Atrapar al criminal

Foto: Desmond Boylan.

Foto: Desmond Boylan.

La gente dice que la policía la coge con el infeliz y no aparece cuando en verdad se necesita.

La policía abomina el sentido del humor, y cree que su autoridad depende de ello. Para los medios nacionales, su imagen es sacrosanta. Hace años, cuando los NOS-Y-OTROS intentamos, inocentes, escribir algo humorístico para la TV e introducir el personaje de un agente del orden, nos explicaron perentoriamente que no podían aparecer policías en programas humorísticos cubanos, ni siquiera para hablar bien de ellos. Esbirros de Batista sí, todos los que quisiéramos.

El mismísimo ICAIC la tenía difícil a la hora de conseguir uniformes de la PNR: unos coroneles serios debían estudiar primero el guion y decidir si la imagen del agente de uniforme color Vampisol no saldría dañada, y ante la menor sospecha en ese sentido negaban el préstamo de los decisivos atuendos. Si para Kleines Tropikana, de Daniel Díaz Torres –y hablo de películas con las que estuve directamente relacionado– los productores del ICAIC terminaron por obtenerlos, en Hacerse el sueco no tuvieron éxito, y hubo que resolver con uniformes verde olivo. En Pravda, el noveno corto de Nicanor, aparece uno: ni me pregunten cómo lo conseguí.

Es gracioso que en algún momento se haya extendido aquello de “Policía, tú eres mi amigo”. Por naturaleza la policía es un cuerpo represivo siempre y dondequiera, y conviene no olvidar que su eventual cortesía no la dicta la jovialidad sino la disciplina. Su tarea es combatir el crimen, desde luego, solo que cuando se formula como mantener el orden… bueno, cabe cuando menos una duda razonable respecto a su eficacia. Puestos a enumerar las trescientas características principales de la sociedad cubana, convengamos en que el orden no es una de ellas. (El control, sí; al menos, cierto tipo de control). Por otra parte, la policía es una institución necesaria y, como el guionista cinematográfico, funciona mejor cuanto más invisible.

En los últimos tiempos, mi principal relación con la policía había consistido en dejarme empujar durante el Festival de Cine. Sin embargo, debo admitir que la última vez que fui huésped de los azules fui tratado con inesperado respeto. Ocurrió en marzo de 2010, como consecuencia de un encabronamiento mío con cierto funcionario del ICAIC que me suspendió una peña seis horas antes del momento en que se suponía comenzara, más que nada por un problema religioso-sexual. En fin, me fui a las manos con el tipo, rompí de un sillazo un cristal del centro cultural Fresa y Chocolate… y estuve guardado por seis horas en Zapata y C. Repito, me trataron bien. Incluso hubo un momento en que se fue la luz en la estación, y un policía vino con mucha humildad, hasta contrito, a explicarme que tenía que ponerme las esposas durante el apagón, pero sueltas, cómodas, formalidad pura, y desde luego me las quitaría no bien volviera la electricidad. Vaya, casi tuve que pedírselas.

Entre nosotros se produce además un inquietante desplazamiento de funciones: cualquier funcionario con un poco de autoridad se cree policía. No llama a los uniformados para delegar el asunto en manos profesionales, sino que él mismo emprende el interrogatorio, acusa y condena al sospechoso de la menor infracción con entusiasmo que rebasa el mero deber cívico.

Un día de 2009 necesitaba subir a lo alto de un edificio habanero para hacer una foto de la ciudad, que luego sería utilizada como imagen base en la animación final de mi corto Brainstorm, entonces en posproducción. El edificio de Economía de la UH se pintaba solo, pero cuando intenté subir una mujer me dijo que no podía. Le dije que solo quería hacer una foto desde el último piso, le mostré la cámara, le pedí incluso que me acompañara si no creía en mi palabra, pero la señora se mantuvo en sus trece. No pude llegar al cielo, tuve que tomar la foto desde otro edificio en 25 y G que por suerte no tenía policías aficionados a la entrada. Y nunca supe qué autoridad revestía a aquella mujer para impedirme subir al edificio de Economía.

De cuando en cuando llegan noticias de maltratos, abusos, encierros injustificados. Todos sabemos de funcionarios venales y conocemos luchadores locales –y alguna vez recurrimos a ellos–, pero da la impresión de que la policía, como diría Kundera, siempre está en otra parte, cazando deslices sociales o ideológicos a menudo inofensivos. (Aquí recuerdo la excelente Carajo Miguel de Frank Delgado). No creo que el nuestro sea más violento o corrupto que cualquier otro cuerpo policial, pero sus excesos parecen quedar impunes, de sus fracasos no se habla y sus éxitos devienen dramatizados televisivos. Es cierto que los abusos y los golpes son a menudo iniciativa del soldadito concreto, que ve un enemigo en cualquiera que no baje la cabeza, pero algo anda mal si nunca, o casi nunca, la víctima consigue fiscalizar el abuso y que se castigue al abusador. En una sociedad sana, la policía existe para proteger a todos los ciudadanos, no para que los ciudadanos se protejan de ella.

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