La “cubanidad” fue una creación propia que no calcó los caminos que siguió el discurso del mestizaje en la región latinoamericana.
El historiador Guillermo Zermeño Padilla ha reconstruido para México la ruta del discurso del mestizaje. La “mestizofilia” reelaboró el sentido del día de la raza, celebratoria de la hispanidad, para celebrar el día del mestizaje o mezcla de la raza indígena y española. La “operación” fue realizada por el régimen de la revolución encabezada por Carranza en 1917.
Así, el Día de la Raza en México fue asociado en ese país a la celebración de la modernidad mexicana, con una noción de mestizaje que supone un espacio “que conjunta el elemento americano y el latino o español.” Años después, ese espacio que absorbe “lo indígena” y “lo español” sería cubierto por José Vasconcelos con el neologismo “mestizaje”, y funcionaría “como mito fundador de la nación, que sobrevuela a sus mismos creadores y operadores.”
Una manera de comprender los significados subyacentes, en Cuba, a la elaboración de la cubanidad mestiza elaborada por Fernando Ortiz, es contrastarla con otras tesis que compitieron con la suya en la misma fecha.
En 1940 Rafael Esténger mereció, con un texto titulado “Cubanidad y derrotismo”, el primer premio en un concurso convocado por el Consejo Corporativo de Educación, Sanidad y Beneficencia, ente dominado por Fulgencio Batista.
Su texto hacía parte obvia de las búsquedas de la hora para traducir como nacionalismo el programa burgués reformista de hegemonía social, conquista de espacios económicos y dominación política. En ese ensayo, Esténger explicaba: “puede hablarse (…) de la cubanidad [en tanto] somos la fusión incompleta de dos razas –bajo dos pautas cardinales: la tradición europea y el contacto yankee– que suman e invalidan recíprocamente sus caracteres para formar ese total caótico que es el pueblo cubano”.
A la altura en que Esténger escribía esas palabras era impensable replicar las ideas de Ramiro Guerra sobre la nacionalidad cubana. Crítico del latifundismo, y propulsor de fórmulas pro keynesianas para Cuba, Guerra había considerado que el pueblo cubano era “en su conjunto, una rama del pueblo español desarrollándose en un medio geográfico e histórico diferente”.
Esténger considerada “demasiado simplista” esa tesis, por lo elemental: olvidaba la importancia básica del negro y el mestizo en la integración del pueblo cubano, y no comprendía “la mescolanza étnica”.
Esténger recurría a Ricardo Rojas y a la noción de “argentinidad”. Lo hacía para subrayar la idea de nación como un espacio de concordia y unidad, que negaba los aspectos conflictivos hacia el interior de las fronteras nacionales. Esténger aseguraba: “en igual sentido puede hablarse también de la cubanidad, por cuanto existe una fuerza espiritual originaria que nos lleva a nosotros, tras heroísmos y vicisitudes, a constituir un tipo peculiar y único de cultura”.
Esa cubanidad acudía en auxilio de la nación para poder colocar al espacio político y social “por encima” de “las frívolas disputas del politiqueo profesional”, de “los dramas económicos de hacendistas y colonos, de comerciantes e industriales, que ven zozobrar las últimas esperanzas de una capitalización de sus riquezas”; y sobre “extemporáneos programas comunistas”. La crítica a la vieja política, la defensa del capitalismo reformista y la contención del comunismo eran los objetivos de la “cubanidad” de Esténger.
Esa tesis, aunque compartía objetivos, intereses y términos con la propuesta de Fernando Ortiz, no podía competir con las elaboraciones del polígrafo y político cubano.
Ortiz no solo fue un científico social de primera importancia mundial: fue también uno de los más destacados ideólogos socioliberales de la burguesía cubana reformista.
Se trataba de un rostro capaz de ser reconocido como primera autoridad científica de la nación, al tiempo que un muy reconocido político progresista.
Ortiz había militado primero en el Partido Conservador, y luego, hasta 1927, en el Partido Liberal, dentro del cual había formado, como ha reconstruido Ana Cairo, una pequeña corriente autodenominada “Izquierda Liberal”, pero su prestigio político rebasaba ampliamente sus inserciones partidistas puntuales.
El llamado “tercer descubridor de Cuba” lideró un asombroso activismo político y científico antirracista –animó instituciones, dirigió revistas, organizó una cantidad infinita de actividades– en una vastísima campaña cívica de adecentamiento nacional y de valoración del aporte negro a la cultura cubana.
Ortiz podía compartir el programa de Esténger de nueva política, defensa del capitalismo regulado y contención del comunismo, pero el peso que dio a la democracia política como obligación de la República y al reconocimiento del lugar del negro como obligación de la nación llevaron su discurso a donde ninguna de las versiones antes comentadas de “cubanidad” podría llegar.
Al asentar la “cubanidad” sobre una base estrictamente cultural, Ortiz la purgó de toda connotación racial susceptible de ser usada en negativo: “La cubanidad no la da el engendro; no hay una raza cubana. Y raza pura no hay ninguna. […] La cubanidad para el individuo no está en la sangre, ni en el papel ni en la habitación. La cubanidad es principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba. […] Cuba es un ajiaco”.
Por ese camino, consideró la “raza cósmica” de Vasconcelos como “pura paradoja” y defendió la “posible, deseable y futura desracialización de la humanidad”.
La tesis de Ortiz vinculaba las teorías orgánicas y voluntaristas de la nación en una construcción abierta: se es cubano por nacer en Cuba y formar parte de su comunidad de cultura, y por la “conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser”. La imagen del “ajíaco”, teorizada como “trasculturación”, fue elaborada por Ortiz entre 1939 y 1940 como la más poderosa metáfora del mestizaje que tendría la “cubanidad”.
Un texto de Diario de Marina había sugerido en 1912 otra metáfora gastronómica para la nación: “de ‘blancos’ y ‘negros’ se compone el arroz con frijoles y es un plato muy típico de Cuba y bastante sabroso”. La metáfora del “ajíaco”, símbolo de la nación mestiza, que da como resultado de su cocción un producto mezclado que “despurifica” a los blancos y negros que entraron juntos al caldero nacional, alcanzaría éxito arrollador tras los 1930 hasta hoy, por encima de cualquier otra imagen de lo cubano que separase al blanco del negro, del tipo de Cuba como un “arroz con frijoles”.
Ortiz elaboró un concepto de nación no comprometido con el esencialismo, pero capaz de tomar como relevante a la cultura y de someter todo el conjunto a preceptos cívicos susceptibles de ser reconocidos como universales.
En ese contexto, la “cubanidad” era un recurso del nacionalismo para re-crear la nación y democratizar la política republicana.
El nacionalismo, vía la “cubanidad”, representaba la ideología que hacía posible la unidad nacional, el espacio inclusivo de la nación, el cauce de integración de las diferencias sociales, raciales, sexuales y regionales, y la posibilidad de desarrollar una economía nacional. En otras palabras, con la “cubanidad” dio nombre al programa reformista cubano de los 1930 y se definió al pueblo cubano como un espacio atravesado por la demanda conjunta de justicia racial y social.
Ese nacionalismo era asimilacionista (por comprometido con el mestizaje) en lo étnico / racial, pero redistributivo en lo social. Bajo la cobertura de la “cubanidad” en la Convención Constituyente de 1940 se defendieron temas muy disímiles entre sí y todos de gran importancia: las demandas de derechos sociales, de trabajo para los nacionales, de nacionalización de la enseñanza o de paridad entre los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio. La penetración cultural del mestizaje como sinónimo de la nacionalidad se afincó sobre esta realidad: funcionaba en un marco que producía un tipo de reconocimiento cívico –respeto y dignidad por las “razas” y valoración positiva de su integración– al tiempo que redistribución en forma de defensa de los derechos sociales.
Como promete la inclusión en el cuerpo universal de la nación, el nacionalismo es habitualmente incapaz de mirar sus exclusiones.
Como ha observado Josep Fontana, la forma estado-nación no surgió de la acción de grupos que, por compartir una conciencia nacional, se dieron a la tarea de construir un estado. El hecho se produjo a la inversa:
“Fueron los viejos estados del absolutismo los que, cuando vieron amenazado el consenso social en que se basaban, optaron por convertirse en naciones. […] La nacionalización del estado ha exigido una compactación de ese conjunto, identificándolo con una nacionalidad dominante en él, lo que podemos llamar un proceso de “etnogénesis”, y elevando a quienes formaban parte de él de la categoría de súbditos a la de ciudadanos, iguales en derechos ante la ley, por lo menos en teoría, aunque, durante mucho tiempo, con derechos políticos muy distintos, en función sobre todo de su fortuna.”
La explicación de Fontana aporta posibilidades para comprender el nacionalismo de la “cubanidad” como un espacio transclasista y transracial, desarrollado bajo control de la burguesía reformista cubana.
La cubanidad proponía un republicanismo cívico (era necesario “republicanizar la república”, frente al “republicanaje”, decía Ortiz) atento a los derechos –no un patriotismo étnico basado solo en aspectos “biológicos” como la tierra y la lengua– pero respetuoso a la vez de las condicionantes culturales del medio en que debía desenvolverse y de sus exclusiones nacionales históricas.
La cubanidad mestiza “ganó” en competencia política con otras visiones de lo nacional. Ganó por razones fundadas, y produjo también sus ganadores.
Era una línea discursiva bien armada: la metáfora del ajíaco era entendible por todos; todos podían verla puesta en escena en terrenos como la poesía y la música negras y las comparsas de carnaval, y alcanzaba estatus científico con el concepto de “transculturación”, celebrado en la fecha por Malinowski.
Abarcaba desde el sentido común, hasta la alta cultura, pasando por la ciencia. Además, se acompañaba de reclamos de democracia social, vinculando las que hoy se llaman demandas de distribución y de reconocimiento. No dejó ningún cabo suelto. Ganó también porque sus autores contaban con mayor poder social y capacidad de organización para desplegar su discurso y hacerlo más convincente.
La cubanidad mestiza no era un “mito”: contribuía al “ennegrecimiento” de lo nacional, defendía las demandas de derechos sociales, limitaba el despliegue de la acción política autónoma negra, y mantenía el control de actores burgueses reformistas como dominantes.
Reconocer críticamente el proceso de elaboración de la “cubanidad”, visibilizar los fines que perseguía, los actores que lo promovían, los avances que procuró y los límites que mantuvo, debería ser parte de cualquier programa que se precie de defender una “cubanidad” inclusiva y justiciera para las condiciones del siglo XXI, recordando que el poder de definir lo cubano significa políticamente asignar lugares sociales y roles políticos a respectivos actores nacionales.
Interesante trabajo. Sugiero al autor adicionar pie de página a todas las imágenes.