Fogonazos

Estás convencido de que el tiempo jamás alcanza y por eso lees frente al televisor (que desgrana panfletos camuflados de noticias) o en el vórtice mismo de ese desagüe obstruido que es la terminal de ómnibus nacionales o cuando al fin la guagua te devuelve a La Habana desde algún limbo provincial.

De ese modo reparas en los puentes que se tienden en tiempo real desde la literatura hasta el mundo (sea lo que sean la literatura y el mundo). Fogonazos. Túneles de luz que se abren y se cierran en un mismo gesto. Lees la palabra “cosmos” o “isla” o “frío” o “bochorno” o “soledad” o “masa” o “crimen” o “héroe” o “paz” o “terror”, incluso la palabra “desoxirribonucleico”, y en ese mismo instante el locutor dice a través del aparato y por debajo y entre las valvas de su bigote la palabra “cosmos” o “isla” o “frío” o “bochorno” o “soledad” o “masa” o “crimen” o “héroe” o “paz” o “terror” e, incluso, “desoxirribonucleico”. Es cosa de locos. Te entran ganas de jugar algún número y hacerte millonario.

Hasta puede ocurrir que el ventrílocuo televisivo (¿quién, a fin de cuentas, nos habla, oculto, todo el tiempo?) diga “arrancaba la corteza de los abedules lejanos mientras la savia aún corría por ellos…”, justo en el momento infinitesimal en que lees esa misma frase de Knut Hamsun.

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Yo he estado muchas tardes amarrado a la lista de espera rumbo a Pinar del Río. La terminal de ómnibus es un manicomio donde se aceleran los choques entre las moléculas que somos. Una orgía antilibidinal frenetizada por el calor y la humedad tropicales; una suerte de cultivo bacteriano que alguien (¿quién, demonios?) observa a través de un microscopio. Nuestros movimientos azarosos: aquel que compra rositas de maíz, una niña que duerme sobre un maletín, el tipo que busca latas en la basura, el hombre joven y rengo que te barre los pies y va dejando una galaxia de peloticas de papel, el viejo que busca y no encuentra el último de la cola, el estudiante que escupe un chicle, la señora que tiene el número 246 y el compañero que tiene el 327 por la Autopista y el 180 por la Carretera Central, la expendedora que se va a fumar o que charla por teléfono mientras la fila crece y se bifurca como los senderos de Borges…

Todo pura literatura ocurriendo afuera, en la terminal, mientras yo leo El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard, y alucino con tenderme en una cama del sanatorio Am Steinhof, en la Wilhelminberg, al oeste de Viena, a mirar las aves posadas en una rama que asoma por mi ventana.

“Como el noventa por ciento de los hombres en el fondo quiero estar siempre donde no estoy, allá de donde acabo de huir”, leo, y alzo la vista un segundo. La sentencia estadística resume la delicada cuestión de la inutilidad del viaje. No puedes escapar de ti mismo. De cualquier forma yo estoy en espera de una guagua. Mi viaje, por ahora, es corto. Presumo que el descubrimiento de esa frase justifica al menos este momento en que no veo, no escucho a esa colonia de gérmenes humanos que se agita a mi alrededor. Así que continúo, leyendo, esperando. ¿Qué pensarán al respecto mis amigos y todos esos desconocidos que se han marchado de Cuba más o menos para siempre? Nadie puede escapar de sí mismo. ¿O sí?

Uno sospecha que los libros se completan fuera: de sus páginas y de tu conciencia hacia afuera. O cómo se explica que mientras Bernhard dice: “Qué sería mi mundo, pienso una y otra vez, si solo dependiera de los diarios alemanes, que en conjunto son diarios de porquería, por no hablar de los austriacos, que no son siquiera periódicos, sino solo inútil papel de retrete que se tira a diario en millones de ejemplares”; cómo explicar, decía, que mientras el camarada del orate Paul Wittgenstein despacha toda su frustración lectora sobre, por ejemplo, el Frankfurter Allgemeine o el Süddetsche Zeitung, casi tropiece conmigo –que estoy sentado en el suelo de la terminal de ómnibus- un viejo al que se le viene cayendo de las manos media tonelada de papel gaceta y que vocea tembloroso: Granma…, Rebelde… Bohemia…, Pa´lante…

-Niño, ¿quiere un Pa´lante?

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Es la mañana de un día en que por fin leo un poema que se llama “Los hombres gordos”. Digo “por fin” ajustándome a la creencia, bastante extendida, de que lo que ocurre esta mañana (leer estos versos en particular de Rafael Courtoisie), lo que ocurrió ayer (no recuerdo), lo que está por ocurrir (no sé), estaba escrito desde siempre en alguna parte. Y que vivir entonces es enterarse paso a paso de lo que dice el pergamino. Es ir leyendo hasta la muerte. Leer en la guagua mientras voy de regreso a La Habana es leer dos veces, una lectura dentro de otra, como si leyéramos ante un espejo. Una caja china, una matriushka. Como cuando filman una película dentro de una película; como cuando soñaba Calderón de la Barca.

Sostiene Courtoisie que “El hombre gordo se esconde dentro de sí mismo, ha erigido su muralla corporal por medio de pulpa y piel abundantes, (…) se defiende de las pruebas de la suerte mediante el ardid de envolverse por completo, de envolverse a sí mismo en una opulenta apariencia corporal”.

Justo entonces suena el móvil y me habla, precisamente, el Gordo. El Gordo me dice bróder, misión cumplida, y me dice en medio minuto 17 frases de felicidad, porque la jeva aquella ahora es su jeva… Yo voy imaginando al Gordo –que es mi hermano- radiante, ligero, aerostático, invencible…

Luego Courtoisie –que es muy buen poeta- sigue con la estupidez de que “los gordos carecen de alas, los gordos no pueden volar, jamás serán aves o arcángeles, jamás podrán elevarse del piso”.

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Tuvo que morirse Eduardo Galeano para que yo viera de nuevo al Flaco en La Habana. A la espera del futuro, esta clasifica como la última vez que lo vi en la ciudad, porque en realidad el Flaco está desde hace tiempo en Miami. Y le va redondamente bien o redondamente mal, pero en todo caso su vida va rodando hacia adelante mientras le giran alrededor una muchacha y un balón de fútbol que él patearía horriblemente, cierto, pero que él jamás deja de patear en su imaginación. Porque el otro gran amor del Flaco es la literatura. Leerse jugar maravillosamente en un libro que aún no escribe.

Así que tuvo que morirse Galeano para que yo lo sorprendiera un par de veces entre la multitud que siguió por La Habana al escritor hace unos tres años. Galeano murió en la mañana, y a la noche veo en TV una entrevista de la última vez que estuvo en Cuba, en 2012, cuando éramos más en este pedazo de mundo y yo también perseguía –aunque con esa desgana mía infatigable- al escritor montevideano para ver su rostro de fantasma, de Casper anciano, su inquietante cara de Joker antiimperialista; para ver sobre todo -puro fetichismo, y plagio performático- la mano con que escribió toda la maldad y la bondad de que es capaz el ser humano. Tan inesperadamente bien escritas. La mano de un alumno de Onetti, la mano que estrechó la mano indestructible de Onetti; la mano con que escribía Galeano.

Y en eso andaba el Flaco una vez más la otra noche.

Mientras Galeano habla en TV, yo lo descubro entre la gente que escucha a Galeano, que ahora está hablando en el Centro Onelio; mientras él toma notas mentales y mira de frente a Galeano –que ya está muerto en la noche del porvenir– yo corro en cámara lenta por La Habana, que ha oscurecido, y sé que llego tarde, como siempre, apenas a tiempo para abrazar al Flaco y sacarle un par de fotos a unas amigas que se cuelgan a un Galeano en retirada. Vestido de celeste, como la selección uruguaya; cargado de hombros, como si le pesara demasiado la camiseta.

Ahora me doy cuenta de que esa vez también me alcanzó el tiempo para rogarle a Galeano, como tantos, que pusiera su nombre junto al mío al frente de un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina: “para Adonis. Eduardo”.

Después vuelvo a ver al Flaco, a la salida de Casa de las Américas, mientras Galeano sigue hablando en el aparato, y me recuerdo a mí mismo sumergido en esa muchedumbre de lectores y esnobistas todoterreno a la caza de un libro para regalarle a una mujer atravesada en mis párpados y en mi garganta: “Y luego está el espejo de nosotros. Uno en el que yo me miro a solas y nos veo juntos…. Toda una historia por contar”, le dije entonces a ella. Y esa ridícula confesión es lo que leo una y otra vez, en mi mente, frente a un Galeano televisivo y feliz de que el Flaco lo ande persiguiendo por La Habana antes de irse, más o menos para siempre, a Miami.

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