Hace catorce años, a principios de enero, estaba saliendo yo de un hospital luego de dos semanas de ingreso. Había llegado a cuestas de una ambulancia la noche del 31 de diciembre de 2004 tan trocado por golpes, quebraduras, rasponazos y tumefacciones resultantes de un accidente automovilístico que pocos lograban reconocerme.
Dos días después una amiga de la infancia entró al cubículo en su desempeño como especialista maxilofacial y tuve que presentarme. Estaba vacilante y, al rato, solo por mi voz, supo que, en efecto, aquel demolido paciente de la cama trasversal cuya pierna izquierda permanecía en el aire tensionada por unas pesas, con la cabeza cubierta de gazas tal vez protectoras de sus ideas, era el mismo con quien había compartido algunas horas de ocio en la adolescencia.
Aunque, no sé si sea correcto decirlo de esta manera. Porque después del tétrico episodio nunca volvería a ser el de antes. Me lo dijo primero un periodista de Radio Rebelde con el que había hecho prácticas en la ciudad de Holguín, y estoy seguro que su comentario no solo se refería a las pérdidas visibles de mi cuerpo: la total elasticidad de una pierna, un pedazo de cuero cabelludo y mi esplendida nariz. También, y sobre todo, había perdido a mi madre y con ella parte de mis recuerdos.
Ese fue el más terrible de los daños, al cual tampoco me repondré nunca, pero al que acabé poniéndole a un lado porque la vida se impuso con sus obligaciones nuevas. Tenía 27 y un sueño por cumplir. Estaba a punto de graduarme como periodista entonces, fraguaba proyectos, aspiraba a emular con los maestros; pero, ya había entendido que a la vuelta de la esquina espera siempre la contrariedad.
Una manera de espantarla ha sido escuchando a Joaquín Sabina. Fue lo que hice en aquella sala de hospital a partir del momento en que conseguí algo de consciencia, no toda y quizás ni pudiera llamarle conciencia, porque después de los golpes, y tal vez como el mejor lenitivo, junto a los fármacos que estaba recibiendo, una especie de quieta confusión me dominaba.
Había pedido una grabadora y unos casettes míos, algunos puntalmente y así, con trasfusiones de sangre, pomadas que regeneran la piel y la música de Sabina fui recuperándome lentamente. Entonces tenía casi todos sus discos grabados en casettes Sony y LG. Recuerdo que un par de ellos estuvo conmigo en aquella sala.
Mentiras piadosas y 19 días y 500 noches, dos de los mejores trabajos de Joaquín, indudablemente, cuyas letras me sé de memoria, fueron parte de mi rehabilitación. Todas sus canciones, y en especial unas pocas marcadas en mi memoria por ciertos sentimientos, tiraban de mis huesos, calentaban mis músculos, realizaban la terapia complementaria a la labor de los especialistas.
Por la forma de mirarme, supe que muchos de quienes me visitaban no lograban entender cómo un muchacho que acaba de perder a su madre, que ni siquiera lo comprende aún y por eso al recibir el alta lo esperará un territorio devastado, podría permanecer aparentemente tan feliz mientras escuchaba aquella música que, por cierto, a buena parte de ellos le parecía odiosa.
Yo mismo no podría explicarlo, pero, en efecto, era así. Algo en las canciones que escuchaba ya desde hacía bastante estimulaban la función reformadora de mi armazón. Era como si el recuerdo que brotaba a partir de sus melodías y letras, como si en conjunto toda aquella buena poesía fuera recomponiendo cada tejido roto, calcificara huesos y le insuflara esperanzas a mi alma destornillada.
A los pocos días un espejo minúsculo ratificó que el aspecto de mi rostro se recuperaba, así como mi cuerpo seguía funcionando a la perfección. El 2004 y el 2005 no fueron buenos años para mí, pero tampoco para Sabina, quien, pese a componer el disco Alivio de luto, y por él mismo, da cuenta de lo que habían sido años difíciles como consecuencia de la nube negra de la depresión, padecida poco después de haber sacado aquel memorable Dímelo en la calle, en el cual incluido hay otra canción levantamuertos y demoledora: “Peces de ciudad”.
Ese tema nos sorprendió desde un televisor de la beca 12 y Malecón. Recuerdo a un amigo de universidad, hoy guionista de cine en México, a quien, por cierto, le disgustaba que los seguidores de Sabina tuvieran tendencia a adoptar la misma pose. En parte tenía razón, aunque yo, que he sido sabinómano, nunca me he sentido siquiera próximo a esa tentación de comportarme según los registros de la caricatura que muchas veces hacen de Sabina. Tampoco lo hacen mis amigos sabineros cubanos, algunos de los que, incluso, no tienen hoy más que una canción de autor para musicar su felicidad.
Por esas cualidades casi mágicas en la obra del español es que he sido fiel a su recorrido y, ahora que él se acerca a los 70 años, sigo siéndolo tanto como antes. Valoro críticamente sus nuevos trabajos y escucho cada disco antiguo cuando tengo el tiempo; incluso, como lo había hecho en aquella cama de hospital, siempre buscando la regeneración.
Ahora que su amigo y compañero de años, el guitarrista Pancho Varona, aprovecha el YouTube para contar interioridades de las canciones de Sabina, separo unos minutos los martes para enterarme de cómo compuso este o aquel tema, solo o en compañía; pues, otra de las peculiaridades de Sabina sigue siendo el acudir a trabajo colectivo, gracias al cual han nacido muchos de sus mejores temas.
Aunque no me gusten demasiado las series, podría incluso seguir la que se hará próximamente en homenaje a sus 70, según acaban de anunciar varios medios europeos. He leído sus libros y entrevistas y también será grato redescubrir a través de un programa televisivo la vida de quien ha musicalizado la existencia de uno.
Por eso, me da igual que Joaquín Sabina exhiba en algunas de sus canciones un machismo desbordado, según lo que alegan algunas ultrafeministas amigas mías, o que haya dicho esto o aquello otro en materia política, según las circunstancias. Si aplaude las corridas de toros, es él. Me basta con que Sabina me haya salvado una vez, y que con sus canciones recalque yo mi felicidad varias veces al día.
Y yo esperando que algún día uno de sus discos se titule El rapto de las Sabinas. Es terapéutica. Su música. E inspiradora. Y odiosa para los no iniciados. La forma más culta de torturar a mi hermana y madre, en venganza por hacerme escuchar el cancionero romántico mesoamericano, era, precisamente, ponerles, uno tras otro, los discos del Sabina. La colección editada por el diario El País y que llegaron a mis manos siguiendo los caminos inciertos de los donaciones desinteresadas. Su discurso no es apto para timoratos. Es mi candidato al Premio Nobel de Literatura. Si se lo dieron a Bob Dylan por qué no a él. Salud y suerte al del carnet del Atleti.
Compartimos la pasión por el maestro y sus letras. Estruja el alma tu historia. Gracias.
Antes del accidente, me prestaste un CD de un grandes éxitos, creo q del malas compañías, no recuerdo. Me lo prestaste cuando te llevé algo de Charly, y me tomé el último refresco de manos de tu madre.
La noticia q me llegó, yo no estaba en Holguín, y gracias a Dios, errónea, fue q habías muerto en el accidente.
Meses después Carlos Batista me sacó del error.
Imaginarás q el Cd de Sabina, de un amigo muerto, no se devuelve, a quien devolverlo?
Quizas te faltó en la terapia. Aun lo tengo, si lo quieres, puedo limpiar mi karma devolviendotelo. Esta publicación tuya q encontré de casualidad ha saltado los resortes de mi conciencia culpable.
Un abrazo hermano.