Seguramente los cinéfilos empedernidos recordarán hoy la muerte de Michelangelo Antonioni. La única película suya que he visto, despreciada inicialmente, posee aún una curiosa actualidad. En La aventura, el padre, hombre de mucho dinero, le dice a su hija Anna que está cansado de esa vida, una vida, seguramente, muy rutinaria. La hija, desconcertada, le pregunta por qué. No por qué está cansado, sino que por qué le dice una cosa así, y el padre le contesta que si no se lo dice a ella a quién se lo va a decir.
Luego Anna se va de paseo en un yate por las Islas Eólicas, con su novio y un grupo de amigos. Que se despiertan en la mañana y contemplan el agua, los peñascos volcánicos. Todo se torna incomprensible hasta que una de las señoras, muy recatada, suelta la primera joya: “Nunca he entendido a las islas. Tan solas en medio del mar, pobrecitas.” Una muestra de que en 1960 la clase burguesa sabía manejar la poesía, al menos en su fase retórica. Y una sospecha, además, puntual. El ambiente, la monotonía de los personajes indica que nada va a suceder, uno cree que ese tempo amenizará el resto del filme y que la abulia explícita será la crítica más despiadada.
Pero sí sucede algo, y de qué manera. Cuando el grupo de amigos baja a una de las islas, a tomar un descanso, Anna se pierde misteriosamente. Comienzan a buscarla. La buscan todos: su novio Sandro, su amiga Claudia (interpretada por Mónica Vitti), Giulia, Corrado, la policía. Interrogan a un ermitaño que vive en el lugar, detienen embarcaciones de contrabandistas, bucean en el mar, incluso el padre aterriza en un helicóptero, pero al llegar demuestra que aunque se haya cansado mucho de su vida, igual seguirá siendo lo que es.
Claudia le entrega una Biblia y le dice que esa Biblia estaba entre las ropas de Anna antes de que desapareciera. El padre, consolado, espeta que esa Biblia es una señal: Anna no se ha alejado del camino de Dios, lo cual elimina la posibilidad de suicidio. Uno no puede dejar de preguntarse que si encontraran el cuerpo destrozado, comido por los peces, ¿cómo podrían saber si fue suicido o accidente? ¿O qué importancia tendría saberlo? Antonioni, generoso, juega con los ritos burgueses y hace que nos sintamos inteligentes.
Anna, lo entendemos luego, es un símbolo. No hemos tenido tiempo de despreciarla, no le hemos tomado cariño, ha permanecido los suficientes pocos minutos en cámara como para que agradezcamos su desaparición. Con su pérdida, los amigos burgueses comienzan a encontrarse solos. Han recibido, al menos momentáneamente, un mazazo que los saca del aburrimiento. Se topan con la desesperación, con el miedo, con la falta de miedo, con la mezquindad, incluso con el amor o con la necesidad del amor.
Al regreso, Giulia traiciona a Corrado en sus narices con un pintor adolescente de fortísima, devastadora influencia picassiana. Pero luego todos, burgueses de raza como son, se adaptan al extravío de Anna, un extravío que parece muerte, y hasta bromean con el tema. Solo Sandro y Claudia, que han iniciado un cuestionable affaire, una melodramática relación, siguen tras la pista de la muchacha a partir de distintos rumores y de su supuesta fuga, quizás intencional.
¿Qué los impulsa a seguir? No la bondad, no el deber, sino el material corrosivo que se les ha instalado en la conciencia. Sandro es el novio, Claudia es la mejor amiga, sus existencias burguesas e inexpertas han encontrado en la contradicción y la culpa un impulso vital. Están entendiendo, en verdad, cómo se vive. Lo sugiere Antonioni a través de Claudia, con dos parlamentos centrales. La rubia mala amiga y enamorada se acuerda de su infancia y dice que su infancia, en comparación con la adultez, fue un poco más juiciosa. Ante la pregunta, hecha por una señorona rancia, de qué entiende por más juiciosa, Claudia le responde que “una infancia sin dinero”. Luego, en el límite de dolor que como burguesa le está permitido experimentar, Claudia confiesa que prefiere que Anna no aparezca, y que “todo se ha vuelto extremadamente fácil, incluso no sufrir”.
La frase es tan categórica y feroz que puede tomarse en sentido lineal, pero también como su opuesto. No sufrir significa, además, en la piel del personaje, no saber qué hacer con tanto sufrimiento y echarse nuevamente a esperar. Que es lo que en definitiva hacen. Sandro y Claudia, abatidos, tras la traición de este con una prostituta, se quedan quietos, uno al lado del otro, en un balcón, de frente al bucólico horizonte. Han salido a buscar a Anna y se han topado con ellos mismos y con el demonio. Ya no quieren a Anna ni al demonio ni a ellos mismos, sino que los dejen en paz.
De esta película, más de cincuenta años después, par de verdades nos saltan como arañas al rostro. La primera que la burguesía ya no es una clase social. Es, mucho peor, una condición metafísica. Y la segunda que todos somos burgueses todo el tiempo, marcados por el capital del tedio y el sopor. Pero si perdemos a Anna, si aceptamos hasta el final la pérdida de Anna, si- aunque nos falte valor para fugarnos- aflojamos un tanto los amarres de nuestra normalidad, puede que efectivamente vayamos siendo algo menos fatuos, menos exitosos, un poco más proletarios.