Pese a que estoy en zona donde es casi invierno por momentos siento que vivo el intenso verano del Caribe. Tengo un orientador biológico programado por el hemisferio donde nací. Para colmo, este a veces se ve estimulado por mi hijo, quien, en lugar de gritar “frío” o “calefacción”, pide “playa” y “playa” y “playa”. Lo repite todo el tiempo ahora porque estoy viendo una increíble serie de Netflix llamada Nuestro Planeta.
Se trata de una impresionante producción creada para crear conciencia respecto al espacio que habitamos. Desde abril está disponible para quienes cuentan con el servicio y fue realizada por un equipo de la BBC que trabajó en ella desde 2017 y tuvo la colaboración del Fondo Mundial para la Naturaleza.
La serie cuenta con ocho capítulos que, a través de una dramaturgia efectiva, apoyada en sorprendentes imágenes, expone la portentosa y vulnerable belleza del planeta Tierra y las catástrofes a las que nos enfrentaremos de seguir minimizando nuestra feroz incidencia sobre el medio ambiente.
Recuerdo que a fines del año pasado, António Guterres, secretario general de la ONU, decía que nos quedaban dos años para actuar contra el desastre que se nos vendrá encima de seguir el rumbo que llevamos. ¿Habrán llegado a algo concreto o ya estamos a las puertas del apocalipsis?
Con todo esto en mente, veo la serie con una doble atención, queriendo hacer algo por detener la catástrofe sin saber verdaderamente qué hacer. Lo primero sería amontonar la basura reciclable, pero no siempre lo hago porque a veces emerge en mí una ancestral falta de conciencia de la cual no pudieron librarme ni las posturas que entregaba en la escuela primaria, secundaria y preuniversitaria ni las horas que desandé con una lata de refresco en la mano por no arrojarla a la calle dada la falta de cestos de basura.
Casi todas las semanas tertuliábamos los amigos; pero, eran otros los asuntos que solíamos convocar: la metedura de pata o los aciertos del gobierno respecto a un tema en particular, los autores disidentes, la ideología emergente, y, sobre todo, la precariedad en medio de la cual intentábamos desarrollar algunas ideas, esas que pueden llamarse trascendentales. No recuerdo, sin embargo, que hablaremos del medioambiente.
El capítulo de “Nuestro planeta” por el cual mi hijo gritaba ¡Playa! trata sobre las aguas costeras. El noventa por ciento de las especies viven aquí, dice el narrador, y esas especies son esenciales para la salud de los ecosistemas marinos e incluso para nosotros, por lo mismo y porque también consumimos el pescado y otras variedades que se reproduce en estas zonas.
Muchos de estos ecosistemas se están muriendo debido al aumento de las temperaturas oceánicas. Los peces, las familias de crustáceos propias de tales hábitats desaparecen. Escuchándolo, viéndolo, pensándolo, me vino a la cabeza otra vez mi país, cuyas características geográficas le vuelven esenciales en este punto.
Alguna vez leí que Cuba se incluye entre los diez polos biológicamente más ricos y atractivos del mundo. Sus arrecifes coralinos integran los mejor conservados del Caribe. Y entre los impactos negativos provocados por el hombre, aseguraba el mismo documento, destaca la sobreexplotación de los recursos marinos.
Este dato me dejó perplejo, pues una de las carencias más persistentes en la mesa de un cubano son el pescado y los mariscos, resultados de la pesca marítima. De hecho, Industrias pesqueras, una revista especializada advierte que el consumo per cápita de pescado en la isla es uno de los más bajos del Caribe, que las propias capturas se han recudido en un 70 por ciento, con lo cual los únicos beneficiados parecen ser los ecosistemas marinos.
Como este capítulo de la serie me ha hecho pensar en el mar, pronto me viene a la cabeza otro asunto directamente relacionado con el verano e imagino un chalet estilo Miami en cuyo patio estaban los mejores mangos del mundo.
Para el cubano hay tres elementos consustanciales al verano: la playa, los anoncillos y los mangos. Nunca los peces, ni los ecosistemas marinos, ni el calentamiento global. “Que el sol está que jode”, lo más que se logra oír.
Me imagino la gente de esa casa de mis recuerdos comiéndose esos mangos cuando no había mucho más que comer o, incluso cuando había. Me veo a mí mismo llevándoles mangos a todos los amigos que no tenían una mata como esa, o carecían del dinero para comprarlos.
Como en verano ciertos productos se pierden en la Isla, donde las cosas desaparecen por temporadas, aquellos mangos eran de los regalos más preciados, incluso para nosotros lo eran, pues nos lo daba la naturaleza. Llegaban poetas y bancarios, profesores de la universidad e informáticos atraído por el aroma que se esparcía por toda la cuadra.
Decía un viajero suizo llamado Emil Ludwing que los mangos cubanos son las verdaderas manzanas del paraíso, que no hubo más manzana puesta por la serpiente en la mano de Eva que los mangos de por allá. Pero, quién los compra cuando verano por verano no hacen falta que suban de precio para que a veces resulten impagables.
¡Nada mejor que ser un viajero! Razón tenía aquel niño cubano que en el noticiero estelar de televisión, y en pleno período especial, soltó aquello de que quería ser turista. Todos queríamos ser turistas. Incluso los turistas quieren ser turistas…espaciales, viajeros del tiempo alguna vez en la vida; porque llega el momento que el cuerpo se deteriora y ya ni para el turismo ordinario sirve.
Convertido en un perfecto viajero temporal este invierno austral ni las exigencias de mi hijo me salvan. Veo llegar otra vez a mis amigos a las puertas de aquel chalet tipo Miami, haciendo chirriar los frenos de sus bicicletas en la puerta de la casa para saludar y comerse o llevarse la buena jaba de mangos que sabían les correspondía siempre.
Filosofábamos, conspirábamos, pero pocas veces hablábamos de cosas trascendentales como estas que promueve Netflix en su nueva serie medioambientalista. Nunca hablábamos del mar y sus especies en extinción, ni siquiera porque el mar nos rodeaba. En todo caso, mencionábamos la palabra playa y planeábamos la manera de llegar a la que estuviera más cerca; aunque, siempre por diversión, nunca para algo más allá de lo inmediato y, menos, relacionado con la responsabilidad de uno con el planeta.
Bueno el escrito, evocador, la mia de 2 años ayer hubo que vestirla con la trusa y pamela y sacarle para el patio todos los implementos de playa con toalla incluida pk verdad que el sol esta que jode