Esta reflexión comencé a escribirla hace unos pocos años, el día en que alguien del mundo de la literatura me dijo que era muy difícil que en México una editorial me publicara porque yo no tenía 40 mil seguidores en Facebook.
Acababa entonces de recibir el premio Juan Rulfo a primera novela por Bahía de Sal, y padecía la ingenuidad de pensar que ese hecho me abriría las puertas del mundo editorial.
Estar en las redes no era lo único que me faltaba entonces, tampoco hacía “vida de escritor”. O sea, estar presente en eventos, brindis y presentaciones de libros que nunca iba a leer, en los que se habla del mundo “artístico”, pero que, como casi toda reunión humana donde los convocados se mal-conocen, son espacios para que la gente ostente egos, cree relaciones “útiles” y se olvide de sus cotidianidades.
Recién conocí a un corredor de ultramaratones que en estos momentos está en la cumbre de su carrera profesional con importantes premios conseguidos, y le pregunté si no lo patrocinaba nadie —práctica muy común en estos días y que da a algunos atletas un apoyo importante para entrenar, practicar y ejercer sus sueños de deportista, aunque no hayan nacido con los recursos necesarios. Me dijo que le había escrito a todas las marcas importantes en el país y que, o no le respondían, o simplemente le explicaban que él no era activo en redes sociales.
Me sentí identificada con su historia, porque yo también he escrito a muchas editoriales sin respuesta.
Hace unos días tuve una “pelea” con un miembro de mi familia muy cercano y que veo poco. Me aseguró que me seguía en las redes sociales y que veía cada foto que publicaba, como una excusa de que sí estaba al tanto de mi vida. Y me puse a pensar ¿cuánto de mi vida hay ahí?
Sin duda, un panorama bastante cooptado de mis movidas literarias, un mundo vasto de mi trabajo —porque trabajo con las letras y este medio es ideal para compartirlas—, pero nada de mi cotidianidad, de mis penas y angustias, mis temores; nada de mis fracasos; nada de mi vida real.
Años atrás decidí que las redes sociales podían ser una buena herramienta de trabajo, pero me parecen un medio terrible como estrategia de vida. Yo prefiero el contacto físico al virtual, me gusta mirar de frente a la gente, no la foto de perfil; pretendo entenderme con el lenguaje corporal, no verbal, del alma, y no con los protocolos de Facebook o Twitter.
Como emigrante he sido beneficiada por las redes sociales. Le he encontrado la pista a seres excepcionales que conocí en un pasado ya bastante difuso y que hoy, desperdigados por el globo terráqueo, han sonreído al recibir un saludo mío después de tantos años. Yo también he sonreído con el saludo de otros.
En algunos momentos, algunas redes sociales han sido el único medio efectivo para comunicarme con mi familia que está en Cuba, en Estados Unidos, en Francia y en otros rincones del planeta. Reconozco los muros fronterizos rotos gracias a estos medios de intercambio, y su valor histórico es todavía inconmensurable.
Dicen en la isla que si los cubanos se unieron de verdad después del tornado, a diferencia de otras catástrofes anteriores, fue gracias a Internet. Algunos dicen también que puede ser el camino para salir del ostracismo de tantas décadas de incomunicación.
En alguna medida las redes han sustituido con éxito a los medios de comunicación tradicionales, y han apurado y acercado la información a millones de personas que antes tampoco abrían un periódico. Han desinformado mucho, también, pero esa responsabilidad sigue siendo, sobre todo, del receptor y no del emisor.
Hoy día los artistas y deportistas, y también los presidentes, primeros ministros, generales, secretarios de estado y hasta el Papa dicen lo más importante a través de las redes sociales, como si lo real sucediera en ese universo.
Hoy día, yo misma cuando voy a hacer oficial algo que tiene que ver con mi devenir literario, lo escribo en Facebook, y asumo que ya está anunciado; parecería que no se puede echar atrás.
Entonces estar en redes sociales se convierte en todo: eres un ser de carne y hueso que vive la mayor parte del tiempo en el mundo virtual, donde pasan muchas cosas, pero no las mejores cosas. Las mejores siguen sucediendo en el vínculo directo con esas personas sabias, que a veces desconocen totalmente las redes sociales, que es posible que sean una especie gravemente amenazada de extinción.
Algunos casos, extremos y valientes, se niegan simplemente a estar en las redes, liberándose así, entre otras cosas, del estrés causante de la mayoría de los problemas de salud del hombre en el siglo XXI. Esas personas están condenadas a la plática en vivo, al roce físico, a la soledad real; arrojadas al abismo de mirarle a los ojos a quien quieren conquistar y decirles lo que están sintiendo.
A veces alimento deseos, confieso, de hacer mi revolución estilo Thoreau. Pienso que si no reúno el valor para irme a vivir a la orilla de un lago, tal vez lo tenga para enfrentarme a mi tiempo y desaparecer de la escena digital. Pero si lo hiciera, ¿cómo compartiría esta columna con ustedes?
Excelente reflexión, muy útiles las redes sociales cómo medio de comunicación, pero más importante y eficaz es el contacto directo con las personas un simple saludo con una sonrisa hace la diferencia al ver a una persona en contacto, en vivo y en directo, felicidades