Cocuyos

Escribí una croniquilla para mi blog sobre un cocuyo y decenas de amigos, conocidos y lectores a los que no tengo el placer de conocer me dejaron sus comentarios, sus historias con cocuyos, que en buena medida son también mis historias.

Ya lo ven, estos temas en apariencia tan poco trascendentales, esos pequeños temitas de la cotidianidad tienen su público. Así que decidí que hoy iba a hablar de los cocuyos, esos insectos tan singulares, una especie que creía casi extinta.

Hasta esta última semana. Después de muchos, pero muchos años sin ver cocuyos, en estos días han entrado como cuatro a mi casa. Uno falleció debajo de mis chancletas, cuando lo pisé sin darme cuenta. Ya conté en el blog de mi depresión por ese accidente. Los otros los he puesto en lugares más o menos seguros: sobre la cómoda, sobre un libro en el librero, dentro de un vaso en el aparador.

Y ahí se han quedado tranquilitos, hora tras hora. Es increíble la paciencia de los cocuyos: están tanto tiempo tranquilitos, sin mover una pata, alumbrando no se sabe por qué. Solo se alteran cuando unos los pone boca arriba. Saltan y vuelven a saltar hasta que recuperan su posición natural.

Ese era, recuerdo, uno de los juegos de mi infancia. Atrapábamos un cocuyo y lo poníamos a saltar para contar cuántas novias íbamos a tener.

En las noches tan oscuras de la finca de mis abuelos, los cocuyos trazaban líneas de luz en el patio, entre los árboles. Eran muchos, muchísimos. Hasta el punto de que por momentos uno los confundía con estrellas fugaces.

Mi abuela nos daba un pomo de cristal al que le abría varios agujeros en la tapa. Y ahí dentro metíamos decenas de cocuyos. Era una lámpara de luz muy tenue, pero hermosa. Cuando nos cansábamos de jugar, los soltábamos. Porque mi abuelo siempre nos prohibió expresamente matar un cocuyo.

“Hay que saber distinguir entre los insectos malos y los insectos buenos —nos decía mi abuelo con tono doctoral—: si ven una cucaracha, un mosquito o una mosca, mátenlos si es que pueden. Pero que no se les ocurra dañar a un cocuyo, un escarabajo o a una mariposa”.

Entre todos los insectos comunes y corrientes, está claro, el cocuyo era el menos común y corriente. El misterio de la luz. ¿Por qué alumbra un cocuyo?

“Para saber por dónde anda —decía mi abuela. Si no chocarían con las cosas y la gente en medio de la noche”.

No nos convencían esas razones, si fuera por eso todos los insectos llevarían su luz. Pero nadie tenía una respuesta contundente. “La naturaleza nos da esas sorpresas” —zanjaba mi abuelo.

¿Habrá todavía tantos cocuyos en la casa que fue de mis abuelos? Ojalá, pero creo que ya no son tantos. Ya les contaba, hacía años que no veía un cocuyo. Los de estos últimos días me han parecido casi milagrosos. “Los cocuyos son los espíritus de los muertos, los muertos que nos cuidan” —escribió uno de mis comentaristas.

Así los asumiré. Quiero pensar que esos dos puntos de luz son un mensaje de mis muertos, de mis abuelos y de mi padre, que se revelan en medio de la noche.

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