Bailarín

Un día lo dije en medio de una reunión familiar: “Cuando sea grande, quiero ser bailarín”. Casi todo el mundo se rió de mí. Mi papá, mi hermano, mis tías, mis primos. Yo tendría unos ocho años, quizás nueve. Estábamos en la playa, en la casa de mi tía Carmen. La noche anterior había visto por la televisión una escena de ballet. No puedo recordar cuál sería. Quizás Giselle. Quizás El lago de los cisnes. Tampoco recuerdo los intérpretes. Es probable que haya sido Alicia. Sí recuerdo que quedé encantado, tengo ganas de decir que quedé hechizado ante aquella manera de moverse, que me pareció mágica. El príncipe danzaba entre aquellas criaturas (¿willis?, ¿sílfides?, ¿cisnes?) con una elegancia que me subyugó. Cuando me acosté, comencé a soñar despierto. Yo podía ser bailarín, era solo cuestión de pedirlo. Yo podía acceder a ese mundo hermoso. Así que a la hora del desayuno, cuando todo el mundo bromeaba y contaba los chismes del día anterior, me paré muy derechito frente a la mesa y lo solté: “Cuando sea grande, quiero ser bailarín”. La única que no se rió fue mi mamá.
—¿Bailarín de qué? ¿De cabaret o de ballet?
—De ballet, de los que bailan en puntas.

Mi papá se encogió de hombros. “Antier querías ser taxista, antes guagüero interprovincial, antes artista de circo, y antes repostero. Ahora bailarín, vamos a ver qué se te ocurre mañana”. Un primo mío dejó de reírse y me miró muy serio: “¿Tú sabes que los hombres no pueden ser bailarines? Eso es para los flojitos, ¿tú quieres ser un flojito?”. No supe qué responder, pero mi mamá vino en mi ayuda. “No le hagas caso, que el de bailarín es un oficio como otro cualquiera. Lo importante es que te guste lo que hagas”. Y ahí se acabó el debate. Cambiaron de tema y yo me fui con mi hermano para el muelle. Estábamos allí sentados, tirando piedras al agua, cuando apareció una vecinita, unos años mayor. “Este quiere estudiar para bailarín” —le dijo mi hermano, que siempre tuvo la lengua muy suelta. La chiquilla me miró de arriba abajo. “Está muy flaco para eso, no podrá cargar a nadie. Además, para ser bailarín hay que ser pájaro. ¿Tú por casualidad eres pájaro?” Otra vez me quedé mudo. Pero mi hermano no: “¡Más pájaro serás tú!” La niña se echó a reír. “Yo no puedo ser pájaro porque soy hembra, en todo caso podría ser tortillera”. Mi hermano y yo no entendimos nada. Era la primera vez que escuchábamos esa palabra.

Por la noche, mientras todos jugaban parchís y dominó, yo me puse a hojear un libro. Mi mamá se me sentó al lado.
—¿De verdad quieres ser bailarín?
—No sé, ya se me han quitado las ganas.
—Ya sabía yo, si tú no sabes ni bailar merengue.
—Pero los bailarines de ballet no bailan merengue.
—Si no puedes bailar merengue, difícilmente podrás bailar lo que bailan los bailarines de ballet.
—Bueno, pues no seré bailarín. Voy a ser otra cosa. Mañana te digo.
—Me lo dices mañana o cuando tú quieras. De todas maneras todavía tienes muchos años por delante.
—Mami —cerré el libro—, ¿qué significa “tortillera”?
Mi mamá se sobresaltó, cambió el tono:
—¿De dónde sacaste eso? ¿Quién te lo dijo? Esa es una mala palabra. ¡Si me la vuelves a decir te doy un tapaboca! ¿Te quedó clarito? ¡No la vuelvas a decir nunca!

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