Años ha

El tiempo de mi infancia más remota es el de los poemas de Eliseo Diego. El tedio vigoroso. La sabia quietud. La penetrante humildad. La casa era de madera, nadie nunca la había podido reconstruir, y por las hendijas, entre los tablones de la pared, el sol entraba a cuchilladas, partiendo los salones en dos y en tres, cuadriculando los espacios, repartiendo las sombras con la precisión de un arquitecto, quizás preocupado porque la casa no fuera a perder las proporciones.

En la cocina había dos ventanas altas y pequeñas, abalaustradas, como las del Castillo de If. Había una mesa condenada a un rincón, custodiada por dos sillas revestidas de un cuero roto. Había un mueble donde se colocaban los platos y los vasos después de fregar (siempre, los vasos, bocabajo). Y había, a toda hora, una señora.

Le raspaba al fondo de los calderos el inagotable tizne negro que el fogón de keroseno les pegaba. Colaba café aunque no hubiese nadie. Lo colaba para la presunta visita. A veces picaba lo que yo creo eran naranjas agrias, pero no existe ninguna prueba de que esta señora no estuviera, en vez de naranjas agrias, picando el mismo sol que luego entraba en rebanadas por las fisuras de la casa y que proyectaba en el aire esos haces de luz llenos de polvo: que uno quiere atrapar y no puede, agarrar y no alcanza. En aquella cocina, los vecinos se reunían cada mañana con lápiz y libretas. Calculaban innúmeras estadísticas, descifraban sueños, sostenían y argumentaban con exquisitas conjeturas las más improbables asociaciones, prestos todos a capturar en legión la jugosa presa que es siempre el número de la charada, un animal escurridizo que quebraba los nervios y potenciaba las supersticiones.

Alguien me dijo después que esa señora era mi abuela, y que la cocina era su sitio, pero yo la amaba incluso antes de poder nombrarla. A cada persona le corresponde un sitio específico dentro de las casas, un sitio donde trajina o medita, donde permanece más horas que en cualquier otro lugar. Yo fui, cierta vez, un asiduo del baño y las masturbaciones. Ahora mi sitio en la casa probablemente sea debajo de la cama, pero en mi infancia más remota fue el patio. Tanto lo fue, que el destino ha tenido la prudencia de no volver a prestarme más que apartamentos, nada que me recuerde lo que ya no es.

Yo bateaba aquellas piedras blancas y deslavadas que cubrían el suelo, y las bateaba para el patio del vecino. Quería que siempre fueran jonrón. Yo corría bases y narraba para mis adentros reñidos y espectaculares juegos de pelota, donde yo era el único pitcher, el único hombre en el cajón de bateo, el único center field, el único aficionado y, por suerte, el único narrador. Yo subía a una mata de cereza y a veces me desesperaba y me comía las cerezas verdes, hasta que el ácido me contraía la boca.

En aquel patio, mi abuela lavaba las camisas de lino y las faldas de poliéster, y luego las ponía a secar en una tendedera sujeta por dos horcones. Por encima de las ropas, uno podía toparse con la disposición de los techos municipales, y, un tanto más allá, con el pétreo campanario de la iglesia, donde dos tiñosas muy negras acechaban algo, una llegada, cualquier cosa. Aunque lo más probable es que las tiñosas hubieran muerto y por tanto no acecharan nada y solo quedaran sus sombras o sus siluetas famélicas recortadas contra la distancia.

Lo que más comí en aquella casa, como un poseso, fue pan tostado con aceite y sal. Su textura ríspida, sus suaves arañazos en el paladar, la corteza quemada, el sabor oleaginoso recorriendo mi boca, el sonoro crujir de la masa. En aquella casa, las personas conversaban con naturalidad entre las ruinas. Yo no entendía nada. La década del noventa comenzaba. Un tempo, ¿cómo decirlo? ¿Postcomunista? Todavía lo ignoro. El tempo, en cualquier caso, de una decadencia, de una devastación. Mi abuela había sido, en su momento, una mujer rica. Mi abuelo tuvo tierras y miles de pesos, fue amigo de Benny Moré y de un par de políticos influyentes. Después no tuvo nada. Y se quedó en Cuba hasta el final. Cosa rara entre los que tuvieron algo.

El país, irónicamente, también era ya de madera. No de mármol, no de hormigón. Yo pensaba que el mundo transcurría así, de modo tan azaroso, tan apurado, tan con la soga al cuello. La debacle del país potenciaba la nostalgia de mi casa, la hacía comprensible para mí. Mi casa, a punto de caerse, se tragaba el drama de la nación, todo el combustible de la miseria en aras de una remota melancolía. El hambre del momento –hambre ajena- manejada sutilmente como pincel de una ensoñación.

Salir de la versión móvil