Virgilio, tacón jorobado

Lo que tengo que decir de Virgilio Piñera es breve. Y lo primero es que le debo uno de los ensayos más lúcidos que haya tenido oportunidad de leer. El ensayo se llama De la destrucción, y puede encontrarse en uno de los números de La Gaceta de Cuba de 1994. En principio, Virgilio parece desmontar ciertos consuelos o desmentir ciertos bulos de la moral judeo cristiana, pero luego el texto se vuelve a un tiempo mucho más corrosivo y luminoso, aunque no sabría decir exactamente en qué sentido. Estoy intentando regalarles una idea más digna del asunto en cuestión, más precisa, y lo único que logro es maldecir el momento en que no memoricé coma por coma y aprendí como si fuera la biografía de un héroe aquel ejercicio de pensamiento.

Sus armas no son las del historicismo, no son las de la ética, no son las de un gobierno laico que intenta derrocar la dictadura del cristianismo. Virgilio avanza hacia la destrucción (no puede ser otro el lugar, vean el título) con una serenidad matemática, con una hidalguía y con una economía de gestos que me temo no ha sido ponderada por ninguno de sus contumaces albaceas. Al contrario, hay un énfasis en el Virgilio de lengua venenosa, en el homosexual sardónico (me hubiese gustado decir en el maricón, pero eso es propio de los alumnos de Virgilio), en el dramaturgo gestual, en el voluntarioso creador de revistas, en el cardenense pobre de refinada cultura francesa, a la postre un desgarbado inofensivo. El hombre que le confiesa a Fidel Castro, durante aquel Congreso de Educación y Cultura, tener miedo, tener mucho miedo, y no saber por qué.

Pero Fidel Castro no era un jodido cura, y eso sí Virgilio debió haberlo sabido. Debió haber sabido también que probablemente él y Fidel Castro, ante la misma palabra, ante la palabra miedo, estuvieran procesando diferentes acepciones. Demonios por un lado y balas por el otro, algo así. Hemos acordado, sabiendo lo que vino después, interpretar aquel miedo específico de Virgilio como un miedo premonitorio y, además, oxímoron mediante, como un miedo valiente. No tengo ni la intención ni la disposición de discutirlo. Pero sí sé que hay un Virgilio más valiente que ese, y más cardinal, y es el Virgilio que escribe De la destrucción. Con instrumentos que parecen los de un capataz irrestricto, poco menesteroso.

Es tan extraño ese Virgilio que por ningún lugar vislumbramos la sombra de Cuba o la sombra de Orígenes, ni siquiera como oposición. Tal vez, puestos a hurgar, el hombro de Gombrowicz sí que lo vislumbramos. Ese tipo de ideas que de tan descarnadas resultan tiernas; cálidas, de tan desoladoras. El ensayo zurció en mí toda una serie de descosidos y taponeó –aunque fuera como momentánea ilusión, ¡pero cuánto se agradece!- agujeros por los que normalmente uno siente que algo se escapa, algo que no alcanzamos a entender, pero, sobre todo, no algo que se escapa, sino algo que no entra, algo que se resiste a integrarse y con lo que a veces conviene suspender cualquier tipo de vínculo.

Los remiendos tienden a zafarse, y este sería un buen momento para releer De la destrucción, pero he extraviado el número de La Gaceta que lo contiene (si algún lector lo encuentra en algún link, y decide dejarlo en un comentario, se lo agradeceré con creces, aunque venga con improperio incluido).

Hay otro par de puntos que me gustaría glosar. Y este es uno de ellos: lo único que me interesa rescatar de La Isla en peso son algunas líneas muy específicas, pero no el espíritu del poema. El cristiano y pacífico Vitier –iracundo si de Virgilio se trataba- tenía razón. La isla en peso no es ese gran poema, pero no por lo que el cristiano Vitier supone, por su visión trágica de la nación o por su alambicado escepticismo, sino por el aire folclórico que lo atraviesa. Su pesimismo es tan festivo. Y su caos es más bien un baile lujurioso que funciona como bálsamo para la escasez, un desenfreno orgiástico que busca maquillar la inopia. Tienta establecer la analogía con el grueso de nuestros carnavales municipales: pipas de cerveza, ranchones decorados con hojas de plátano y macetas de malanga, lechones asados, tractores reconvertidos en carrozas, borrachos embadurnados en alcohol, mulatas emperifolladas con cestos de frutas en sus cabezas, meneando un trasero emplumado.

No sé si es una característica intrínseca de La isla en peso, o si es una desviación exterior, una desviación provocada por la efusividad de nuestras lecturas o por el modo en que nuestra atmósfera finalmente convirtió el poema en un pergamino cuasi profético, pero un poema es también responsable del modo en que debe ser leído, o de los modos en que nunca debería leerse. Y debe ser capaz de sostener esa carga al menos hasta que su pueblo se extravíe en la oscuridad.

El poema verdaderamente monumental de Virgilio Piñera es Vida de Flora. Escucharlo en su voz es un teatro, y también un responso. Una actuación, y un pedido postrero. Flora es tan ingrávida: tacón jorobado al que la tristeza le lavó el barro costumbrista.

Algo más. Los albaceas de Virgilio Piñera me desagradan. Son, de todos los albaceas, los que más me desagradan, más incluso que los de Carpentier. Los epígonos fatuos (perdonen la tautología), rápidamente dispuestos a demostrar y a rememorar cualquier tipo de cercanía con el bardo, los escribidores de libros como Virgilio Piñera y yo, o Virgilio Piñera y su afición por la ensalada de vegetales, son quizás unas de las peores secuelas que nos dejó el quinquenio gris: la inmunidad diplomática con que cuentan ciertos defenestrados para publicar todo tipo de cinismo literario que les pase por sus restituidas y lirondas cabezas.

Han hecho de su rescate un pasatiempo. Motivo de orgullo patrio, que habla sobre nuestros retroactivos modales y sobre nuestra óptima disposición para corregir. Pienso en poetas que aprecio, como Friol, o que amo, como Escobar, y agradezco que ningún verdugo ni ninguna víctima puedan sacarles provecho alguno. Virgilio no es el guía de sus discípulos. Virgilio es su propio guía. Los otros, habitantes del vestíbulo de los ignavos, desmerecen el infierno.

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