Esta noche cierra en La Habana el premio Casa de las Américas, certamen que alcanza seis décadas y sigue atrapando el interés de escritores en todo el continente aunque muchos renieguen, demeriten o aborrezcan su realidad.
El premio ha tenido, como todo, momentos de mayor o menor gloria, y esta gloria ha estado respaldada por las obras en concurso, la capacidad para descubrir materiales trascendentes en los hombres y mujeres de los múltiples jurados, y, claro está ha dependido del peso de las épocas.
Hay de todo en 60 años. Débiles manuscritos que lograron visibilidad gracias a la red difusora del certamen; notables autores fuera de selección o apenas salvados por una mención honorífica. O viceversa. Libros de calidad imperecedera presentados por lo que fuera una especie de centro para la cultura regional. Lo escribió Nicanor Parra allá por 1985: “Todos los caminos conducen a Cuba” (y seguido, el verso: “pero el aire está sucio y respirar es un acto fallido”).
La subjetividad cabalgante. La coyuntura implacable de la Revolución.
Casi todos los dilemas producidos en torno al dictamen estuvieron vinculados con obras de escritores cubanos cuya interpretación del mundo y, especialmente de su realidad, pareciera contrapuesta al ideal o aspiración del momento latinoamericano que no pocos jurados creían estandarte prioritario del certamen.
Por el lado contrario, algunos de quienes tuvieron la labor de elegir entre decenas de manuscritos llegaron a sentir la presión de factores externos camuflados con el fin de modificar sus criterios en desfavor de este o aquel autor cubano. Enfatizo en la subjetividad porque es conocida la frase con la que Haydee Santamaría, presidenta y fundadora, abría cada edición del certamen. “Lo único que importa es la calidad”.
Sin embargo, estos dilemas tuvieron casi siempre por centro la disyuntiva ética-estítica, política-ideológica.
El primero de los casos conocidos por el lector cubano fue el del poeta cubano José Álvarez Baragaño, quien con su libro Poesía: revolución del ser parecía en 1960 el más firme candidato, al menos teniendo en consideración la opinión de uno de los jurados, el poeta Virgilio Piñera.
Piñera, junto a Benjamín Carrión y Nicolás Guillén, tenía la responsabilidad de elegir el mejor poemario y desde el principio planteó su desacuerdo a la propuesta de su compatriota, quien creía conveniente favorecer un libro que reflejara la circunstancia de Cuba y que, además, llevara en sí un profundo “contenido americano”.
El desacuerdo del autor de Electra Garrigó partía de un ideal poético y literario totalmente contrapuesto, pues “yo no postulo el hecho poético desde lo social o político, desde lo pretendidamente americano sino desde la poesía en sí misma y para sí misma”, escribía en el artículo “Votos y Vates”, publicado en Lunes de Revolución el 15 de febrero de 1960.
Pese a su resolución, el poemario de Baragaño, en librerías ese año gracias a Ediciones R y por gestión de Piñera, quedó sin galardón, superado en votos por el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum y su Dios trajo la sombra.
Del mismo modo, en la categoría de cuento, donde también Piñera fungía como jurado junto a Lino Novás Calvo, Antonio Ortega y Miguel Ángel Asturias, no prosperó su apuesta, y a la candidatura personal se impuso un nombre del que casi nadie da cuentas hoy, el mexicano José María López Valdizón.
En el género cuento no solo se fue en blanco el manuscrito La angustia de sábado, de René Jordán, favorito de Piñera, sino también lo que pudo haber sido ese bestseller de Guillermo Cabrera Infante que habríamos de leer con el título Así en la paz como en la guerra cuando Ediciones R lo público también pocos meses después.
Cabrera Infante, jurado al año siguiente del Casa, con su peculiar estilo socarrón se referiría al dictamen de la siguiente manera: “El año pasado no estuve conforme con el fallo del jurado (sin duda, el mejor libro era el mío); este año es posible que no esté de acuerdo con el fallo del jurado (sin duda, el mejor libro será otro, y no el elegido)”.
El libro escogido fue Pescador sin fortuna, del salvadoreño Luis Díaz Chávez, otro escritor apenas nombrado en el presente; aunque, sí hubo mención para un cuentista de quien se hablaría mucho en lo adelante, el argentino Abelardo Castillo.
Cubanos y argentinos se alternaron en el acápite Cuento el premio en lo adelante, hasta que seis años después volvió la disyuntiva de alzar al parnaso latinoamericano a este o al otro.
En marzo de 1967, según narró a uno de los concursantes quien había fungido como jurado en La Habana, la votación estuvo reñida. Escribe Ricardo Piglia al respecto: “Me encontré con Dalmiro Sáenz, que me trajo noticias del concurso, mi libro estuvo primero hasta el final pero luego premiaron al cubano Benítez.”
Jaulario, de Piglia, recibió Mención de honor por un jurado compuesto, además de Sáenz, por Carlos Monsiváis, Enrique Lihn, Mario Benedetti y Jesús Díaz. Fue publicado por Casa en 1967. El cubano Benítez era Antonio Benítez Rojo, y el libro: Tute de reyes. Monsivaís lo calificó de “brillante” y destacaba que el autor con sus historias llegaba a comprender que se debe superar la etapa maniqueista, elemental, de la literatura panfletaria, para entrar a la tantas veces pregonada pero casi nunca cumplida etapa de la descripción revolucionaria” (en: Antonio Benítez Rojo: Del Mundo Cerrado Al Caribe Infinito, de María Rita Corticelli)
Un año más tarde, el mismo género, se repite el dilema. La obra en disputa pertenece a un novel escritor peruano llamado Alfredo Bryce Echenique.
Veinticinco años después, en sus memorias contará lo sucedido. Por mediación del coterráneo Emilio Adolfo Westphalen, Bryce Echenique supo en París que el premio ese año había sido discutidísimo. Otro jurado, el chileno Jorge Edwards le dio detalles.
“El fallo del jurado había sido muy disputado entre el escritor cubano Norberto Fuentes y yo. Finalmente a Fuentes se le iba a dar el premio porque, por primera vez en Cuba, se publicaba un libro en el cual no todos los guerrilleros eran santos de una sola pieza, sino seres humanos con sus virtudes y defectos”, escribió en Permiso para vivir.
Una de las últimas polémicas que recuerdo en torno al Premio Casa de las Américas tuvo lugar poco después de 2007; no en el género de Cuento, sino en Ensayo Artístico-Literario. Esa vez el jurado integrado por Víctor Barrera, Claudia Gilman y Víctor Fowler distinguió al cubano Alberto Abreu por Los juegos de la (re) escritura de la historia, repaso actualizado por el campo cultural cubano después del 59.
La infrecuente polémica en torno a un libro desbordó esa vez el marco del jurado y llegó a la prensa escrita después. En la revista La Gaceta de Cuba Arturo Arango presentó sus cuestionamientos y rápidamente fueron rebatidos por Roberto Zurbano también desde La Gaceta.
“La Casa es una réplica en pequeño de la Cuba que sigue empecinada en no renunciar a la utopía”, dice hoy Abel Prieto, al comienzo de la edición actual de los Premios. Pero, ¿cuál es la utopía que sigue encerrando Cuba sesenta años después de la creación de este premio? ¿Hacia dónde apuntan?
El pasado año presencié una mesa de escritores en la cual se conversaba sobre la importancia de este premio y de Casa como institución. En mi parecer, el narrador y ensayista argentino Martín Kohan tuvo la visión más aguda entre los panelistas.
Se preguntaba Kohan si acaso no era un riesgo (tal vez hasta una trampa, agrego yo) la tendencia a reducir el trabajo de Casa de las Américas a una perspectiva nostálgica, remitiéndonos siempre a sus aportes de los años sesenta, tal cual suele hacerse con la Revolución cubana. Según su punto de vista, y el mío, sería más fructífero actualizarnos y, también, para ser justos, pedirle a Casa un poco de actualización.
Gran articulo!