Un amigo ecuatoriano que viene de París me pregunta qué quiero y le digo que me traiga un par de novelas de Saer. Le especifico las que no he leído, pero el amigo no encuentra nada de Saer y me trae, en cambio, El adversario, de Emmanuel Carrère. En ese sentido, El adversario es un libro que cayó en mis manos sin que yo lo hubiera buscado y, por lo tanto, como yo creo que los libros son cosas que hay que merecer y que, como todo merecimiento, exigen antes un sacrificio, es también un libro que no debiera pertenecerme, porque yo no hice nada por tenerlo.
De Carrère, apenas había leído unas pocas cuartillas de su biografía Limónov, y eso, como toda biografía, no por el autor, sino por el personaje. No sé por qué la dejé, quizás porque estaba en formato digital, quizás simplemente porque uno suele dejar de lado muchas cosas que empieza, incluso cosas que te interesan. De Limónov me iba gustando que, siendo como es un escritor francés, Carrère intentara meter la cabeza en la Rusia autoritaria de Putin para captar la complejidad del caso, y que no se fuera detrás de tópicos que le hubieran granjeado el aplauso rápido de Occidente, pero que finalmente resultaran ser inexactos, como decir que Putin es un déspota a la manera de Stalin, que no lo es.
(De hecho, una de las razones por la que siguen legitimándose mandamases del corte de Putin es porque se les suele comparar con dictadores de mucha peor trayectoria, cuando sus métodos son más sutiles y, si bien no democráticos, tampoco tan despiadados o totalitarios. Algo que me irrita especialmente, ya que estamos, es que se intente igualar el Quinquenio Gris con la tragedia de los escritores rusos que Stalin enviara a los campos de concentración en Siberia. Eso, contrario a lo que supone, es ridiculizar el Quinquenio Gris y rebajarle todo el drama que de por sí tiene. No hace falta hacerlo más grave de lo que es. Pero, tanto como desconocerlo, hacerlo más grave es también un negocio.)
Y bien. Volvamos. Porque si de meter la cabeza en algún lugar se trata, hay que decir que poquísimos escritores han metido la cabeza en algo como Carrère (quien la ha metido además en otros huecos no pocos oscuros, a saber: el propio Limónov, Philip K. Dick., Werner Herzog) la mete en El adversario, la historia del falso médico Jean-Claude Romand.
Es 9 enero de 1993, y Romand, destacado científico e investigador de la OMS, asesina a su mujer, a sus dos hijos pequeños y a sus padres. Romand nació en Jura y vive en Prévessin, al este de Francia. En una especie de comuna. En un cantón que limita con Ginebra. En una región conservadora y próspera de la Europa profunda. De la Europa donde los hijos heredan el negocio de los padres y los padres el negocio de los abuelos y así sucesivamente. De la Europa donde el apellido se lleva como un estandarte y pesa como una losa. De la Europa que casi nadie conoce pero que cualquiera declararía el lugar más confortable y pacífico entre todos los lugares de la tierra posibles y donde la gente es tan civilizada que parecen robots o habitantes de Júpiter. De la Europa donde el cristianismo, que todo lo ordena y lo maquilla, a veces se descose y deja escapar el inescrutable horror acumulado bajo tanta plegaria y moral. Como si una persona fuese la elegida para llevar en sí todo el mal, el que le tocaba a él, el común, el de cada cual, y también el que le tocaba al resto. Como el contrapeso o el basurero que garantiza la inocencia colectiva.
Ese basurero, en Ferney-Voltaire, era Jean-Claude Romand. La historia de por qué y cómo llega a matar a sus familiares más cercanos es espeluznante. Es la más espeluznante que yo haya leído alguna vez. Un hombre que estuvo durante casi dos décadas engañando a todos a su alrededor, fingiendo ser médico, fingiendo trabajar en la OMS, fingiendo reuniones con altos ministros y prestigiosas personalidades, cuando había abandonado la carrera de Medicina apenas en segundo año. Es probable, como sugiere Carrère, que algo de tamaña perversión tenga que ver con la educación recibida por Romand. La educación que prioriza las formas. Y es probable que semejante embuste solo pueda ocurrir en una región tan saneada como los Alpes europeos.
A Romand lo sentencian a cadena perpetua (en Francia no hay pena de muerte), con una condena de prisión firme de veinte años, y entonces, pasado un tiempo, Romand asiste a la purificación de su alma; el signo místico que tantos patanes han creído entrever. Romand tiene amigos que lo ayudan y que en otra parte no los podría tener, simplemente porque en otra parte no hay personas así (descontando que en otras partes ya Romand estaría muerto). Los amigos de Romand son como voluntarios –cristianos, por supuesto- que traban relación con los reclusos para hacerles más llevadera la condena (lo más cercano que nosotros tenemos a eso son las mujeres que dan pabellón). Estos amigos de Romand creen que Romand es una pobre alma. Como las cosas no son tan simples, yo no voy a decir que, de tan buenos, los amigos de Romand son unos hijos de puta tragados por la ignorancia de la fe. Pero, en ese juego de apariencias, sí voy a citar una idea de Carrère que me parece central: “Cuando Cristo entra en su corazón (en el de Romand), cuando la certeza de ser amado, a pesar de todo, hace que rueden por sus mejillas lágrimas de alegría, ¿no sigue siendo el adversario (el Diablo) quien le engaña?”
Es una pregunta que vale su peso en oro. Una de esas preguntas -pura lucidez- que son como una percha a la que le podemos poner casi cualquier ropa.
Decir, por último, que Carrère tuvo en las manos una materia aún más explosiva que la que tuvo Capote con los Clutter, y decir que, por ello, El adversario es aún mejor libro que A Sangre fría. Decir que Carrère demuestra la eficacia de una primera persona no entrometida, una primera persona bien ligera que entra y sale de la narración para apostillar, para hacerla más cálida y más lacerante. Decir que, dentro de la no-ficción, agradezco y bendigo la eficacia de esos autores que saben asomar la cabeza cuando hace falta. Y que creo en la pertinencia de hacer de la investigación parte de la historia, sin que tal recurso tenga por fuerza que ser penalizado.
Me pregunto si, de ser ficción, el libro me hubiera estremecido tanto. Me respondo que definitivamente no. Incluso, casi antes de terminarlo, leo que Romand será puesto en libertad para el 2015. El libro, escrito en 1999, lo dice con ese tono de cita lejana. Miro entonces la fecha. Es la madrugada del 31 de diciembre del 14. Pienso que soy ateo. Pienso que el diablo está en mi casa.