No hay meses tan irreconciliables como diciembre y enero, tal vez porque la Navidad es el único opio autorizado, programado y establecido por las cláusulas de la cultura occidental. Los veinte primeros días de diciembre son otra cosa, quizás hasta Noche Buena, aunque yo creo que ya desde antes uno empieza a notar cómo los ánimos se estilizan o se engalanan y todo pasa a ser un tanto más artificial o ruidoso.
Los primeros días de enero son aún peores. Las resacas siempre son peores. Hasta que pasados los Reyes Magos las semanas empiezan a coger su forma y el curso de la vida real toma su ritmo definitivo. A veces artrítico, a veces veloz, pero siempre implacable. Por regla general, en Cuba, país que parte y que sobrevive de continuas y renovadas transculturaciones, los rituales de fin de año no tienen absolutamente nada que ver con la tradición cristiana, sino con la tradición de la juerga estentórea y la gesticulación excesiva.
La gente no recuerda ningún nacimiento, sino sus propias y muy justificadas razones –la supervivencia a toda costa, por ejemplo- para sacar el pie del acelerador al menos durante un par de semanas y entregarse al ocio y a la reunión familiar.
Sin embargo, si lo pensamos bien, el antagonismo de diciembre y enero no viene precisamente por la rutinaria y a menudo postiza celebración de fin de año -un año empieza o termina cuando uno menos lo imagina, y no cuando lo dicta la traslación terrestre- sino porque diciembre y enero son meses de una identidad colosal, meses con voz propia, con egos dañinos que sacan chispas sobre las piedras comunes de la cercanía voraz.
Solo comparables, ambos, con abril, un mes poderosísimo, que sobrevive ileso todos los estereotipos y las postales de la primavera, pues, como diría Eliot, “abril es el mes más cruel, engendra lilas de la tierra muerta, mezcla memoria y deseo…” En verdad, abril no es más fuerte que diciembre o enero, pero lo parece. Mayo definitivamente no es rival, mes de lluvias que ya ni siquiera existen. Marzo, el pobre, un mes tan largo y tan gris. Todo el mundo quiere que pase rápido. O febrero, gracioso pero breve.
Febrero debiera anexarse a marzo, aprovechar ese tamaño, recuperar el esplendor y los días que enero alguna vez le arrebató. Si no sucediera eso, si la laboriosidad de febrero no utilizase las largas praderas de marzo y este, a su vez, no se agenciara astutamente las inquietas virtudes de un mes tan corto, cercano e indefenso, entonces ninguno de los dos rebasará nunca esa mala fama que los recorre y que los resume, para todo menos para las zafras, como un tiempo áspero e inerte.
A mí me place junio, por su austeridad, pero no julio o agosto, indiscernibles y groseros. Uno llega a pensar que julio y agosto son un mismo mes, pero sus soldaduras son torpes, no forman una verdadera alianza, sino una masa bruta de estridencia y calor.
Septiembre es casi junio, pero su austeridad no es tal. Septiembre es más bien un mes escurridizo y su silencio entraña peligros. No es un mes sincero. Uno no sabe con lo que septiembre puede aparecerse, es como un gato consentido y aristócrata.
Mucho mejor, en cualquiera de los casos, la arrogancia juvenil de octubre, disparatado en ocasiones, pero atrevido siempre. Noviembre, sin embargo, es un mes enfermo, terminal. Un mes viejo y débil, que inspira compasión (solo hay que escuchar “Un día de noviembre”, de Brouwer), y que apenas se hace sentir. Noviembre no estorba, jamás, la entrada de los veinte primeros días de diciembre.
Fechas rabiosas que darán paso a la Navidad, pero como la Navidad padece la expectativa que genera su llegada, nunca sucede en ella nada importante. Uno podrá percatarse, si no ha bebido lo suficiente, que las dichas que espera para el año nuevo, o los fracasos que pretende espantar, ya le sucedieron en el año anterior, porque las cosas trascendentes no se viven, se recuerdan. Y ocurren en tiempos ásperos. Como marzo. O en días austeros. Como junio.