Maestra

Después del aluvión de los primeros días (todo el mundo me preguntaba: ¿viste Conducta?), ahora cuando los ánimos vuelven a apaciguarse, vi por fin la película de Daranas. La vi junto a mi madre y Lester. A mí me gustó. A Lester le encantó. A mi madre la sacudió. He leído mucho sobre la película en los últimos días (antes de verla, me negué rotundamente a leer nada) y la verdad es que no tengo ganas de escribir una crítica. Tampoco creo que se me dé muy bien la crítica de cine. Solo diré algo: la Cuba de Conducta no es necesariamente la Cuba de todos los cubanos, la Cuba real y concreta, porque la verdad es que nadie sabe a ciencia cierta si existe esa Cuba única de todos los cubanos, si se puede “reflejar” con absoluta fidelidad esa Cuba “real y concreta”. La cosa es: no vamos ahora a fajarnos por si Daranas dio en el clavo, se quedó por debajo o exageró. Esa es la visión de Daranas, muy personal (con la que se han identificado muchísimos cubanos)… y es una película de ficción, no un documental, y aunque fuera un documental seguirá siendo la visión de Daranas. No hay que pedirles a las obras de arte un por lo demás imposible “calco” de eso que llamamos realidad. Y punto final, no me sumaré a ningún debate. La película, les decía, me gustó; pero más me gustó que le gustara a mi madre, porque a ella la historia la tocaba de cerca. Ella fue maestra de primaria durante muchos años, envejeció en un aula. Y por supuesto, tuvo muchos alumnos complicados, tuvo que lidiar con situaciones difíciles. Como la maestra de Conducta, ni más ni menos. Cuando se acabó la película, mi madre suspiró y dijo: “Yo pasé por cosas parecidas tantas veces, que a veces no tenía ganas de ir a la escuela. Pero después pensaba en algunos de los niños y me decía: tengo que ir, tengo que hacer algo por ellos. Con algunos lo logré, con otros no pude hacer mucho. Pero me queda la tranquilidad de que nunca me di por vencida”.

Mi madre le dio clases a muchos niños con hogares disfuncionales, hasta el punto de que de cuando en cuando llevaba a algún que otro alumno a dormir a mi casa. “No lo vinieron a buscar a la escuela, sabrá dios dónde estará la madre” —le comentaba bajito a mi papá, tratando de que el niño no la oyera. A mi hermano le gustaba que viniera un niño a dormir a la casa, porque esas noches él se acostaba con mi mamá y mi papá: el niño dormía en su camita. Yo me recuerdo haciendo cuentos con el invitado, después de que apagaban las luces, hasta que mi mamá se levantaba y nos regañaba: “¡cuando yo digo a dormir es a dormir!” A mí me asombraba lo cariñosa que era mi mamá con esos niños fuera del aula, sobre todo porque ella tenía reputación de maestra severa, “como las de antes”, al decir de algunas madres. Se los sentaba en las piernas y les acariciaba la cabeza. Los niños la querían mucho, aunque algunas horas antes hubieran recibido de ella algunas nalgadas. El caso es que yo siempre temía que algunos de los alumnos a los que ella castigaba en el aula se quisieran vengar con nosotros en la calle. Nunca sucedió. Pero un día tuve miedo. Mi padre contó que un afamado delincuente local había cumplido su condena y que estaba en la calle. Era el terror de Violeta, los niños de la escuela hacían cuentos espeluznantes de sus hazañas. Mi mamá había sido su maestra cuando yo no había nacido. “¿Te acuerdas la cantidad de nalgadas que le dabas?” —bromeó mi papá. Pero a mí no me hizo gracia. Un día regresaba de casa de mi tía y en medio de la calle apareció el individuo. Me puse a temblar. El niño que venía conmigo también se puso nervioso. El hombre se dio cuenta y nos llamó. Quise huir, pero terminé acercándome. El niño soltó sin pensar: “Mira, Fulano, este es el hijo de Claribel”. Quise que se abriera la tierra. Pero el hombre sonrió y me dio la mano: “Dale un beso a la maestra y dile que la recuerdo siempre”.

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