Fotos: Michel Aguilar y Alain L. Gutiérrez
Hace ya bastante tiempo, más de sesenta años, el ilustre y un tanto olvidado cronista Eladio Secades preguntaba lo siguiente: “Entre nosotros, en secreto honorable, ¿La Habana es alegre de verdad?”
El hecho de que los pósters turísticos sigan vendiendo la imagen de una ciudad refrescante, con maracas, palmeras, agua de coco, y una mulata escultural en cada esquina, es muestra de muchas cosas. Que la publicidad turística tiene escasa imaginación. Que los turistas agradecen esa poco cambiante idea de la isla. Y que los clichés son inderrotables. Otra mística, ciertamente, no se puede pedir. Cada ciudad ejerce su mito y atrae feligreses a su causa. La poética París, el Londres fantasmal, la recia Viena, la Roma imperial, la soberbia Buenos Aires, la exuberante Nueva York, y la alegre Habana.
Pero cualquier ciudad es su rostro y su reverso. Por tanto, bien lo sabemos, con la misma fuerza que La Habana explota en un derroche carnavalesco es capaz de sumirse en el más prolongado de los mutismos. Toda ciudad que se respete debe tener carácter, y no portarse siempre igual. Que la publicidad turística coquetee con la imagen que más le conviene no es un pecado, pero que los cubanos nos lo creamos, sí. Yo, incluso, diría más. A La Habana, esas pequeñas muestras de euforia se la imprimen sus gentes, pero no es una virtud intrínseca en ella.
Si Varadero quedase vacío, parecería un descuido sin importancia. Su estrecha franja de hoteles y sus concurridas tiendas expresarían exactamente lo mismo que una maqueta olvidada. O sea, nada. Ni bueno ni malo. Ni nostalgia ni optimismo.
Un islote, o algunos de esos cayos de moda, quizás, en caso de que no estuviesen demasiado invadidos, mantendrían cierta pureza natural, cierta libertad de la luz.
Pero La Habana, lo que se dice Habana, si quedara deshabitada, fuese una ciudad tristísima. Solo hay que observar sus lugares ilustres: las fortificaciones coloniales, la intrincada disposición de las calles en su zona antigua, el Vedado burgués, prontamente venido a menos, el folclórico Cerro, de una aristocracia que nunca la dejaron ser.
Sin embargo, lo que verdaderamente dicta el ritmo de una ciudad no es su arquitectura, siempre una acción secundaria, posterior. Lo que verdaderamente define su carácter es la geografía. En La Habana no hay cimas, no hay depresiones, no hay mesetas, no hay lagos. Pero hay mar. Un mar, si nos fijamos bien, en el que sobresalen casi inexistentes y paupérrimas playas. Y en el que, curiosamente, solo unos cuantos días al año predomina el sol. Aunque quizás el sol, perdonen, sí predomine. Sería un sacrilegio decir otra cosa.
Lo que nadie podría discutir es que el mar de La Habana se ve mejor, y más imponente, cuando se extiende el gris sobre sus aguas, y las olas, exhaustas, estallan en la costa como nubes de sal.