Para Lauren Cleto y Yuris Nórido, amigos y maestro
Mis idas al ballet son contadas. No vayamos más lejos porque no existe un más lejos. Durante el último Festival de La Habana – en el colmo de la asistencia- acudí a Coppelia, El lago de los cisnes y eché un vistazo a la vertiginosa presentación de José Manuel Carreño y el conjunto de figuras de distintas compañías estadounidenses.
Fue mi bautismo de fuego, pero esa es una de las facilidades del arte. Tiene cabida para cualquier inepto. No importa que no sepas nada, no importa que no entiendas, no importa que acudas una y otra vez a los programas de mano para localizar con exactitud el giro dramático, el curso dramatúrgico de las escenas.
Me impresionaron las cosas básicas, es decir, las luces, la escenografía, la elegancia del bailarín, la sugestión de la música. Me impresionaron esas minucias elementales, las devastadoras minucias del descubrimiento. Un hombre que descubre un arte es, al menos por unos minutos, como el hombre que descubre un mundo, como el hombre que descubre un fósil o un componente químico. Nadie ha llegado ahí antes que él. Nadie ha chocado con ese vacío de formas, con esa catedral pagana de actos e intermedios y complicadas variaciones de historias extraviadas en aldeas y castillos que ya no existen sino en el repertorio de exitosas compañías, en los pies y los gestos de estilizados atletas.
El sentimiento del descubrimiento es el primer sentimiento, igual para todos. Uno debe olvidar las críticas que ha leído, las valoraciones que ha escuchado, debe desterrar hasta su propia, vastísima ignorancia y entrar al ring del arte sabiendo que es Welter versus Mediano, y no solo eso, sino que más vale perder, de ser posible por KO. La gente que le gana al arte se convierte en especialista, mera palabrería tautológica de su propia palabrería reciclada.
A medida que nos adentramos en el conocimiento, el dilema de la supervivencia adquiere otro matiz. No secarse, no morirse, que la experiencia no dilapide la capacidad de asombro, la fascinación ante el imposible. Esto quiere decir una cosa y esa cosa se traduce, hasta cierto punto, en molestia vulgar. Lo que me incomoda del ballet es su público.
Yo supongo que haya aficionados sabios, gente que aplauda ante el giro desmesurado, que vibren con la sobrehumana velocidad, con la demostración de la potencia física, pero que también lo hagan con el gesto sutil, con las bailarinas quebradizas y frágiles, con las señas y los silencios visiblemente intencionales, de brutales y efectivas cargas emotivas.
No me gusta, por ejemplo, Viengsay Valdés. No me gusta su torso agresivo, su boscosa robustez, qué quieren que les diga. Sin embargo, nada de esto es un problema. Todas las iniciaciones son la mar de felices, pero la mar de traumáticas también. Uno empieza a conocer lo verdadero y lo falso desde las edades más tempranas. Uno debe saber que el bien y el mal son indecantables, y que el arte y sus alrededores, en cualquier época, sea cual fuere su expresión, es una fauna repleta de farsantes.
El ballet me recordó otros comienzos. La primera vez que fui a un estadio, el primer toque de santos, la primera y la última mujer (no hay dos mujeres iguales) -sus cuerpos de cisnes desgastados por el deseo-, incluso la primera guardia del servicio militar y la primera muerte cercana.
El público del ballet que aplaude cuando se supone que haya que aplaudir, me ha recordado otros finales. La prensa mala. La gente de La Habana que se pone bufanda en noviembre. El mago Rothbart.