Unos pocos objetos distribuidos en recipientes diversos y sin demasiado valor, eso era esencialmente ese spork (“cuchara-tenedor”: “cuchador”, le definen) hasta que el ingenio de una niña acabó transformándolo en algo más que el juguete perfecto. Luego, pasaron cosas, y, como sus compañeros de cajón estaban convencidos de que era presencia básica para el bienestar de quien lo había creado, se empeñaron en que tomara conciencia de su situación.
Para el tenedor-cuchara, sin embargo, nada tenía sentido; ni su forma, ni la relación que la niña había establecido con él; más bien lo estaba obligando a un destino para el cual no fue creado. Por eso, por mucho que le hablaran de su buena suerte, de que había pasado a ser en verdad un objeto sumamente especial, una y otra vez terminaba gritando eso de: “Soy basura… una basura”.
El cuchador, habiendo superado la prueba que pasan todos los objetos desechables que nos hemos inventado en este mundo, no quería final más que el que le corresponde a uno de su estirpe. Se sabía “basura” y al más mínimo descuido se arrojaba inevitable al cesto. Sin otras alternativas morales, sus convicciones lo llevaban directo a preferir cualquiera.
Los juguetes en derredor corregían esta dislocada actitud. Y es que, además de haber dejado de ser un spork, tenía el mérito de ser el artefacto más valioso entre todos ellos. Su aspecto no encajaba entre el de los grandes seductores. Nadie habría reparado de fijarse solo en su aspecto, pero su personalidad lo había transformado en el juguete más importante.
Resulta que una niña nombrada Bonnie debía adaptarse al nuevo ambiente de otro jardín. El mundo se mostraba amenazador e inseguro y temía cuanto le esperaba hasta que, en ejercicio inaugural, la maestra pidió construir un juguete que sirviera de compañía. De ese modo nació Forky.
Con esta historia, el centro de la cuarta parte de Toy Story 4, un filme que se estrenó el pasado 20 de junio y que se ha convertido en una de las películas de animación más taquilleras de la historia, los productores y guionistas trataron de desarrollar una filosofía ya evidenciada por cualquier padre o quien haya estado mínimamente atento a cierta reacciones de los niños.
No es necesario que un objeto tenga características espectaculares para que un niño lo considere valioso. Lo mismo sucede muchas veces en la vida: la jerarquía de un objeto, persona o cosa, queda fuera de su cualidad, depende más bien de las sensaciones que despierta, del momento en el cual aparece en nuestras vidas.
Sin embargo, en casi todos los países donde se ha visto el filme no fueron los talleres de manualidades los favorecidos hasta donde sé, sino las tiendas especializadas que comercializar el nuevo juguete. Bien podían proliferar los forkys nacidos en las propias manos de los niños; sin embargo, el mercado nos las ha puesto más fácil y seduce con un artefacto tentador.
Aprovechando la coyuntura, la popularidad, además de la presencia de Forky en vallas y envases, ahora también puede encontrársele, fabricado industrialmente, en las tiendas físicas o espacios de venta online. Por valor de dos mil pesos en México o hasta cinco mil (unos noventa dólares) en Argentina, el niño se lleva a casa su impresionante compañero.
Las réplicas de estos personajes de ficción que están a la venta son verdaderos prodigios de la seducción tecnológica, porque, tal como promueve un manual, en el caso de Forky: “camina, habla y baila”. “Responde a tu voz”, proclaman incluso para mayor tentación en un recuadrito.
El tema me lleva a pensar en el mercado cubano, y pienso lo que podrían hacer los que fabrican juguetes con miles de dificultades en la isla, las decenas de máquinas de plástico instaladas y en funcionamiento desde que tomaron auge en los años noventa, cuando la crisis. Sus dueños, buscando toda clase de iniciativas, pusieron en el mercado una serie de productos que, si no de gran acabado, era la prueba de lo que en una circunstancia cero los cubanos podrían hacer.
Hoy muchas carencias de juguetes importados son superadas por ellos, sin demasiada oportunidad de especialización, o faltándole tanta como materia prima y recursos para ofrecer un producto moderno y no solo artefactos ordinarios, o sin ninguna calidad algunas veces. ¿Intentarán hoy producir un Forky, la nueva moda allende los mares?
Cuentan los animadores del filme, en especial su director Josh Cooley, que la idea de Forky surgió en una especie de taller donde todos se preguntaban cómo era posible que sus hijos (los niños, en general) prefirieran la caja de cartón donde llegaba el super juguete en el cual habían gastado una fortuna los padres.
Pese a esto, Forky ha caído en la tentación y ya es el artefacto que cuesta una fortuna, volviéndose un verdadero objeto del deseo, no tanto para los propios niños como para los adultos, porque, al fin y al cabo, estas producciones de hoy día (desde las películas hasta los juguetes) están pensadas más para nosotros que para ellos.
El día en que vi la cuarta parte de esta saga famosa de personajes conocidos había tantos adultos solitarios como niños acompañados de adultos; incluso, los adultos que habían llevado a sus niños terminaban exigiendo de los pequeños tranquilidad, silencio; es más, uno de ellos me aseguró que habría querido estar solo para disfrutar en verdad del filme que le hacía recordar su propia infancia.
Con los juguetes sucede algo parecido. A veces parecen pensados para seducir primero a los padres. Y, si esos padres tuvieron una infancia no muy abundante de semejantes productos, el deseo de tener uno sofisticado será mayor. Lo prueba mi experiencia. A veces entro emocionado a la juguetería y hasta termino imponiendo mi gusto por sobre el de mi propio hijo.
Así somos los adultos, siempre imponiendo, siempre creyendo sentir o desear lo mejor, cuando, ¿qué es lo mejor para un niño? ¿Quién acepta feliz cuando nos dicen ellos lo contrario a nuestra voluntad con total simpleza? ¿Un juguete fabricado con desechos y basura? ¡No!, mi hijo tiene que tener lo mejor… Yo lo he escuchado. Y hasta lo habré repetido: “lo mejor”.