Del deporte y del Mundial (II)

johan cruyff

¡Tú, silenciosa forma, tu enigma nuestro pensar excede

como la Eternidad! ¡Oh fría Pastoral!

Keats.

El gol de nuestro equipo favorito nos estremece, pero si el gol sobrepasa lo que su propia naturaleza le exige (sumar un tanto a la pizarra), si es algo que desborda nuestras expectativas solo por bondad, sin necesidad de ello, entonces, digo, el gol nos va a estremecer aún más. Y nos va a estremecer aún más porque el propio acto del estremecimiento sabe que no se está estremeciendo en vano, sino por una jugada que va a justificar, en lo adelante, la efervescencia que le entregamos.

Que va a bastarse por sí misma pero que también va a influir en otra posterior y que va a crear puentes y analogías y va ayudar en la necesaria conformación de lo que llamamos una tradición, una memoria. Fabián Casas no cree recordar un mejor inicio dentro de la literatura universal que el penal cobrado por Neeskens a los dos minutos, en la final del 74. Holanda arrancó con el pitazo desde el círculo central y ningún alemán tocó el balón hasta que Sepp Maier lo sacó del fondo de las redes.

Ni los posteriores goles de Breitner (también de penal) y de Gerd Müller, ni el título de la sede, son tan recordados o influyentes como el equipo de Michels y Cruyff, como el tanto de Neeskens. Pero no hablemos de la Alemania de inicios de los setenta, que es, en suma, otro once legendario. ¿Quién recuerda, quién realmente recordará la Inglaterra de 1966, a pesar de Charlton, o el Brasil de 1994, a pesar de Romario? Hay, merecidamente, más bibliografía y mito alrededor de la Hungría del 54 que de la Alemania del 90. Todos reverencian a Menotti y nadie a Bilardo, que es una nota al pie dentro del vasto libro maradoniano. Un título de Campeón del Mundo es como un Nobel, o como cualquier otro premio, no garantiza a la larga una permanencia real, un estado vivo de tu obra.

No creo, por lo que he leído, y por lo que sobrevino después -haber presenciado el Barcelona de Guardiola, por ejemplo-, que haya habido un equipo más grande que El Ajax o la Holanda de los setenta. Fue saludable que los holandeses no ganaran ninguna de aquellas dos finales consecutivas que disputaron en Copas del Mundo. Ese aparente fracaso demuestra que hay algo más importante que obtener un título: expandir los límites, abrir una brecha, desbrozar el tramo de selva que los demás consideraban impenetrable, crear nuevas corrientes de sentido.

Benavente gana el Nobel en 1922, un año –agárrense- en que Joyce escribe el Ulises; Eliot, The Waste Land; Rilke, las Elegías del Duino; Wittgenstein, el Tractatus; Vallejo, Trilce; y en el que Proust termina, al fin, À la recherche du temps perdu. Todo Benavente no es una cuartilla de cualquiera de estos libros. Lo que Holanda propuso, como los titanes de 1922, fue otro modo de pensar.

La invención del fútbol total es un método tan maravilloso que, todavía hoy, son muy pocos los planteles con la capacidad física y mental para ponerlo en práctica. Cuando sucede, lo que resta es el aplauso. Su existencia, más que anular otros estilos e identidades, hace que repudiemos un tipo específico de fútbol: el de las escuelas que, sin necesidad, pisotean la estética en nombre del resultado, el de los equipos que pueden componer una sinfonía y se conforman con el éxito efímero de un single de pop.

No el hambre salvaje de los uruguayos, o el inexcusable cerrojo de los griegos, pero sí el Brasil musculoso de Filipao, más preocupado por la gloria personal y directa que por la trascendencia del juego, o la especulativa Holanda, que es, como sabemos, lo menos holandés que hay. Debiera permitirse, por decreto, al menos a los que no somos oriundos de países futboleros, la filiación a las formas, y no a las camisetas. Ir de la Francia de Zidane a la España de Xavi a la Colombia actual. Hay probablemente más coherencia en ello que aferrarse a Brasil cuando no es Brasil, o a Holanda cuando no es Holanda. Resulta gracioso el galimatías que algunos presuntos hinchas de la canarinha o de la orange reinventan a diario con el fin de justificar sus adhesiones. Por suerte para mí, Argentina nunca llega a lo sublime, pero tampoco se traiciona.

El extraño goce que produce el fútbol hermoso tiene que ver también con su invulnerabilidad. El fútbol, que permite cuentas rápidas, y es como una probeta para leer en clave, demuestra que el cálculo aplicado al gesto grácil suele salir invicto sobre cualquier efectismo menos riguroso. No hay cortesía en su superioridad, no hay buenas maneras, y cuando acaba, algo en el aire se oscurece. España pierde en primera fase. Alejandría incendiada.

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