Casi un réquiem

Después de haberme arropado en su floritura, después de haber presenciado el conjuro, la sensatez me dictó que debía alejarme. Todos, o casi, en el acto más fiel y justo que podamos tener con su literatura, hemos intentado huir de García Márquez. Nadie, hasta donde yo sepa, lo ha conseguido.

Con la noticia de su muerte, Isabel Allende declaró: “Su obra es inmortal. El único consuelo es que su obra es inmortal.” Lamentablemente, no es algo que podamos decir de ella. La idea, sin embargo, no parece desacertada por completo.

Aún sin que la inmortalidad de su obra sea precisamente un consuelo (de verdad, ¿necesitamos consuelo?), y aún sin saber del todo lo que significa que una obra sea inmortal, ningún latinoamericano del último medio siglo pondría en tela de juicio que si una literatura ha conquistado la inmortalidad, es la de García Márquez.

Lo que debemos agradecerle no es cuán alto puso nuestro nombre. No debemos caer en la tentación de tomar la resonancia mundial de su fallecimiento como la prueba fehaciente, la confirmación del mérito, cuando contamos con un método mucho más certero y menos estentóreo. Nosotros, simples lectores, sabremos tener presente el modo en que García Márquez nos inventó, cuán indeciblemente felices fuimos leyéndolo, cómo nos pareció que al desaparecer en el remolino final de Cien años de soledad -apenas trescientas páginas y tanto- éramos sobradamente más sabios, y, sobre todo, más nobles y puros.

Leer a García Márquez, algo que hoy es casi lo primero que uno hace, ha sido como llegar a la carpa, mirar con perplejidad, pagar cinco reales extras y tocar el hielo –ese milagro- por primera vez. Tocar el hielo. Dejar la mano. Descubrir que quema. Que el corazón, tambor descuerado, late. El corazón -no lo sabemos tan bien como creemos- late. ¿Cómo sucede? ¿Cómo golpea y luego cesa y cómo eso tiene un significado y una incidencia mayor que la de cualquier otro evento que podamos invocar?

Después estuvimos a la altura o no, después fuimos sabios y puros a nuestras maneras, después abjuramos tres veces antes de que cantara el gallo o nos cobijamos impunemente bajo su sombra, después los corruptos como la Allende creyeron encontrar una fórmula (quizás porque no les quedaba más remedio), después pasó lo que la lógica parricida indicaba, una fuerza emergente barrió a la Allende y se abalanzó contra el realismo mágico en pleno, mole que apenas permitía respirar, después vino esto que no se sabe qué es, pero ya García Márquez había logrado, para siempre, más de lo que la literatura se podía permitir.

Nos había dejado menos solos, y, en caso de que nos quedáramos solos por completo, nos había indicado cómo paliar el desencuentro.

A García Márquez lo lee la quinceañera confundida, la adolescente timorata que llora con Paula y vibra con Coelho. Lo lee el médico de recia formación, hombre de ciencias que antes de dormir se permite unas veinte honrosas cuartillas para solventar su faena atribulada. Lo lee la abuela autodidacta mientras la graduación de sus espejuelos lo permite. Lo lee cualquier obrero perdido. Lo lee la maestra de primaria. Lo lee el presidente. Lo lee el turco y el birmano. Lo lee el infame extremista de izquierda que nunca se reconoce como tal porque cree justamente que García Márquez lo salva de semejante condición. Lo lee el acomodado empresario de derecha que sabe que García Márquez no lo salva de ello, porque si hay alguien en este mundo claro de quién es, ese es el acomodado empresario de derecha, pero que de alguna manera, mientras transcurre la lectura, se siente menos culpable, más altruista.

A García Márquez lo lee el joven desesperado y el anciano honesto. Lo leen, de más está decirlo, todos los aspirantes a escritores, pero omitamos la numeración. Los pelajes de esta fauna no tienen para cuando acabar. Algunos incluso terminan creyendo que el solo hecho de negar a García Márquez –digamos que por multitudinario, ¿no?- ya les asegura un puesto y una marca –diez flat, o menos- en el hectómetro literario. Esto en el supuesto de que la literatura sea una prueba de velocidad y no, como me temo, una extenuante carrera de fondo.

Probablemente él, por pura gimnasia, fuera el único capaz de alcanzar lo que Vargas Llosa un día se propuso. Ganar una presidencia. Borges no hubiera pasado de director de su propia, infinita biblioteca. Rulfo, si acaso, concejal de un pueblo repleto de muertos. Carpentier, lo que fue: embajador cultural en París. Cortázar, miembro honorífico de una cofradía astral que habría terminado saludándose con abrazos osunos y haciendo un esfuerzo desmedido para que los impostores –¡cronopios a conciencia, puaf!- no ganasen mayoría.

Lo que nos une, la alquimia que verdaderamente fragua la comunión entre la generación de mis padres y la mía, no son Los Beatles. Es García Márquez. Mi madre, enferma a la que el mundo se le apaga con cada emoción repentina, cae desmayada en la cocina con la noticia de la muerte del escritor. Mi padre, que ha ido a parar fuera de Cuba nadie sabe bien cómo, apenas masculla alguna frase. Dice que en el norte, ahora, hace más frío, todo se encoge.

Alguien cercano me escribe desde Londres: “El Gabo se había ido hacía ya tiempo, así que yo no me siento especialmente sorprendido y mucho menos conmocionado, pero todos los que crecimos leyendo sus novelas, y sus crónicas dominicales en Juventud Rebelde durante los largos, letárgicos años ochenta, somos ahora, súbitamente, mucho más viejos y estamos quizás un poco menos vivos también. Estamos, estoy, también pasando.”

Yo, en cambio, lo único que he logrado que amigos míos no lectores lean es El amor en los tiempos del cólera. Por algo debe ser. La última novela que leí de García Márquez fue El otoño del patriarca. Cumplía el servicio militar. Tenía dieciocho años y me castañeteaban los huesos. Llevaba un uniforme verde olivo, un zambrán en la cintura, una bayoneta sujeta al zambrán, unas botas pesadas en los pies, el sueño metido en los ojos y el miedo corriéndome como un demente desde arriba hasta abajo, a través de mi columna vertebral. Es lo que llaman un escalofrío en el espinazo.

Me escurría detrás de un portón y con los sentidos distribuidos hacia varios frentes intentaba leer bajo la luz amarilla y trastabillante de un foco amarillo de sesenta watts. Si –grandilocuentemente- un enemigo del país entraba a robar municiones o a sabotear la unidad militar, yo, siempre cobarde, no iba a salir a enfrentarlo, era un hecho, pero al menos me esforzaba por escuchar algún movimiento extraño, algo que me permitiera dar la voz de alarma y sacarme la culpa, la etiqueta de cómplice o traidor.

Cuando un gato macabro echó por el suelo un lote de cajas de AKM que llegaba hasta el techo del almacén, la unidad entera -que tampoco era muy grande- se despertó. Soldados y oficiales. Vecinos. Transeúntes. Yo estaba de guardia, suponemos que atento, y no sentí nada. El patriarca acababa de vender el mar.

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