El último de la fila

Foto: Yaniel Tolentino.

Foto: Yaniel Tolentino.

Hace unas noches regresaba a casa caminando por 23 y, al pasar junto a una parada de guaguas, miré fugazmente a una chica sentada. No fue una mirada particularmente intensa o provocativa: no soy un castigador en funciones ni trataba de ligar; digamos que la miré de oficio. Por otra parte, aunque con esa luz no se veía mal, tampoco era Rihanna o Ana Celia de Armas.

Treinta metros más allá, sentí que me llamaban de esa manera que en casi cualquier otro país resulta ofensiva pero normal aquí: ¡pst, pst! Me volví. Era la muchacha. Con una voz artificialmente dulce, y un tanto sofocada porque soy de caminar rápido, preguntó de dónde yo era. De aquí, dije, y en ese momento… dejé de existir. Perdió todo interés como si los Men in Black le hubieran borrado la memoria reciente con su puñetero aparatico. Ni siquiera intentó una excusa, algo como “es que estudio noruego por correspondencia y chico, tienes una pinta nórdica increíble”. No quiso saber si atesoro un alma espléndida o soy un tipo genial, si crío perros o pertenezco a una ONG que ayuda a esquimales pobres a sobrellevar el cambio climático. Durante un par de segundos sentí vergüenza por no poner de mi parte, por carecer de una ciudadanía interesante y destrozar con mi condición de nativo su frágil escalera al cielo…

No es la primera vez que me pasa y estoy seguro de que no solo me ha sucedido a mí: cualquier hombre o mujer de Cuba que acuse la más leve desviación del cliché de cómo luce un nativo, ha sido abordado en la calle por luchadores que le ofrecen cosas. Ahora bien, he contado la anécdota no para quejarme de la escasa espiritualidad de una chica concreta –eso sí, ojalá que su guagua se haya demorado tres horas más– sino porque me hizo sentir una vez más lo mal considerada que está la cubanía, los escasos motivos que ofrece el entorno cotidiano para blasonar nuestra maltrecha nacionalidad.

En estos días en que tanto se habla de cubanos, ex cubanos e in cubanos, tendríamos que empezar preguntándonos por qué tan a menudo sentimos que ser de aquí es la última carta de la baraja, qué nos ha llevado a que desde la muchacha de la parada hasta las autoridades aduaneras en cualquier país nos miren con suspicacia. De razón para el orgullo, ser cubano ha devenido una cualidad con frecuencia embarazosa e incómoda, algo que muchos desean extirparse como una verruga o el apéndice.

No es solo que resulte difícil explicarle a un extranjero por qué no tenemos Internet, apenas un WiFi episódico y carísimo, o aceptar que cuando pudimos tener móviles, más que alegrarse con nosotros, el mundo descubrió que hasta entonces no los tuvimos; es también –y sobre todo– que en buena medida seguimos padeciendo aquel estado de cosas que fotografiara Pedro Luis Ferrer en Cubano ciento por ciento: lo nuestro es pasar trabajo y aceptar lo que nos digan, nadie tiene que darnos explicaciones, los que tienen que saber lo que pasa ya lo saben. Y si por casualidad te enteras de algo, mejor no lo publiques en tu blog, o corres el riesgo de que te expulsen del trabajo…

Los cubanos que emigran se mantienen fieles a determinados elementos nacionales: la música, la forma de hablar, algunas comidas, el humor, los recuerdos. Tal vez deberíamos admitir que esa es la cubanidad que perdura, no el corpus ideologizado y agobiante que nos asalta desde la escuela, desde los medios masivos. De Martí, Silvio o Piñera siempre se podrá estar orgulloso; de que tengamos un enorme atraso tecnológico o nos vendan autos corrientes al precio de Lamborghinis, de que nadie nos consulte para celebrar un desfile de Chanel o la prensa esté peor que nunca, de la tristeza y la grisura hay que ser masoquista para vanagloriarse.

Es sintomático que una de las frases más socorridas de nuestra habla cotidiana sea “Esto no es fácil”. Ser cubano no es fácil. Sobrevivir al día a día que enfrentamos hoy y trazarse proyectos a largo plazo en suelo patrio es equiparable a la vocación de los santos, a la militancia de los héroes. De hecho es mayor, pues no somos santos ni héroes, solo individuos comunes tratando de encontrar un sentido que nos elude.

Tal vez la única con la mente clara en todo esto fuera la muchacha de la parada. Tal vez después de mí pasó un yuma auténtico que creyó que su encanto personal le había ganado una conquista al vuelo.

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