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Inicio Opinión Columnas Esta boca es mía

Quietud

por
  • Carlos M. Álvarez
    Carlos M. Álvarez
septiembre 10, 2013
en Esta boca es mía
3

El hombre no tiene edad. Es durante toda su vida ir y venir, un llegar
y marchar, 
solitario y mudo y lleno de sabiduría oculta y de ignorancia (…)
Y lo mejor que jamás ha dicho, lo ha dicho sin palabras,
con su propia carne muda y viviente, con sus manos y ojos,
hablando el mejor lenguaje que se conoce: el de los animales sin habla.

William Saroyan.

Pero Abramovic permanece. Sus ojos son pardos. Sus pestañas son cortas y pocas. Su nariz es grande y rotunda. Sus labios son pálidos. Si recogiera su cabello y lo dejara caer en una trenza suave, como una cascada sobre el hombro izquierdo, Marina Abramovic parecerá una campesina apesadumbrada y veladamente gentil. A pesar de ello, el documental biográfico que relata los pormenores de la puesta (no estoy muy seguro que sea la palabra indicada) retrospectiva de su obra en los salones del MOMA, durante la primavera de 2010, es un documental extremo, sin compasión para los débiles.

Ante tal desnudez resulta casi imposible no clasificar como débil. Mientras sus ayudantes proponen algunos de sus principales performance, Abramovic se mantendrá por tres meses, seis días a la semana, durante siete horas y media, sentada en medio de un salón, sin levantarse, con una mesa enfrente y una silla del otro lado, para que vayan rotando los espectadores.

Desde la década del setenta, Abramovic sometió su cuerpo y su mente a pruebas devastadoras. Golpeaba con un cuchillo entre los dedos de su mano y filmaba la ejecución. Luego reproducía la cinta e intentaba repetir los mismos errores en los mismos instantes y sobre las mismas heridas (un performance para Pierre Menard). Ingirió píldoras para la catatonia y después píldoras para pacientes depresivos, intentado desafiar los conceptos establecidos sobre las enfermedades mentales. Anteriormente, en el centro de una estrella de fuego, había perdido el conocimiento por falta de oxígeno. Casi muere. En 1974, puso en manos de la audiencia objetos de todo tipo –algunos podían provocar placer y otros infligir dolor-, para que los usaran sobre ella del modo que quisieran. Había cuchillos, látigos, y una pistola con una bala.

Marina Abramovic nació en 1946, en la extinta Yugoslavia. Su abuelo fue un santo de la Iglesia Ortodoxa Serbia, su padre, un héroe nacional durante la Segunda Guerra, y su madre, oficial de la armada y directora del Museo de Arte en Belgrado. Abramovic recordará años después el poco cariño que recibió en su casa, su madre nunca la besaba. Aquel orden, los horarios y la rectitud, terminaron hastiándola, pero es probable que Abramovic, tal como ella misma reconoce, no solo le deba al comunismo, por reacción, el afán transgresor o el rechazo a las normas, sino también la disciplina. En los Balcanes adquiriría una infinitud que potencialmente hubiera podido adquirir en cualquier otro lugar, pero también una férrea voluntad que el Occidente lujurioso y distendido desconoce.

Al menos en La artista está presente -título del documental, y de su gran performance retrospectivo-, Abramovic no se refiere demasiado a la sociedad yugoslava, sino a su hogar, que parecía ser una versión reducida del régimen de Tito. Su madre la despertaba en la noche porque mientras dormía arrugaba demasiado la cama.

En Ámsterdam, 1976, Ulay conocería a Abramovic mientras esta dibujaba un pentagrama en su vientre con una hoja de afeitar y luego se daba de azotes. Ulay curó sus heridas y descubrió que la amaba. Ambos habían nacido el mismo día y ambos, por su cuenta, venían apostando al performance de la misma manera. Estuvieron unidos durante doce años. Estuvieron besándose durante diecisiete minutos hasta que ambos cayeron al suelo por la acumulación de dióxido de carbono en sus pulmones. Vivieron en el campo, entre pastores de ovejas. Vivieron cinco años dentro de un carro, recorriendo Europa, sin pagar teléfono, luz o agua. Ulay buscaba el dinero y Abramovic realizaba las labores domésticas.

Ulay dirá que Abramovic es una persona que llega al tope de la verdad, una definición muy fuerte, y Abramovic confesará que lo tuvo todo, al hombre que amaba y un trabajo en conjunto. Eran radicales y no se comprometían con nada. Nuestros doce años, rematará Ulay, fueron tan intensos y poderosos como la vida entera de otras personas.

Para 1988, decidieron concluir su relación, visiblemente venida a menos. Cada cual partió de un extremo de la Muralla China y el punto donde se encontraron selló el poderío físico y la intensidad espiritual de un amor descarnado hasta lo delictivo. El círculo cerrado en el que moraban se fue filtrando. Abramovic lo traicionó con un amigo en común, y Ulay, durante el trayecto, embarazó a la traductora que lo acompañaba.

Desde 1981 hasta 1987, performaron Nightsea Crossing: un hombre frente a una mujer, sin conversar, inmóviles y en ayuna. Tres de las aversiones de Occidente. El silencio, la inmovilidad y la ayuna. Durante noventa días no consecutivos. No hablar, casi no moverse, no comer. Una mujer -dice Ulay, recordando su última vez, como si necesitara justificarse- puede sentarse mejor que un hombre debido a la anatomía, y yo me levanté después de trece o catorce días, porque mis costillas estaban empujando tan fuerte en mi bazo que me fui al hospital y me dijeron que debía dejar de ayunar.

Perdió veinticuatro libras. Estaba tan flaco que si se sentaba sus huesos le rajaban la piel. Esa silla vacía que dejara Ulay, será la que en 2010 ocupen los espectadores del MOMA, mientras Abramovic intenta de una vez fijar el performance como un arte central. Fue alternativa a los veinte, a los treinta, a los cuarenta e incluso a los cincuenta, pero a los sesenta y tres ya no quiere seguir siendo alternativa.

Abramovic permaneció y dijo que era simple, el artista impertérrito, como una montaña. Sin dudas lo fue. José Watanabe, en cambio, escribiría: “Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas son como huevos vacíos donde recojo mi carne y olvido (…) Estaré yo solo y me tocaré, y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña, sabré que aún no soy la montaña.” El poema de Watanabe, Animal de invierno, es contundente y posiblemente hasta sublime porque reconoce su debilidad. Reconoce, de paso, que es literatura. Asume la imposibilidad de la conversión. Toda la valentía del escritor radica en el intento, y no habría por qué pedirle que triunfara, nunca lo hará.

La literatura coquetea con la idea del vacío, lo referencia, lo alude, lo parodia, lo convierte en un meta-relato, asoma la cabeza y lo describe, pero no puede trabajar desde el vacío, va en contra de su naturaleza. Parece, sin embargo, una creciente obsesión. En Baudelaire la idea del tedio es un aviso, y en Brodsky resulta una confirmación. Salinger –creo que era Salinger, pero si no lo fuera, no interesa, llegado este punto el escritor es ya un elemento fortuito- quería escribir un libro compuesto por una misma línea, desde el principio hasta el final, pero un libro así no se puede escribir. Bastaría con leerse la primera oración. El afán de maniobrar desde la nada resulta estéril, incluso ridículo, porque la literatura la entiende como la incontrovertible repetición de una estructura, pero Abramovic nos enseña lo contrario: que incluso en la nada hay movimiento, solo que no es dable a todos los oficios.

El escritor puede a lo sumo sacrificar un personaje, incluso un argumento, pero no puede sacrificarse a sí mismo. Como Salinger no pudo escribir su tautológica novela, y se topó con tamaño impedimento, terminó recluido en Cornish, New Hampshire, y nunca más publicó nada. Yo creo entender lo que el Salinger anacoreta nos quiso decir, pero no podría afirmar que su retiro le arrojó un gramo de luz, le añadió un centímetro de calidad a los Nueve cuentos o a El guardián en el trigal.

Para mi pesar, parece haber finalmente un divorcio entre la vida de los escritores y su obra, o no un divorcio, que ya sería decir mucho, pero sí un maridaje que nunca es exacto, ni simultáneo. El espacio del performance no son las cuartillas, el lienzo o el escenario, sino la realidad, el cuerpo es la herramienta, y lo que Abramovic propuso fue su vida como una representación, una muestra total de lo repulsivo y lo bello. Cuando Abramovic se dibuja el pentagrama, o cuando camina la Muralla China, el pentagrama y la caminata traen consecuencias personales. Abren y cierran su convivencia con Ulay, una extrema temporada de amor. El vigor y la seducción de su persona están en sí. Fuera de sí, Abramovic no puede hacer nada. Cuando muera, su arte habrá muerto también. Son, literalmente, una misma cosa.

Sus performance cargados de riesgo y acción nos conducen hacia donde Abramovic en realidad quiere llevarnos, hacia donde su madurez la ha llevado a ella misma. Son como un curriculum, el prestigio que se ha ganado para que le otorguemos un voto de confianza y la sigamos en su empresa. Descubrimos que las veces que puso en riesgo su estabilidad física no nos provocan, todas juntas, el pavor y el vértigo que provoca su inmersión en el silencio y la inmovilidad.

En el MOMA, la gente llorará delante de Abramovic, intentará desnudarse, se reencontrarán en el espejo de un modo súbito. Siete horas y media, seis días a la semana, tres meses de duración. Ulay, que parece un derrotado excepcional, dirá que no tiene nada que decir, cero comentarios, solo respeto. No es la admiración sino el respeto. De eso se trata. Es lo que diferencia al artista del que no lo es. No la fama, no la inmortalidad, no el gusto popular, no la anuencia de los críticos, sino si merece respeto o no. Más de setecientos cincuenta mil espectadores desfilarán. Abramovic como una cartomántica que traduce el destino sin tomarte la mano ni proferir palabras. Una cartomántica que no miente, que muestra su lado flaco, su cuerpo como único sostén y como una ofrenda en la inmensidad. La gente no comprende que lo más difícil es hacer algo que parezca nada, dice. Y con esto, bueno, con esto basta.

Sus ojos pardos. Sus pestañas cortas y pocas. Su nariz grande y rotunda. Sus labios pálidos. El abuelo santo. El padre héroe. La madre recta. La Yugoslavia comunista. El arte. La artista. La mujer que es la artista. Nueva York. Nosotros. Todo. Todo se esfuma. Absolutamente todo se esfuma. Pero Abramovic no se esfuma. Abramovic no se esfuma. Abramovic permanece.

marina

 

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Carlos M. Álvarez

Carlos M. Álvarez

Ex estudiante de periodismo y ex ladrón de libros. No hay nada en particular que pueda aclarar de mí porque yo tengo un oficio una edad una familia y un amor parecido o semejante o análogo al de casi todos los que no viven ni en África ni en Suiza y porque como preguntara un célebre poeta hace ya muchos años en un célebre poema de un célebre libro lanzado de súbito para la posteridad: “¿Quién no se llama Carlos o cualquier otra cosa?”

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Comentarios 3

  1. ana says:
    Hace 12 años

    A mi me encanta…tiene una rara manera de impresionarme….http://www.youtube.com/watch?v=OS0Tg0IjCp4, este es impresionante….

    Responder
  2. Amaranta says:
    Hace 12 años

    Excepcional el texto. Es un desgarramiento. Precioso.

    Responder
  3. Carlos Cruz says:
    Hace 12 años

    Marina tiene el don de confundirnos, de cuestionarnos si realmente somos parte de este mundo, si cada uno marca la diferencia o es simplemente uno más en el montón, de preguntarnos qué es arte y qué no lo es. Muchos la tildarían de loca. Otros dirían “Es un genio”. Lo que sí es cierto es que esta mujer a revolucionado el performance en el mundo entero. Nada como lo que ella hace……No digo….Sencillamente no tengo palabras para describir su obra.

    Responder

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