Hace unos días compraba vegetales en el agro de 19 y B y fui testigo de la siguiente escena: una señora trataba de venderle una jaba de nylon a un turista evidentemente asiático, y para ello recurría al expediente de gritarle a voz en cuello y separando las sílabas ¡Ja…ba! ¡Ja…ba! como si el tipo fuera sordo o padeciera una seria discapacidad cognitiva.
El oriental, aterrado, sonreía como vietnamita en delegación, pero a un tiempo retrocedía y miraba de reojo si quedaba expedito el camino para escapar de aquella mujer que, desde su punto de vista, lo insultaba y agredía. Cuando el pobre hombre se fue, traté de explicarle a la mujer que Jaba nada significaba para él, que esas sílabas no estaban asociadas en su mente a una bolsa de nylon, de la misma manera que ella no entendería Need a bag? aunque se lo masticaran need…a…bag…baaaag. La señora me miró pestañeando, resopló y continuó pregonando su mercancía.
La verdad es que, después de muchos años en que los extranjeros eran potenciales enemigos y otros tantos en que se les ha mirado como a cajeros ambulantes, todavía no sabemos muy bien cómo tratarlos.
En cualquier país los turistas son un elemento más del paisaje, como una montaña o un edificio de conspicua arquitectura, y nadie se los toma demasiado en serio; aquí un forastero es invariablemente míster Congeniality, el sex symbol o por lo menos el friend de todo el mundo (o el amici, como lo llaman en plena calle luchadores con más iniciativa que lógica lingüística, pues amici es plural).
No hablo solo de la habilidad, o su falta, para expresarse en otros idiomas, sino literalmente de que no los vemos –ni ellos a nosotros– como iguales, como seres humanos corrientes, sino como entidades superiores, con más glamour y sabiduría por el simple hecho de ser de afuera (como si el mundo dentro y fuera del Malecón no tuviera parecida densidad de comemierdas por kilómetro cuadrado) y frente a los cuales solo cabe mimetizarse o enquistarse, para parecernos a ellos o que nos cojan lástima.
Conozco gente que ha vivido cinco, diez años fuera de Cuba y no se le nota acento alguno; todo lo más incorporan alguna palabra, alguna expresión que les resultó cómoda. En cambio, todos nos hemos topado con ese individuo que pasa una semana en México y a su regreso te dice Órale, pinche güey, o una quincena en España y luego deja caer hasta donde no van el tío, el joder y el toma ya. De la misma manera, suman legión los turistas que creen que por acá nos la pasamos cantando La Guantanamera y coreando consignas.
Esa sensación de que hablando exasperantemente despacio y con acento foráneo nos entienden mejor no solo los turistas, sino los nacionales, explica, supongo, por qué los locutores televisivos adoptan un tono tan artificial, como si le reprocharan algo al espectador, cuando están reportando algo serio: el paso de un huracán, pongamos por caso. O a la gente que recita poesía y cree que adoptando cierto sonsonete al desgranar los versos los hace más, ejem, poéticos. O a los escritores que se sienten más cosmopolitas firmando su cuento Buenos Aires, septiembre y 2015.
Otra faceta extraña de la incomunicación es esa suerte de complejo de que las películas cubanas solo pueden entenderlas quienes han vivido en un país socialista, y su reverso: que los cubanos no entendemos lo de afuera. En fin, tal vez no aprehendamos todos los detalles –si se habla, digamos, del universo bursátil– pero tampoco somos salvajes cuya cosmovisión se reduce a cuentas y espejitos. Recuerdo a una muchacha de Nuevo Vedado que se casó con un francés que alguna vez tuve de profesor; pocos meses después la pareja estaba de visita en Cuba, nos encontramos y en cierto momento empezamos a hablar de una película francesa que yo acababa de ver; concretamente, La cena de los idiotas de Francis Veber. La muchacha, mucho más fisna ahora, le dijo a su esposo –como si yo no estuviera allí– que en su opinión los cubanos no entenderíamos muchas de las claves de la película, en especial las referidas a los belgas y las bromas corrientes en Francia acerca de cómo actúan y hablan los del país vecino. No las entenderías tú, le repliqué, tampoco es rocket science…
Ahora que lo pienso, después no me invitaron más.
Eduardo, tengo una prima que se fue a Barcelona y regreso al cabo se unos meses mas barcelonesa que nadie, empezo a hablame con la Z y con toda esa parafernalia y de tanto que me jodio le empece a hablar en ingles, era tanta la estupidez que termine por dejarla hablando sola. Pobre estupida!!!!