Optimismo (jam session)

Foto: Dario Endara

Foto: Dario Endara

 

Hay algo muy perverso y trágico en el optimismo a ultranza. En recordar, por ejemplo, aquel poema triste de Neruda solo por “la noche está estrellada…”; o en vaticinar para esta tarde algún “choque de trenes” en la Serie Nacional y que el modismo siga refiriéndose al supuesto poderío de los contrincantes de turno y no a la realidad cada vez más catastrófica de la pelota cubana, desguazada en los últimos años por sus ataduras a una línea interna demasiado férrea y por la locomotora foránea del progreso, que, por supuesto, ha cargado con los mejores atletas.

Me enferman los enfermos de optimismo porque, creo, se les escapa incesantemente la belleza.

Hace unos días regresé al estadio de béisbol de Pinar del Río. Me senté detrás del home y volví a extrañar la torre del jardín derecho, vencida (creo) por un ciclón hace ya bastante tiempo. La mitad de los focos de las otras torres estaban también apagados o fundidos. Se jugaba a media luz y, objetivamente, aquello no merecía más. No hubo jugadas deslumbrantes, ni un pitcher inspirado, ni había un astro sobre el terreno que nos atrajera como a bichos nocturnos hacia su frío resplandor.

Tampoco estaba allí, a mi lado, el abuelo. No estaba siquiera del otro lado de la trasmisión, abrazado a su obstinado radio VEF, que ahora por fin descansa en algún rincón de la casa de mi madre.

Pero de todas maneras a mí me pareció hermoso estar allí; ver jugar a la pelota por el simple placer de ver jugar a la pelota, como mi abuelo se quedaba horas mirando a los muchachos jugar en la calle, y elegía mentalmente un piquete, y cuando perdía se iba molesto con el mundo, y cuando ganaba ya no importaba que mi abuela peleara en la casa porque se hacía tarde para recoger los mandados o cualquier otra cosa. Algo así contaba él, o al menos a mí ahora me lo parece.

Mi primer recuerdo de una mata de naranjas es el de aquella que el viejo saqueó antes de tiempo para enseñarme a fildear lanzándome bolas verdes.

Jorge Luis Borges comenzó creyendo que “la belleza es privilegio de unos pocos autores”; después supo que la belleza “está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero”.

El béisbol siempre me recuerda que mi abuelo supo, y que un montón de gente en este país sabemos muy bien, cómo ser feliz.

Uno diría que el optimismo es un inexplicable estado de ánimo, pero supongo que también puede ser una habilidad para descubrir lo bello o lo esencial en las cosas. No lo sé, pero es probable que los optimistas genuinos tengan un talento especial para ser felices (con más frecuencia).

Por eso me molesta el fariseísmo, consciente o no, estúpido o pasado de listo, de los Optimistas A Toda Costa. Porque es inútil a fin de cuentas. ¿Qué nos intentan vender; qué diablos andan comprando para sí mismos?

Lo normal es que si voy al estadio y, tal como están las cosas, decido escribir algo al respecto, descargue aquí mis frustraciones. (Ya el juego en Cuba no tiene héroes y la pasión de la gente se quedó sin brújula… Van al estadio como van al Campismo Popular, porque no hay partido del Barça o del Madrid a esa hora…  Se dan a veces buenas historias en Play-Off, incluso con suspense a lo Hitchcock, nadie sabe nunca quién será el villano o el salvador, cuántas bases por bolas dará el próximo relevista, qué jugada del ABC habrá pasado a ser Z…, la trama avanza a puro despropósito técnico-táctico, pero esto crea tensión dramática, extrainnings tremebundos, hasta que alguien decide con un error o un pelotazo o un jonrón sobre una recta alta a 80 millas…). Eso sería lo normal, pero he preferido escribir una columna optimista.

Una amiga optimista –que tiene una hija pequeña por la que muere de amor todos los días- me ha echado en cara cierta aspereza; entonces yo me he pasado las últimas dos semanas haciendo listas mentales de “cosas buenas”:

-Hay una mujer que me ama desde otro país.

-Mick Jagger deambuló por la misma Habana en que estuvo prohibido el rock and roll.

-Comienza a amainar, tímidamente, el calor en octubre.

-Alguien está leyendo a Milan Kundera en Estados Unidos y aun así no considera una locura regresar a Cuba en los próximos días.

-He vuelto a confirmar que el mito del Che Guevara es de lo mejor en la literatura latinoamericana contemporánea, un clásico, y me ha alegrado el hecho de que aún seamos capaces de páginas como esas. (No la del héroe broncíneo, no la del santo, no la del ejemplo inclaudicable y agotador, no la de la prensa y los políticos, sino la página imperfecta que sobrevive a pesar de todo. Lo clásico siempre es lo humano que sobrevivió al tiempo y los falsos profetas.)

-Dayron Robles competirá otra vez por Cuba.

-No sabemos bien hacia dónde vamos con Estados Unidos…; no sabemos bien hacia dónde vamos con nosotros mismos, pero estamos yendo hacia alguna parte, y eso ya es algo.

-Habemus Papam “progre” que vino a probarnos que todavía somos capaces de entusiasmo.

-Los jóvenes periodistas cada vez le tienen menos miedo a los comisarios políticos -a esos “delimitadores de las primaveras”- que se disfrazan, por ejemplo, de bloggeros. (Esta especie, que siempre está oliendo al enemigo en cualquier parte, parece lo contrario pero florece en el mismo ecosistema que los “enfermos de optimismo”).

-He conseguido una nueva amiga, muy militante, que se caga tanto en el relativismo como en el totalitarismo y su campo de batalla, por lo pronto, es Facebook. Su arma es el haiku virtual.

-Mi madre es un fulgor interminable, y esta semana he encontrado un libro para regalarle.

-Mis mejores amigos se han ido a Miami o a Hanoi o están a punto de irse hacia alguna parte o a punto de quedarse aquí, solos, sin los que se fueron, pero ellos y yo sabemos bien que siempre nos quedará La Habana.

Todo eso. Sin embargo, ya ven, para mi columna optimista he escogido lo del principio:

-Que todavía tengamos la pelota. Y que sepamos que ese “todavía” es irrompible.

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