Ahí estaba, dos metros más allá de la puerta, tan detenido, tan tieso, que inspiraba lástima. Si uno no va a una discoteca con su novia, si no va con sus amigos, si no va en plan de conquista, ¿entonces a qué va? Tenía que dar otro paso, estaba claro, pero no sabía cuál. No vamos a una discoteca a ponernos metafísicos. Vamos a fisgonear, a juguetear con nuestros cuerpos, con los cuerpos ajenos. Entonces, porque fue lo que se me ocurrió, empecé a sonreír. Sí, eso fue justo lo que hice. Me pegué una máscara de contentura en el rostro, me di ánimos de forma violenta, como si fuera a saltar a un ring de boxeo y no a un estridente club de homosexuales, y luego me acodé en la barra y pedí, con la mayor suavidad posible, un Cubalibre, si fuera tan gentil. L andaba ya por alguna parte.
En las paredes, destacaban varias fotos de travestis, los fulgurantes artistas de la semana. Imperio, por ejemplo. Así se llama una. La bruma de aquel sitio, la luz mortecina, las movedizas sombras, las mesas dispersas, algunos chillidos, algunas risas aisladas y estentóreas, todo se confabulaba para que yo me viera transitando por uno de esos esquemas típicos que las películas del viejo oeste, o de las zonas bajas de algunas ciudades norteamericanas (Baltimore, Detroit), han infiltrado con sutileza en nuestra psique. Forajido que llega en la noche, que pide una línea de ron o de whisky, y que luego, casi por casualidad, termina en el centro de la escena, aceptando un desafío, vistiéndose de héroe, mostrando su ingenio o su valor.
Alguien, nunca supe quién, me apretó una nalga y prosiguió. No quise averiguar. Pedí por pedir, en medio del nerviosismo, otro Cubalibre. Miré tan fijo al dependiente, tan desconcertado, que de seguro pensó le estaba flirteando. Una sustancia candorosa me subía desde los glúteos por el espinazo, daba una vuelta, rodeaba el gaznate, lo apretaba, me hacía tragar en seco y luego ascendía finalmente para pulsear con mi máscara de contentura y provocarme una mueca tragicómica fuera de encuadre, como un retrato que de golpe el viento ha descolgado. La sustancia se solidificaba, y mi rostro quedaba así, apretado entre el disimulo y el bochorno, levemente coqueto. No era que me hubiesen acariciado la nalga, era que alguien me había pellizcado con la misma fuerza con que una madre molesta le aprieta y le retuerce el cachete a su hijo malcriado y sucio. Hay pocas cosas tan inexplicables como que sea a uno a quien le invada la pena, cuando la víctima de la frescura ha sido uno. El dependiente me preguntó si quería algo más, pero no podía seguir oponiéndole mi bolsillo a la cobardía, porque iba a terminar arruinado.
Salí en busca de L. Bajé unas escaleras. Bordeé unas mesas dispuestas sin orden ni concierto. Al fondo, trepada en un escenario de cemento, bajo una bola plateada que giraba sin mucha velocidad y refractaba distintos colores, Margot se contoneaba, cerraba los ojos como una faraona voluptuosa víctima de alguna yerba o de algún opio exquisito, o como si un obrero bien dotado la estuviese penetrando, y doblaba con toda intensidad un tema de Rudy la Scala. ¡Qué pegajosas son esas canciones! ¡Qué dulzonas! ¡Con qué gusto nos desgarramos bajo sus efectos y besamos el cuello salado de nuestra pareja, o le husmeamos y le amasamos algunas hebras sueltas del cabello sudoroso, y lo padecemos hasta el éxtasis, hasta la última gota de sangre, quebrados de dolor, apretando un puño y llevándonoslo al pecho, llorando sin llorar! “¿Por qué será”, decía Margot, “que cuando hacemos el amor nos comemos vivos?” Bueno, ¿quién podría responderlo?
El aspecto de Las Vegas resultaba deprimente. Acritud. Penumbra opresiva. Cabos de cigarros aplastados, sin barrer. Manchones de alcohol. Partículas ingrávidas flotando entre las luces. Por alguna razón, quizás por la arquitectura, me recordaba los círculos sociales que hay en cada municipio de Cuba, en cada pueblecillo recóndito, adonde religiosamente acuden las familias los domingos en la tarde, el hombre con su guayabera o su camisa de cuadros, la mujer con su vestido de algodón y sus tacones de un negro brilloso, la niña con su lazo violeta y una blusa de encajes, el niño hiperquinético con sus zapatillas deportivas y un pulóver de Spiderman; el núcleo en pleno que disfruta la actuación del cantante local o de algún eventual humorista de la televisión que viene de pasada y les hace reír con chistes sobre nuestra miseria o con insinuaciones vulgares sobre el tamaño del sexo de los hombres, o incluso con la confusión (y el desenlace repleto de aspavientos) que en algunos recién llegados de provincia provocan los travestis de 23 y Malecón.
No hay travestis humoristas, o al menos no los conocemos. Sería cuando menos justo, aunque también gracioso, escuchar la versión de un travesti, cómo prepara su treta, cómo comprime su sexo entre los muslos y nada le cuelga y todo lo que puede vislumbrársele es el triángulo que antecede al centro del deseo, y cómo camina en puntillas hasta que apaga la luz, se desviste y pide desaforado que de entrada se lo hagan por atrás. Y se lo hacen. El tipo, ya ciego de tanta suerte, se lo hace. Hay materia hilarante ahí, sin dudas. El ardid coronado, la astucia que finalmente alcanza su premio. Nosotros queremos creer que el hombre recién llegado de provincias a última hora se percata del engaño, pero es bastante probable que nunca se percate, o que se percate y se haga el desentendido, y que lo disfrute y luego quiera que lo sigan engañando.
Un travesti que le dice a otro, remarcando en el folclor tal como les apetece: “Ay, hermana, sí, ni cuenta se dio, el muy zorro. Yo untándome la lidocaína con disimulo y él echando espuma por la boca. Un potro.” O este bocadillo, que yo escucharía tiempo después, por los alrededores del Hotel Nacional, no aquella noche en Las Vegas: “El bollo es para vivir. El bollo es libertad.” Los travestis hablan como si tuvieran bollo, pero, lo sabemos, no lo tienen. El bollo, para algunos, como el paraíso perdido, como el objeto ansiado, la cura de todos sus males. Y, por supuesto, la asociación inmediata con la libertad, que es siempre una posposición o una imposibilidad.
Incluso me atrevo a decir que a veces no hablan del bollo como órgano sexual, sino como actitud o como asunción o como pelea. Algunos contra la biología y otros simplemente contra la moral y las leyes. Los travestis contra la moral y las leyes y los transexuales también, pero, primeramente, contra la biología o contra la naturaleza o contra la reputa madre de Dios, que los metió en un cuerpo extraño, un cuerpo que es un enemigo, y aquí se me ocurre una idea.
Imaginen cuando decimos: se nos metió adentro un cuerpo extraño, y nos referimos simplemente a una astilla de madera, la punta de un lápiz, un clavo. Imaginen entonces que todo lo que tengas metido adentro sea un cuerpo extraño, que todo tu cuerpo te sea tan ajeno como lo es para nosotros, los heterosexuales o los estrictamente homosexuales, una astilla de madera, la punta de un lápiz, un clavo. Imaginen que tú, el ser, el estar, todo lo que puedes tocar de ti, todo lo que puedes palpar para cerciorarte de que eres -el torso, el sexo, los pómulos, los pies, una axila, un diminuto poro-, no son más que piezas de un cuerpo que no te pertenece, y de un cuerpo que quisieras cuanto antes expulsar de ti, echar a un latón de la misma manera que otros echan un vestido roto, o una astilla de madera, la punta de un lápiz, un clavo. Pero lo cierto es que no puedes echar fuera de ti todo lo que hay en ti, porque entonces también te estarías echando tú, íntegro, y no te estarías liberando de nada. Tú eres tu cárcel, y es algo así como que pretendieras liberar no al preso, sino a la prisión.
El bollo, en suma, como parábola del alma.
Noticia: Carlitos tiene nalgas capaces de motivar un pellizco de alguien. La verdad, nunca te había visto con esos ojos, gracias por la información. Tal vez deberías cambiar el nombre de tu columna y titularla Esta nalga es mía 😉
Carliiii, me encantó la serie completa (I y II). De todos slos sitios gay que he visitado, Las Vegas es el más gris, por eso solo fui una vez. L sabe que ese sitio no me gusta. Pero tus crónicas me dejan una inconformidad. ¿Descubriste algo sobre ti que no sabías o sencillamente reafirmaste, con la visita, la posición de “macho heterosexual” que presumes?
Lachy: Esto fue lo que le contesté a alguien en Fb. No pienso decir nada más sobre el tema. Un abrazo. Paquito: Voy a pasar por alto todo el circo anterior, que, creo, son todos los comentarios, y voy a decirte algo (aun cuando no me parece prudente intervenir), porque me ha parecido que bajo tus buenas intenciones he corrido el riesgo de ser ampliamente tergiversado, no ya el texto, sino yo, como persona. Fui a contar lo que sentí, simple. Yo, un tipo normal, educado en una sociedad machista y homófoba, he intentado mirar con la suficiente claridad incluso en los prejuicios más recónditos de uno, los que a uno le han engendrado. No ya expresado como discriminación al otro, es decir, de forma directa, que yo no creo tener un vestigio de semejante aberración, sino expresado como miedo, como conservadurismos, como emociones espontáneas. No hablo de nada racional (no me permito aclarar que creo que los homosexuales son iguales a cualquiera porque tamañas obviedades suponen un déficit de pensamiento, y yo no aclararía lo que resulta elemental), hablo de las sensaciones que un heterosexual no puede evitar sentir, y he sido sincero con ello. No me interesa venir aquí y posar de comprensivo. No tengo que demostrar nada. Me interesa ponerme en situación, contar lo que sucede, y, si fuera posible, como sé que soy absolutamente ordinario, mostrar a través de mí lo que experimentaría cualquier heterosexual que haya decidido ir a un club gay, todo ese cúmulo de sensaciones que probablemente sean un resultado más de nuestra educación y una consecuencia directa de nuestros convenios sociales. Yo he intentado saltarme uno de ellos, y ver qué tal. He intentado ir a un club gay aun cuando no me gustan físicamente los hombres, y decirles cómo fue. Tu pensamiento es simple y chato si crees que aclaré que soy heterosexual por salvarme. Lo aclaré porque era imprescindible para entender la historia, que es, al menos para mí, lo importante. Yo, en este caso, soy un personaje, y un personaje es absolutamente creíble cuando muestra sus matices. La historia, hasta cierto punto, puede que sea anodina (yo intenté que fuera divertida, solo que ustedes son como muy seriotes, uh, uh, uh, todo el tiempo muy bandera en alto), pero está contada con todos sus detalles. A fin de cuentas, yo estaba en un club gay, no estaba en Gaza, ¿qué se suponía que me pasara? A mí me interesa narrar. No hacer defensa de género, ni campaña por nada. Hay algo común entre los activistas LGTB y, por ejemplo, los funcionarios que tanto ustedes critican. Lo único que están dispuestos a admitir es la literalidad explícita, el elogio o el apoyo panfletario. Yo sigo creyendo que el elogio o el apoyo panfletario es abono estéril, pero si ustedes están dispuestos a conformarse con tales basuras, no tengo ningún problema con ello. De cualquier manera, yo no escribí para que ustedes se sintieran felices ni tristes, ni para que me acogieran o me rechazaran. A mí me tienen absolutamente sin cuidado los guirigay de Facebook. Pero mantenme fuera, no me etiquetes. También, qué te puedo decir, me tiene sin cuidado cuán prejuiciado o errado tú crees que yo soy o estoy. Tú estás haciendo la lectura del texto que quieres hacer, y yo no soy quien para negártela. Solo ahórrate la generosidad de hacerme recapacitar, convidándome a leer este muy divertido intercambio de comentarios entre tus amigos y tú.
Un joven cubano de veinte y tantos años cuenta su experiencia en un sitio con todos los prejuicios y miedos y dilemas que puede tener para alguien que se reconoce heterosexual y que no está a la vanguardia del movimiento pro LGBTI en Cuba. Lo cuenta desde la primera persona del singular. Desde el yo y mis miedos, yo y mis prejuicios, yo y mis conflictos internos; desde la más absoluta honestidad intelectual, en un contexto maravilloso porque se están discutiendo estos temas en el parlamento, en las calles, en las escuelas, en todos los lugares y como no entra en el vocabulario/esquemas de lo permitido, de lo esperado, de lo legitimado por la vanguardia LGBTI ¿es acusado de homófobo y del resto de las lindezas que hemos leído en estos días? A mí me encantó la columna, y me encantó porque presenta los conflictos reales que puede tener el tema para otros grupos de jóvenes y me encantaría leer a un señor de 80 años escribiendo exactamente lo mismo y probablemente tendrá más prejuicios aún; porque es el pensamiento de ese grupo al que quiero tener acceso, no digamos al de CM que no es para nada homófobo, sino a otros jóvenes que sí lo son y no se reconocen como tal o a aquellos que incluso se reconocen y ni siquiera se lo cuestionan. El post pone sobre la mesa una mirada otra del asunto. Una mirada tan válida como el resto de las miradas.
Consorte normal, no hay tema. En una noche de pirata cualquiera se tapa un ojo… , no pasa nada men. Yo leí por ahí que no era una enfermedad, que es normal. Tu lo leiste ?
Un texto hermoso, pulido, notable, sobresaliente y la gente no deja de comentar el pellizco a la nalga del autor… mira lo que generas, hasta expectativa percibo en cada comentario sobre “esa” parte de tu cuerpo, al que muchos ya estamos imaginando JAJAJAJA
Excelente respuesta de Carlos Manuel a Paquito el de Cuba. Este último donde quiera que llega tiene el mismo discurso gastado: yo soy gay, vvo con mi novio…¿A quién le importa eso? Tu vida sexual no debe ser una carta de presentación. Los que somos heterosexuales no vamos diciendo por ahí: Hola, soy ernesto, vivo con mi esposa, hago el amor tantas veces al día.
Ni que ser gay fuera algo raro, simplemente es lo que es.