.