El sermón de la montaña

Un día de mis 34 años me vi sentada terminando de lamentar aún la partida y los adioses que, sin embargo, habían ocurrido hacía ya varios años.

Foto: Pxhere.

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Este sermón del que quiero hablar hoy tiene poco que ver con la prédica de Jesús que tan polémica y turbia ha resultado para la historia y sus estudiosos. Este es el sermón que la montaña viva, de roca, bosque, nubes y nieves me gritó hace algún tiempo, me estampó en el cuerpo, en el alma y la cabeza a partir del día que decidí tener una vida que valiera la pena vivir.

No, mala no era la mía, pero yo, como la mayoría, me había dejado atrapar por las veleidades de la existencia moderna: estrés, más estrés, cigarrillos, comida chatarra, inacción corporal, insatisfacción con el mundo, poca fe en el humano, un alejamiento esencial de la razón por la que venimos a este mundo de manera tan efímera, y amasamos tantas insatisfacciones.

Un día de mis 34 años me vi sentada terminando de lamentar aún la partida y los adioses que, sin embargo, habían ocurrido hacía ya varios años. Me vi cargada con una piedra gigante que subía por la cuesta una y otra vez, como castigo de Sísifo. Me vi entregada a una forma de vivir que no tenía nada que ver con la persona que yo era o, por lo menos, que quería ser. Y como no tenía idea de por dónde empezar a cambiar el contexto, que sí escribimos nosotros, amén de la suerte, me fui al primer gimnasio que encontré en el camino.

Ese año había decido dejar de ser empleada, había pasado dos largos meses en Europa escribiendo mi primera novela y revisando mi primer libro, todavía sin publicar. Ese año había desterrado de mis días a aquellas personas tóxicas que solo están para chuparte como sanguijuelas la energía. Sin embargo, me seguía sintiendo derrotada, porque mi cuerpo exhausto de excesos, estaba vencido.

Unos meses después de iniciar la actividad física, empecé a correr. A correr en serio. Corría más de 50 kilómetros cada semana. Y más o menos al mismo tiempo, pisé, por vez primera y definitiva las faldas del Iztaccíhuatl, la mujer blanca, dormida, que ha sido desde entonces mi montaña rival y amiga.

Al poco tiempo de estos acontecimientos, me di cuenta de que mi cuerpo estaba cambiando, de que me estaba haciendo fuerte físicamente, pero se iba produciendo además una metamorfosis en mi cerebro. Ahora era más lista, pasaba más horas creando sin agotarme, respondía a la vida desafiante; estaba lista para brincarme todas las bardas.

Subí macizos y serranías desde entonces y corrí muchos fondos. Y cada día me convencía más de que no había obstáculo que no pudiera superar. Con la desaparición de la valla infranqueable, huyeron los miedos y, de paso, los verdaderos obstáculos. El tamaño de mi jaula se ensanchó. Todo aquel terror al fracaso parecía ser algo lejano que solo había habitado en mi cabeza. Las dependencias emocionales fueron sustituidas por verdaderos lazos de vida entre esas montañas que me estaban mostrando la razón esencial de mi propia existencia.

Allí en la montaña crecí, en pocos años, lo que no había crecido en tres décadas. El mundo se me apareció ante los ojos de otro color. Me llegó como un rayo la convicción de que solo somos polvo en un universo inabarcable; de que si vamos a perecer será por nuestra propia culpa, porque hemos dado demasiados hachazos hacia la extinción; supe que toda la angustia, la derrota, el miedo acumulados eran totalmente intrascendentes para la evolución de nuestra especie y nuestro mundo; conocí a gente que estaba dispuesta a dar su vida por llegar a una cima, sin premios, y dormí pegada a la piedra bajo el cielo estrellado en el silencio profundo y milenario del planeta.

Mis ojos se plagaron de bellos paisajes y mis neuronas se desintoxicaron de tal forma, que entonces era capaz de proezas impensables, no solo en el absurdo mundo físico, sino en el moral. Un infinito nuevo, paralelo, crecía dentro de mí. Y allí, en medio de un tornado siempre a punto de arrasarlo todo, brotó el paraíso de los sueños. Y soñar fue, por cierto, lo más grande que me ha pasado jamás. Repito aquella frase que tanto me gusta del poeta alemán Friedrich Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”. Jugué a ser Dios y exploré mi propio cielo.

En 2016 pasaron las mejores cosas, y la peor: mi madre enfermó de cáncer. Había entonces una súplica de vida tan grande dentro de mí, que bramaba como coyote solitario en mis montañas mexicanas, en mis parajes de correr, en mis glaciares —experiencia totalmente nueva y maravillosa—, y esa exhortación se unió a la fuerza de leona de ella, que luchó sin una queja durante dos años contra un mal que sus propios estreses de la vida moderna y cubana le habían provocado.

Porque estuve en aquellas montañas, porque las corrí, subí y bajé hasta fortalecer incluso el músculo del corazón, pero sobre todo porque la naturaleza te enseña lo que nadie puede mostrarte en las calles cotidianas, por eso y porque el ejército de amor que nos unía era tan sólido, mi vieja se curó. Yo, que estuve de frente a la posibilidad de perder a mi persona favorita, dejé caer la piedra, el saco de piedras que había cargado sin justificación por tantos años, y me liberé de todo lo que no era esencial. Frente a la posibilidad de la muerte casi nada es fundamental ni definitivo.

El tiempo de demostrar cosas se acabó; el tiempo de buscar el éxito se acabó; el tiempo de no tener tiempo se acabó; el tiempo de hacer lo que no quiero y dejar de hacer lo que quiero fue erradicado de mis días como el cáncer del cuerpo de Marina. Hoy somos dos mujeres que sonríen, que construyen puentes, que gritan en medio de la ciudad y callan y se abrazan y sonríen cuando cae el sol detrás de la montaña.

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