Más que a la literatura o al periodismo, para mí la Argentina está ligada al fútbol. No soy siquiera jugador, pero mis desplazamientos coinciden con partidos importantes, hitos memorables al juntarse con mi experiencia.
Llegué al país cuando la selección de este país era derrotada en el Mundial de Brasil; me alquilé a unos metros del Obelisco el día en que Racing celebraba su triunfo en 1era División; el más reciente de mis regresos ha ocurrido en el lapsus de la Copa Libertadores.
Recuerdo cómo en 2014, desde un decimoquinto piso del Cerro, y con las maletas listas, había seguido el partido donde la maquinaria alemana dejaba en blanco a Higuaín, Messi y sus compañeros. En el minuto 135 estaba yo junto a la ventana, mirando el lecho cascado de azoteas, más allá el humo salido de Tallapiedra y, en lugar de proyectarme el futuro, intentaba imaginar cómo se habrían tomado los argentinos aquella derrota.
Analizándolo ahora, me habría gustado tener mejor suerte para que el espíritu de la victoria reinara en la ciudad y determinara mi bienvenida, y no, como sucedió al entrar, aquella desolación futbolística de calles nubladas por una llovizna poética que, de no haber sido por mi esposa, también habría sido mortal.
La garúa era, además, sensitiva e intensa; nadie quería voltear la cabeza para divisar el Maracaná y, menos aún, constatar el rostro de sus jugadores padeciendo, aun cuando tuvieron el cántico inoportuno de Brasil, decime que se siente….
Comprendí pronto el significado de una derrota o victoria en el fútbol para la gente de aquí. No tiene comparación. Nada de lo que hubiera visto en la pelota -dígase, técnicamente, béisbol- el voleibol o el boxeo se compara con esta apoteosis.
He sentido estremecimientos en un edificio durante el partido, he escuchado el vocerío, las patadas, los puñetazos, la cabeza saliendo por la ventana para proclamar un gol; he visto con mis propios ojos el rapto milagroso que convierte el andador de la anciana en el vehículo supersónico que debe trasladarla al televisor.
También sigo admirado cómo se pelean en la defensa de una idea o cómo el titubeo propio de su naturaleza les hace descomponer cualquier certeza, no solo futbolística. Dicen que los argentinos nunca se ponen de acuerdo y hasta tienen un término para definir su segmentación; le llaman “grieta”, y de esta forma refieren la división socio-política subrayada por el kirchnerismo, pero que es aplicable a mil contradicciones.
La primera vez que escuché el vocablo fue previo a las elecciones. Todo el mundo hablaba de ella y ella, la grieta, era la culpable de todos los males. Luego caí en cuenta de que la grieta es una etiqueta netamente marketinera, un truco para triplicar teleaudiencia, para conseguir votos, para vender libros y para seguir separando a los ingenuos en polos que parecen irreconciliables, porque desentendimiento siempre habrá en una sociedad.
Ningún pueblo se pone de acuerdo en la totalidad de las estrategias trazadas por los gobiernos, y, de hecho, muchos han permanecido polarizados por años, dando pie a guerras y revoluciones. Ahora mismo tenemos al Reino Unido dividido por el Brexit, a Estados Unidos por “el muro”, a España por Franco (aún), a Venezuela por la crisis y Maduro, a Brasil por Bolsonaro…
Nosotros, los cubanos, como grieta natural tenemos el Estrecho de La Florida. Quien no ha estado de acuerdo con la Revolución, quien no coincidía siquiera en un tercio con ella, en lugar de quedarse en la isla acaba instalándose en esa prolongación sentimental de Cuba que es la Florida. Otros cruzaron el charco voluntariamente o fueron empujados por masas fanatizadas que el gobierno también manipula y controla, profundizando o cerrando la grieta a conveniencia.
En cuanto a la Argentina, pese a todo y en materia política, la sociedad ha sido capaz en los últimos tiempos de coexistir en sus diferencias; por más que le pese el actuar de esta o aquella facción sigue tomando partido desde el civismo. Eso sí, acepta o rechaza pacífica y enérgicamente las decisiones que afectan a la mayoría.
Contrario a esta actitud, cuando esos mismos ciudadanos forman parte de la hinchada pierden la cabeza, es como si se dejaran dominar por un impulso ancestral que retoma actitudes cavernarias. Es decir, los domina el sentimiento.
Apasionados de River Plate dieron muestra de ello a fines de noviembre, cuando un ómnibus con el plantel de Boca Juniors se aproximaba al Monumental donde iba a desarrollarse el partido de vuelta de la Copa Libertadores. Botellas y piedras dieron paso a una turbamulta, tan excitada que la policía acabó echando mano al gas pimienta y este afectó también a los jugadores rechazados por los fanáticos.
El incidente determinó que el partido se suspendiera, más tarde se pospuso, y acabó en anuncio inaudito: la Copa Libertadores de América se discutiría en Madrid, en el Santiago Bernabéu.
Yo había viajado justo el día del primer encuentro y, debido a los cambios forzosos en su planificación, regresé justo cuando se jugaba el último. Fui testigo del entusiasmo en su habitat natural, la tierra; y en el aire, gracias a la cápsula en la que se había transformado el avión, tuve la certeza de que las grietas pueden ser superadas, aun cuando partan de una rivalidad legendaria como la de Boca y River.
Volábamos en una nave portuguesa que Cubana de Aviación había arrendado. Serían cerca de las tres de la tarde cuando de repente el capitán tuvo la amabilidad portuguesa de informar a sus viajeros que el partido había arrojado su primer resultado a favor de… Boca.
Medio avión se puso de pie entre aplausos y besos, y si no hicieron más quienes celebraban fue por el temor de caer en picada; descubrí a muchos con los ojos llorosos por la emoción contenida, tan contestos se pusieron que abrazaban a la tripulación atónita, y deambularon por los pasillos hablando solos o con cualquiera.
Poco a poco la euforia fue diluyéndose y surgieron las aeromozas portuguesas con el carrito cargado, y la falta de información nos devolvió al natural letargo de este tipo de viajes. Volvió a escucharse la voz del capitán mucho después. Informaba con elegancia y cuidadoso dramatismo que el partido por el que se discutía la Copa Libertadores había concluido en arrojando el resultado de 3 a 1 a favor de… River.
¡Para qué fue aquello! La otra mitad del avión, aquella que se había mantenido en respetuoso silencio, se levantó entonces duplicando la algarabía de quienes habían celebrado antes. Incluso alguno besó el suelo del pasillo y otro echó mano al equipaje para mostrar estrujada camiseta del equipo ganador que no dudaba en vestir.
Un señor sacó copia del papel que el piloto tuvo la delicadeza de imprimirles con los resultados, gritó que lo enmarcaría, que lo pondría en la cabecera de su cama, que qué grande el piloto aquel por semejante felicidad.
Después nada más paso, y fanáticos de River y Boca se quedaron dormidos para aprovechar lo que restaba de viaje mientras pensaba yo en que las grietas, además de un truco, son pasajeras también; y no lo digo literalmente –“pasajeras de un avión de Cubana”–, sino que se olvidan, se alternan, se renuevan, transforman, van, vienen y, por suerte, quienes las promueven, por momentos, se derrumban por cansancio propio.
se lee con alegría este relato sobre nosotros y asombra lo certero de su captación por alguien que no es argentino, lo que hace suponer una cierta sensibilidad amorosa al cronista.
sin embargo, quisiera agregar q el episodio del ataque al ómnibus de boca y que derivó en que el partido se jugara en madrid, está sospechado de haber sido una maniobra para lograr tal fin, en pos de beneficios económicos y de poder. es verdzd lo antagónico es inherente a la sociedad, y también la complejidad de ciertos fenómenos.
A mi también me ha pasado, recuerdo particularmente el mundial de 2006 donde Argentina perdió por penales ante su verdugo alemán. En Buenos Aires nadie hablaba la solemnidad era tal que a mi me ponía nerviosa y en esas situaciones me daba por reirme.. fue impresionante. También viví los triunfos de las hinchadas en el Obelisco… Y por supuesto el mal humor de mi hijo hincha de Racing cuando el equipo pierde…