Fito Páez mantiene una larga relación de amor con La Habana. Una relación de idas y venidas y hasta cierto punto desgarradora, como toda relación digna de un artista con una ciudad que parece hecha o dibujada o simplemente manifiesta por el arte.
La Habana mantiene aún, a pesar de las furias, una sensualidad similar a la de Cecilia Roth, piernas y excesos como los de Fabiana Cantilo, y esa dura belleza cercana a la de Romana Ricci. Páez lo ha dicho de forma más sencilla, con una contención inderrotable, y uno no puede dejar de pensar que los mejores secretos personales se conocen gracias a los ojos de otros. “La Habana sigue siendo un lugar romántico y maravilloso”, apuntó, de ahí que el rockero argentino, no importa los tiempos que corran, se las arregle para regresar a Cuba bajo la sombra de cualquier pretexto.
Páez fue el primer cantante extranjero en abarrotar la Plaza de la Revolución, allá por el oscuro 1993. Páez ha venido de incógnito. Páez ha presentado siempre, en la extraña Habana de diciembre, sus no muy exitosas incursiones en el cine. El mediometraje La Balada de Donna Helena, la ópera prima Vidas privadas, o más recientemente, en 2009, su documental Las manos al piano.
El cine de Páez será siempre de segundo orden. Dalí creía que escribía bien, pero mitómano y narcisista como era se engañaba sin piedad. Passolini no fue más poeta que cineasta. Una manifestación niega la otra. Del renacimiento hacia acá, solo Bob Dylan sabe dominar más de un arte con el rigor necesario. Y Fito Páez ha compuesto piezas tan memorables que uno no le puede prestar a su cine más que la atención del curioso.
Aún así, por esas relaciones extrañas que los artistas mantienen con su violín de Ingres, no sabemos si es en el hecho de filmar donde el hombre sostiene el equilibrio oculto de sus notas musicales, de sus letras paradigmáticas, y de sus acordes más furiosos.
Este 5 de diciembre, en el Carlos Marx, Páez volverá a tocar para los cubanos. Ya es un cantante hecho, con el pelo más corto y las libras necesarias para desterrar hacia los predios de la nostalgia su lejana escualidez. Quizás la voz se le haya vuelto un tanto menos tierna. Es algo que habrá que comprobar.
Sabríamos perdonarle cualquier desvío si el grueso del concierto recayera en sus himnos legendarios. A medida que los cantautores se adentran en la adultez, uno solo quiere escuchar sus composiciones primeras. A medidas que los cantautores mejoran el porte, su poesía empieza a reciclarse. Es natural. Solo cuentan con una guitarra y un registro y esas cosas normalmente mueren antes que los propios hombres.
Silvio compuso lo que compuso cuando era un adolescente feo. Páez igual. Y Pablo lo mismo. Serrat no (siempre lució bien), pero la poesía de Serrat no exigía el aniquilamiento físico. Es una teoría fundamentada en la sospecha, pero en la sospecha se fraguan los principios que luego alguien demuestra, con el suficiente tesón.
Volvamos al mito: por las fechas en que Dylan compuso Like a Rolling Stone, posaba como un muchacho anoréxico, rebelde, sucio, con greñas horribles y largas ojeras. Solo hay que ver al Beethoven terminal. O a la Janis Joplin del LSD. En suma: si a Páez no le hubiese pasado todo lo que le ha pasado, no se habría despreocupado de su aspecto, y entonces La Habana no estuviera esperando con tanta fuerza esos temas insignes de hace veinte años.
Canciones y pactos de una belleza atroz.