Obama en Cuba o Fábula del lobo y las ovejas

Foto: Kaloian Santos Cabrera

Foto: Kaloian Santos Cabrera

 

Al fin el lobo va a venir. Quién iba a decirnos a nosotros, presuntas ovejas rebeldes, que un día el lobo iba a venir y le abriríamos nosotros mismos la verja, y que dejaríamos rodar a “la bestia” (que es el auto del lobo) por calles recién asfaltadas, entre fachadas recién pintadas, y que solo le negaríamos al lobo y su comitiva –porque de todas maneras ellos no entenderían la militante gentileza- esa salutación tan nuestra: “BIENVENIDOS COMPAÑEROS VISITANTES”.

Barack Obama no parece el lobo clásico de la historia, así disfrazado de mulato sonriente, como si tuviera encima una piel de oveja tropical, pero sí lo es en definitiva, o eso nos han dicho, porque se trata, no lo olvidemos, del Presidente de Estados Unidos, cabeza visible y extrañamente crespa del Imperialismo, encarnación achocolatada del Tío Sam.

En nuestro cuento, el lobo es el Imperio voraz y las ovejas somos nosotros, atrincherados en el redil insular durante años de infatigable tararear: “Amarillo, verde y rojo, los yanquis tienen piojos”. Los pastores son esos que aún gritan a cada rato: “Viene el lobo… Viene el lobo…” para que las ovejas no fuercen los límites de la granja y, por ejemplo, no berreen demasiado alto o berreen demasiadas verdades o berreen demasiado equivocadas o berreen demasiado berreadas y le vayan a dar, de ese modo, “armas al enemigo”, o sea, al lobo.

De cualquier manera, el lobo –Obama y, según hemos visto, la MLB, Marriott, Starwood, AT&T, Verizon, Caterpillar, los tractores Oggún… y miles o millones de ciudadanos estadounidenses cobijados, por el momento, bajo el “people to people” y con sus credit cards o sus billetes verdes en la cartera–, ese temible lobo ultracapitalista del Norte ahora es bienvenido en Cuba.

En realidad, la fábula ya nos aburría. Habrá, desde ahora, que contarla y vivirla de otro modo. Lo ideal sería que esa responsabilidad, la de ordenar el argumento, no se abandone, nunca más, ni en manos del lobo, ni en las de la burocracia pastoril, ni siquiera en las manos de algún pastor talentoso, como el viejo Esopo.

Foto: Kaloian Santos Cabrera
Foto: Kaloian Santos Cabrera

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Cuando Obama pise suelo cubano y sea recibido por las autoridades y “la bestia” (cuya chapa, imaginamos, termina en 666) ruede por las avenidas de La Habana, habremos asistido a la consagración de un símbolo que leeremos estupefactos. Sobrevendrán enseguida, al menos, un par de reacciones instintivas respecto al porvenir:

Tales imaginaciones extremas esbozan la dialéctica del deseo, individual y colectivo, en la Cuba de hoy, que se debate entre el enclaustramiento y el azar de la apertura, entre el miedo a la penetración y el apetito de la penetración, entre la seguridad acondonada y un espíritu de aventura que entraña, cierto, los riesgos de la infección venérea pero también una franca apuesta por la fecundidad. Cada sociedad o cultura aislada imaginó –anheló, temió– el instante mítico del contacto o de la invasión; cada persona en soledad sabe, entre el pavor y la esperanza, que alguien va a venir.

Obama, que ahora se nos antoja mensajero de lo posible venidero, está al desembarcar en un país situado en esa encrucijada existencial. Así lo revelan por igual las peripatéticas rogativas públicas, y privadas, para que traiga el cambio a esta Isla y las voces que vuelven a agitar, como es vieja costumbre, el discurso de la trinchera y la desconfianza a toda costa.

Ambos extremos son síntomas de nuestra inflamada neurosis colectiva en un momento de desentumecimiento y cambio social, económico y, al menos en el sentido bilateral, político.

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Ciertamente, el 17D fue el pistoletazo de arrancada para un desplazamiento cultural, cosmovisivo que el desembarco de Obama eleva a su punto simbólico más alto. Pero esa transformación no será un hecho consumado hasta que el proceso de normalización política entre Cuba y Estados Unidos no se traduzca en una nueva normalidad política y social interna que nos libere para actuar al fin como, digamos, personas y ciudadanos normales en un país normal.

Trascender la normatividad de la “plaza sitiada”, las bardas de nuestro corral imaginario, para acceder a la normalidad del campo abierto implicaría una lucha cotidiana con nosotros mismos (nuestros reflejos condicionados) tanto como una lucha contra los límites impuestos por el poder (bloqueo externo-bloqueo interno).

Cualquiera repara en que, si ya los lobos pueden caminar entre nosotros y ver un partido de béisbol rodeado de 50 mil ovejas selectas, si el bloqueo se ha ido deshojando de a poco y ya se puede negociar con dólares, si se abrieron las embajadas y se aspira a la normalización total de relaciones con “el enemigo histórico” (aunque la meta parezca todavía remota), pues entonces resulta inevitable que se fracture aun más, por incoherente,  el discurso político tradicional, la fábula basada precisamente en la amenaza y el asedio del lobo.

Cada vez menos se justifica nuestro papel de ovejas acorraladas: el estado infatigable de contingencia, las estructuras verticales y autoritarias, la cultura política de campamento, el velo tupido que oculta la dinámica visceral del poder burocrático, el autismo de la prensa, el déficit práctico de ciertos derechos básicos, las parcelas de desamparo jurídico existentes…

El término “normalización” nos atañe tanto hacia lo interno como en el plano de las relaciones con Washington. De hecho, la normalización en el sentido más amplio y genuino es sobre todo un asunto doméstico.

Marcado a fuego por la extenuación cosechada tras un cuarto de siglo de honda crisis económica y sazonado además por la proximidad del límite biológico para la generación hegemónica desde 1959, el imperativo de generar una nueva “normalidad” es, o debería ser, cosa exclusivamente de los cubanos. No de Obama.

Foto: Kaloian Santos Cabrera
Foto: Kaloian Santos Cabrera

Eso sí, la Cuba por venir se construiría en medio de un desafío inusitado, e impensable durante más de medio siglo: la nueva relación que se va configurando con Estados Unidos. Un vínculo que, por supuesto, será deseable en tanto no implique más asimetrías que las obvias, de escala y desarrollo, en un  contexto de independencia y soberanía.

Partiendo de tal premisa, los que le prenden velas a Obama deberían saber que, más allá de las decisiones políticas del actual jefe de la Casa Blanca y de la elección de una táctica u otra para generar un “cambio del régimen” actual en la Isla, más allá del tipo de vínculo que se establezca tras el deshielo, la partida (más o menos cruenta en cada momento histórico) entre Estados Unidos y Cuba parece irresoluble e infinita pues constituye el resultado natural de la colisión entre elementos respectivamente intrínsecos y refractarios entre sí: una voluntad de poder (imperial, por más señas) que se irradia a todo el mundo y la voluntad de ser de una Isla, un país, Cuba, que a estas alturas, seguramente, ya no sabría dejar de ser lo que ha sido. Todo ello, a escasas 90 millas de distancia.

A su vez, los rupestres defensores de la cerrazón a cal y canto, farsantes redomados o sinceros creyentes (aun cuando el castillo de sus ideales se haya caído naipe a naipe ante el embate de la realidad), deberían saber que cuando meten sus cabezas, y las nuestras, en el hueco, cuando el país se blinda de prejuicios, fobias y dogmas para no infectarse de mundo, cuando el destino nacional es solo la resistencia y el sacrificio invariable, cuando se lacera la soberanía del ciudadano en nombre de la entelequia que es, una vez vacía de su contenido profundo, la soberanía nacional, se está siendo también un sometido; de alguna manera, “el enemigo” está logrando su objetivo. Si miramos el otro lado de la trama que habitualmente nos presenta como héroes de la resistencia tal vez notaremos que durante años, después que se perdió el fuelle revolucionario original y, sobre todo, cuando dejó de estar claro hacia qué horizonte apuntaba el país, nuestra condición no fue otra que el ahogo y el entumecimiento, vale decir, en una lógica inversa pero exacta, fuimos de cualquier manera dominados.

En el futuro, lidiar sin complejos y abiertamente, desde la normalidad y la complejidad de una relación funcional, con la fuerza gravitatoria del vecino del Norte, y tener éxito en ello, sería sin dudas una inmejorable novedad para la isla de Cuba y sus millones de cayos en la diáspora.

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Cuba, hacia adentro, está obligada a hacer una provechosa digestión de las últimas seis décadas. No habría que dejar al viento llevarse toda la plantación; no habría que hacer tabula rasa, pero sí, no hay duda, una purga exhaustiva, calcinante.

Ahora ya sabemos que el lobo, al fin, va a venir, y que nosotros mismos le abriremos la valla. Digamos entonces que sería saludable que alguien, el que así lo sienta, se pudiera tomar la libertad de actuar con normalidad y, sin que lo mande nadie, ir a decirle a Obama: “Lobo, Go Home…”.

Por otro lado, lo que nadie sabe en Cuba –excepto algunos elegidos militantes– es qué se cocina para el inminente Congreso del Partido Comunista de Cuba.

Ocurre que las cosas han cambiado un tanto pero a las ovejas nos siguen entreteniendo con aquello de: “Viene el lobo…”.

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