Inesperadamente, Antigonón, la última puesta de Teatro El Público, arranca con dos poemas de Martí, uno de los Versos Libres –El padre suizo-, y otro de los Sencillos –Sueño con claustros de mármol. Ambos de una larga y devastadora resonancia épica. Ante la pregunta de cómo el Martí apostólico sobrevive aún entre nosotros, se me ocurre que a nivel político hay principalmente una reproducción mimética del tono, de la forma exaltada, pero en Antigonón presenciamos una minuciosa disección de los poemas, como si hubieran desgarrado el ropaje decimonónico y ante el sacrilegio no quedara más remedio que vestir el santo con lo que tengamos a mano: una licra, una tanga, unas prendas de rapero, un uniforme escolar.
Pero el santo está vestido, que es lo que importa, y está vestido a la usanza contemporánea, para que los espectadores, supongo, puedan amarlo o simplemente reconocerlo mejor. Llevados los Versos Libres y los Sencillos a los estamentos más bajos de lo cubano (lo que todavía nos trae reticencia reconocer como cubano), sabremos entonces que en caso de que Antigonón hubiera emprendido una búsqueda, esta búsqueda sería no la reconversión de nuestra situación en una fraseología y, obviamente, una contienda épica, sino en la admisión de nuestros héroes actuales. Cuáles son las maneras en que lo sublime, ahora, se nos muestra.
Nuestro léxico, cubanos –en la lucha, en la supervivencia, en la batalla, en la dura-, que sigue siendo el mismo, se refiere evidentemente a otra gesta. Pero Martí es un pretexto. Antígona es un pretexto. Lo clásico es un pretexto. Todo punto de partida es un pretexto para emprender un viaje. Antigonón como un recorrido. Su escenografía, su vestuario, los meneos de cintura, la parafernalia y movilidad propia de El Público como anzuelos, como golpes de astucia.
Lo que parece haber detrás de la puesta es un gran y creciente monólogo, es, si no suena demasiado sacrílego, el parloteo de un país repasando sus traumas. Sus pioneros, el maleante ilegal, el ex convicto, una vieja achacosa que es la Patria. El diálogo con la Patria es directo, es constante, la Patria austera, la Patria frugal, la Patria sin nada, la Patria en pelotas. Una Patria que sin embargo no inspira rechazo en la gente que de verdad puede ampararla. El dilema de Cuba parece ser el siguiente: la gente que puede salvar la Patria no sabe que pueden salvarla, o la gente que lleva a Martí desconoce que son realmente ellos quienes lo llevan, y no los oradores que a cada paso lo nombran.
¿Pero por qué llevan consigo a Martí? ¿Únicamente porque nunca lo nombran, porque no lo manosean, o porque su sentido de la lucha, de salir a jugársela al pegao diariamente, es ya un acto martiano? No creo que pueda responder tales preguntas. No sé si tenemos a Martí tan asumido y metamorfoseado como para no percatarnos que siempre nos acompaña o si no lo tenemos asumido para nada. La obra galopa entre lo sacro y lo secular casi invariablemente, como los giros de aguja de una brújula loca, como la dirección abandonada de un barco extraviado.
No obstante, hay un momento, una liturgia: Linnet Hernández, una negra rapada y desnuda, con sus pezones oscuros, su tabaco en la boca, su cuerpo labrado en cera, como si media hora antes la hubieran caldeado en alguna manigua incendiada. El monólogo de Hernández es la transpiración vivísima de Mariana Grajales. Yo no creo que lo épico provoque risas, carcajadas. Hernández actúa lo que los cubanos necesitamos ver porque dice que la sangre salía de su bollo, de sus tetas, y cada sentencia de la actriz, cada código ya instaurado (toda instauración es un cliché) para el aspaviento y la algazara, en Hernández nos giraba las tuercas y nos conducía al mutismo, “donde en silencio divino, los héroes, reposan.” En su gestualidad y sacrificio, en su honda interpretación, los cubanos vislumbramos la métrica de lo mal hablado, el germen homérico de nuestra vulgaridad.
Alguien dice, apenas iniciada Antigonón, que “en verdad las estatuas desgastan a quienes la trabajan.” Me pareció una idea ecuménica y a partir de ahí supuse que verdaderamente había en la puesta un estudio de los pretextos (de Antígona, obvio, y de Martí). ¿Quiénes trabajan las estatuas? Evidentemente quien no es la estatua pero de algún modo mantiene una rara conexión con ella, porque su estatua es intangible y consecutiva, no tiene tiempo ni forma para esculpirla, y sabe además que no hay nada peor que esculpirse una estatua propia o esperar que otros te la esculpan. Pero toda estatua, Martí, por ejemplo, fue a su vez una estatua intangible y consecutiva, sin tiempo para esculpirse. Recordemos aquí que, como los poemas del inicio marcan la pauta, hablamos siempre de estatuas vivas, piedras a las que uno pueda acercarse “para que del soclo salten los hombres de mármol”.
El desacato per se aburre, sobre todo aburre: por su ligereza, su oportunismo, y su proliferación. Pero el desacato de Antigonón le permite encontrar lo que Rogelio Orizondo, escritor de la obra, llama nuestra Antígona: Panchito Gómez Toro, “ese muchacho que no llegaba a los treinta años (de hecho, tenía solo veintiuno), que se queda con el cadáver de su general (Maceo) y que se suicida porque no profanen su cuerpo.” Con la carta que Gómez Toro escribe para sus padres (redactada en una calma que todavía hoy resulta trepidante), pero más aún para el mito y la historia, cierra Antigonón, acompañada de imágenes del Cacahual, un imponente yunque de ¿mármol? levantado a la memoria de Antonio Maceo y su ayudante.
No somos héroes, no pretendamos estatuas, porque lo épico, digo yo, es una circunstancia, pero de alguna extraña manera somos el yunque también.
Lástima que uno de tus mejores textos, palabras que pasan por crítica/ensayo/epígono ficcional, no haya provocado comentarios. Amo el silencio, pero quiero romperlo para agradecer estas palabras.